Por María Fernanda Sandoval
Doña Choya, como la llamaban en el pueblo, por la evolución
Sofía-Chofa-Choya y por sus sesenta y pico años de edad, reía con las
invenciones de Juan, el menor de sus hijos. ¡Pero que se metiera con las
procesiones! Con las sagradas procesiones de su Jesús Sacramentado, de
su Cristo bondadoso, de su Señor de los Señores. Eso para ella era
materia delicada. No le importó la cuarentena que tuvo que pasar en el
hospital Carmelita cuando Juan le regaló ese misterioso perfume atrae
abejas sabiendo de la alergia de ésta. Doña Choya se divertía viendo a
la muchacha colorada e hinchada tratando de explicar por qué había
dejado de ser novia de su hijo. Tampoco le importó la finísima escuela
de perros parlantes, el negocio más fructífero que su hijo había tenido,
recogiendo los chuchos de las calles y haciéndole creer al pueblo que
eran ellos los que habían logrado ahuyentar a la Llorona; después de
todo, los espantos también se espantan y la mujer fantasma en su
eternidad de vida nunca había escuchado un perro hablar. Es más fue la
misma doña Choya quien defendió a su hijo en tribunales, y ganó el
juicio argumentando que la Llorona no se aparecía más por el pueblo, ya
fuera por el pacto de ésta con Juan y el diezmo obligado a pagar por
todos los habitantes del cual a la mujer espanto le tocaba la mitad, o
ya fuera por la sofisticada mentira de la escuela de perros
parlantes. Su hijito había logrado traer la paz en las noches de
tiniebla, y eso era más de lo que nadie había hecho. Pero que se metiera
con las procesiones, eso sí no. No con ella, que más que nada en su
vida, quería ganarse el cielo.
¿Que decís Juan? -le gritó a su hijo mientras le tiraba la paleta
con la que estaba moviendo el almuerzo.- Mirá que las bromas con Chusito
no se aceptan en ésta casa, el maligno anda presente y quiere hacerte
cosas malas. Y te lo dice esta vieja negra que ha parido y dado de comer
a vos y a tus veintitrés hermanos.
Es verdad, viejita linda. -le respondió Juan mientras se persignaba
tres veces- Se lo juró por ésta, mire. Se les cayó el Anda, a todos los
cucuruchos. Fue como si todos se hubieran puesto manos aguadas al mismo
tiempo. Por la valentía de mi papa que ya pronto va volver victorioso
de la guerra contra los chafas. Por lo que usted quiera, se lo juro.
A Doña Choyita se llenaron los ojos de lágrimas, como siempre que
se mencionaba su valiente esposo. Que treinta años antes se había ido a
pelear por los pobres, y que pronto regresaría, aún y contra las burlas
del pueblo que la tildaba de loca porque no conocían a sus suegros, ni a
sus cuñadas y no sabían que lo que distinguía a la familia de su
esposo, es que no sabían morir. La gente los tachaba de brujos y
chamanes y es obligaba a los pobres a cambiar constantemente de pueblo,
todo por no haber aprendido a morir.