12 febrero 2012

"El Resto de su vida: Día 1"

Por Miranda Navas



Iba yo caminando alrededor de su alcoba, hacía mucho que se había marchado, a aquél lugar donde dicen hay más luz que la que da el sol, donde aquellas almas adoloridas descansan después de una larga vida. No podía negar que lo extrañaría por el resto de mi vida. Pero de alguna manera, me gratificaba ser yo quien cargara con el sufrimiento de perder la otra parte de su alma. Y mi consuelo yacía en que, fuera donde él estuviese, él no tuviera porque soportar el pesar de mi partida.  
Muchas personas se encontraban desconcertadas por mi reacción ante su muerte, no hubo más que una noche de llanto, no hubo sollozos ni alaridos de dolor, y tampoco caí en aquel abismo de sufrimiento, que muchos anuncian cuando se tiene un amor como el que nosotros tuvimos… tenemos, y por mañas del destino, se pierde. Me aferraba al hecho de que la distancia solo era desconsolante para mí, y él no sentía ni una onza de mi calvario. Había tenido una vida adolorida, y había padecido de más males de los que cualquiera con el doble de su edad sufre. Simplemente no podía estar más extasiada al saber que el dolor, había finalizado para él.
Di un paso a través del umbral de su puerta y entré al lugar que había sido mi santuario por mucho tiempo. Sus descuidadas vestimentas aun yacían alrededor del suelo sin nadie tuviera la valentía de recogerlas. Observe las muchas fotografías, al igual que las miles de pequeñas y ridículas tarjetas que le regalé para el día de los enamorados, para nuestros aniversarios, e incluso pude discernir varias que le obsequie para sus cumpleaños. No pude evitar sonreír, recuerdo que siempre me decía con delicadeza lo mucho que las estimaba, a pesar de que mi caligrafía era aun más desastrosa que la suya.
Me abalancé sobre su cama, y observé el techo. Aun podían percibir las salpicaduras de pintura azul cobalto por aquí y por allá, productos de nuestra atolondrada tarde de pintar su cuarto cuando su familia se mudo a esa casa. El quería que lo ayudara a pintar las paredes, sin embargo, un par de horas después, nosotros estábamos embadurnados en pintura azul y las paredes aun se hallaban a medio pintar. Aun atesoro esa playera que usamos aquel día, que en la espalda tiene  pintarrajeado una frase: “Propiedad de Ían” y sé que en los rincones más profundos de su ropero esta su playera que dice “Propiedad de Mía” al frente, con una boba flecha que señala hacia abajo. Recuerdo haberme exasperado por su reacción tan descortés y no hablarle por un par de horas en lo que concluíamos con nuestra misión de pintar su habitación, la disputa no duro mucho, pues era irrealizable el mantenerse enojada con Ían mucho tiempo.
Me di la vuelta y observe la cabecera de la cama, donde con la hojilla de una navaja había tallado las palabras “Te extraño” la única noche que lloré su muerte, justo al lado de un “Te amo”, escrito por Ían al ser diagnosticado con un tipo de cáncer terminal, y justo debajo de nuestras iniciales “I & M Juntos aquí y en el más allá”, que tallamos juntos su última noche.
 Lo extraño mucho.
Suspirando, me puse a trabajar. Saqué la cámara del bolsillo de la chaqueta y tome tantas fotografías como pude, ansiando recordar perfectamente como lo había arreglado él. Al terminar, agarré la caja de cartón que traía de casa.
Sus padres se mudaban de la ciudad, no pudiendo tolerar el sufrimiento que las ocasionaba vivir en el lugar que había visto nacer y crecer a su único hijo. Entendía completamente su pesar, y aunque extrañaría tener su alcoba, que poseía lo último que me quedaba de su presencia, cerca les deseaba lo mejor. Lo primero que cogí fue su almohada, pues aún tenía su fragancia tan peculiar, y la guarde al fondo de la caja de cartón. Después guarde sus ropas, incluso aquellas vestimentas sucias del suelo. Su aroma tan único, mezclado con el apenas perceptible hedor a sudor de su práctica de fútbol era una de las fragancias que mejor tenía grabada en mi mente. Atesore con cuidado cada tarjeta, pequeñas muestras de mi corazón derramando amor; guarde cada fotografía y su cámara, tomando por último sus “chapulines”. Eran un par de tallas demasiado grandes para mis propios pies, pero sabía de un lugar perfecto para ellos.
Cada cosa que me recordaba su presencia fue guardada en aquella caja de cartón, junto a su cepillo de dientes y sus pantalones de mezclilla, e incluso su gel para el cabello. Me deleitaba como se peinaba el cabello de diferentes formas al aburrirse de sus rizos descontrolados o su cabello liso. Hubo veces, que con una sonrisa en el rostro, bromeando, lo llame afeminado por cuánto tiempo pasaba arreglándose el cabello. Su excusa siempre fue la misma, que le agradaba cuando yo le daba un cumplido a su cabello, y que le gustaba sorprenderme aunque fuera por un segundo.
Ya teniendo todo listo, salí de la alcoba exhalando con un poco de dificultad. En mi mente, me desprendía poco a poco del lugar que llamé alguna vez mi santuario y ahora, parecía solo otra habitación vacía. Aun podía sentirlo ahí, a pesar de lo deshabitada que se veía la alcoba.
 Sonreí. En su habitación siempre estaría su presencia por más que el cuarto estuviera empapelado de nuevos recuerdos, de nuevos habitantes, Ían siempre estaría ahí de alguna manera.
Reí para mí misma al recordar algo que él había dicho; yo sabía que en su habitación, donde pasábamos incontables horas tendría su presencia en cada rincón como si él estuviera ahí, y él comentaba lo mucho que odiaba que fuera cierto.
Recuerdo haber escuchado que solo había dos lugares donde quería que su presencia estuviera impresa, el primero, un pequeño hueco en la pared. Recuerdo haberlo golpeado en la nuca por su comentario tan soez, pero luego me dijo el segundo lugar y todo enojo quedo olvidado. “Nuestra cama”, me dijo. La cama que en un día tonto y alocado de dos jóvenes enamorados, habíamos pasado por una colchonería y escogido una cama matrimonial, la cama que compraríamos al regresar de nuestra luna de miel y compartiríamos hasta que estuviéramos avejentados por la edad y apenas pudiéramos pasar más de unos minutos de pie. La cama donde dormiríamos juntos.
Sonriendo, salí de la habitación sabiendo que al menos uno de sus deseos se cumpliría.
Me despedía de sus padres y camine de vuelta a casa con mi pesada carga, e inmediatamente al atravesar la puerta a mi casa vacía, me puse a trabajar. Mis padres no regresarían hasta dentro de un par de horas. Me tomo mucho tiempo; el dejarlo todo como quería había tomado bastante trabajo, pero finalmente todo estaba perfecto. Un perfecto caos sin duda para cualquiera que no me conociera, pero perfecto.
Mamá fue la primera en entrar a mi habitación ese día, regresando del trabajo y esperando verme acurrucada en la cama llorado, entró apurada. Sabía que estaba preocupada, una vez me había contado que había perdido a su primer esposo poco después de casarse la primera vez, antes de conocer a mi padre, y había enviudado muy joven. Solía decirme que perder a alguien así era una de las cosas más dolorosas que había vivido, y que no podía imaginar el dolor que conllevaba verlo morir día a día y seguir a su lado, como lo había hecho yo. En su cabeza no cabía la idea de no llorar su muerte por mucho más tiempo del que yo lo había llorado. Ella esperaba que en algún momento las barreras inexistentes que contenían mi dolor fueran a derrumbarse en algún momento.
Su expresión de sorpresa hizo que se detuviera justo en el umbral de mi recién decorada alcoba. Había ropa en el suelo, algunas prendas eran mías que yo era simplemente demasiado perezosa para recogerlas; sin embargo, había una camiseta negra en la esquina de la cama, una playera cerca de la puerta y una camisa de botones gris colgando de uno de los postes de la cabecera.
Sus fotografías, aquellas que él había tomado, estaban colgadas en mi pared con hermosos marcos de caoba barnizada, en perfecta armonía los unos con los otros. Las demás estaban especialmente colocadas en la pequeña mesa que usualmente usaba para dibujar en la esquina opuesta de mi habitación, su cámara descansaba sobre esta también. No pude evitar sonreír ante esta, pensé que nunca conseguiría el ángulo perfecto en el que Ían la había dejado en su escritorio.
Las tarjetas que tanto yo, como él, habíamos intercambiado decoraban las puertas dobles de mi ropero, y mi cama tenía dos almohadas ahora. En mi mesa de noche, justo como él solía dejarlas cuando venía de visita, estaba su billetera y sus llaves. A mi cabeza regresaron los miles de momentos en que se quejaba de lo mucho que el odiaba “resonar como cascabeles” cuando caminaba. Sus pantalones de lona estaban delicadamente colgados en mi armario, y eran aquellos que tendrían el privilegio de ser lavados. Adoraba usar su ropa, y el amaba verme en ella; nunca estuve segura de porqué, pero quién era yo para quejarme en estos momentos.
Su famosa chaqueta, que lo acompañaba a todas partes durante la época de frío, estaba en el respaldo de mi silla de escritorio. A su lado, recostada sobre el escritorio, descansaba su vieja mochila de colegio, desgarrada del lado izquierdo, con miles de parches y manchas de comida o soda por doquier. Al fondo de esta aun estaban algunos de sus cuadernos y los míos, con papeles arrugados y lapiceros perdidos  en lo profundo de aquella bolsa. La usaría cuándo regresará a la escuela el siguiente semestre.
Papá entro después, preocupado por el silencio sepulcral que había en la casa. Mamá, Ían y yo teníamos la fama de ser demasiados ruidosos juntos. Era imposible no reírse escandalosamente cuando el contaba una broma. Fue él, el primero que noto que junto a la cadena que llevaba en mi cuello normalmente, también estaba usando la cadena de Ían. También noto que mi cabello también estaba diferente, igual que Ían, una trenza con hilos de colores caía desde la cien hasta poco después del mentón. Se la había hecho un verano que paseábamos por Antigua, y pareció nunca habérsela quitado.
-Vengan, les enseñaré el baño- les dije, y cruzaron la puerta junto a mí. En el lavado, en una pequeña taza de cerámica que mantenía ahí con mi cepillo de dientes y el dentífrico, estaba su cepillo de dientes rojo y su rasuradora. De reojo observe los ojos de mis padres ponerse llorosos al observar la fotografía en el espejo. Una foto de los cuatro sentados en la sala, viendo una película. Me entristecía un poco saber lo bienvenido y adorado que era Ían en mi familia, y cuanto les había dolido perder al hijo que nunca tuvieron. Pero, queriendo alejarlos de aquellos pensamientos que debían de alborotar sus mentes exclamé.
-Ahora… El toque final- dije y regresando a mi alcoba, tomé el último artículo de la caja de cartón.  Su zarrapastrosos y viejos “chapulines”. Eran el par de zapatillas más viejos y garabateados de la historia. Todos sus amigos habían escrito frases, muestras de cariño, varios habían garabateado pequeños dibujos, e incluso yo lo había hecho. Esas zapatillas lo habían acompañado al centro comercial, al cine, a la playa, a acampar con sus amigos, a la escuela, a mi casa, a las casas de nuestros amigos, cada paso que Ían dio, lo dio en esos viejos “chapulines”. Sus padres detestaban la idea de enterrarlo con zapatillas tan desastrosas y sucias, así que me permitieron quedármelos como otro recuerdo de Ían.
Camine al otro lado de la alcoba, al lado derecho de la cama, donde Ían solía dormir cuando se escabullía por las noches a través de la ventana y el viejo árbol detrás de la casa. Nunca hubo peleas de qué lado dormir, ni qué lado preferíamos, inmediatamente sabíamos e inconscientemente, cada uno tenía un lado de la cama, encajando perfectamente, como piezas de rompecabezas. Sin calcular fríamente donde caerían los zapatos, los arrojé al lado de la cama, como si fuera cualquiera de aquellas largas tardes donde, sin zapatos, nos recostábamos en la cama a hablar.
-Está hecho. Él está aquí también ahora- sonreí con una sola lágrima recorriendo mi mejilla.
Mamá y Papá me abrazaron con ojos llorosos, y salieron de mi habitación a preparar la cena. Ya no importaba que Ían no estuviera aquí en cuerpo, su espíritu, su esencia,  estaban conmigo. Al estar segura de que mis padres estaban lo suficientemente lejos, me senté en mi lado de la cama. Podía sentir su presencia, como si estuviera ahí mismo, recostando su espalda contra la cabecera y dejándome descansar mi cabeza sobre su hombro.
-Te extraño tontuelo. Sabes eso, ¿verdad?- murmuré, como si de verdad estuviera ahí. Sabía perfectamente que suspiraría y alborotaría mi cabello como siempre. “Claro que lo se tontuela” me diría con cariño.
-Te amo… Aunque parece tonto cuando se lo digo a un fantasma- reí, sabiendo que él se hubiera reído también. –Espérame, ¿sí? No vayas por ahí engañándome con ángeles coquetos o algo por el estilo. No que me importe…- dije tristemente. Casi podía escuchar cómo, bromeando, suavemente me golpearía la nuca y me diría cuanto me ama, cuanto me quiere, y como nadie me reemplazaría. Incluso podía escucharlo cantar aquella canción que solía cantar, cuando mis angustias sobre cuán fácil podía perderlo ante otra chica más linda, más inteligente o más divertida me agobiaban. Que tonto era, me dije a mí misma riendo.
-Me tomara bastante tiempo llegar… Quiero tener cosas maravillosas para contante, y te prometo tener mil y una historias- juré con una sonrisa. –OH!- exclamé. - … y voy a nombrar a mi primer hijo en tu nombre, Ían James Junior. Perfecto-
Estaba cien por ciento segura de que su sonrisa, iría de oreja a oreja.
-¡CARIÑO! ¡LA CENA ESTÁ SERVIDA!- gritaron mis padres desde la planta baja.
-Bueno, me tengo que ir a cenar. No toques nada porque quiero todo exactamente como lo deje cuando regrese, no vayas a venir como todo un poltergeist conmigo y desordenar todo. No necesitare recuerdos de lo mucho que te amo, pero necesito cosas que me recuerden lo tontuelo que eres- dije a la habitación.
Una suave brisa se escucho, y como si hubiera sido el más callado murmullo, lo escuché decir: “Te amo”.
-Te amo a ti también tontuelo- llamé, corriendo escaleras abajo a cenar. Ese día comimos su favorito, pollo al limón. Qué rico.
El mundo sigue y sigue andando, y mientras va pasando, la muerte llega a arrebatarnos a quienes más amamos. Nos aleja de ellos, para reunirnos años después, cuando la vida nos haya dejado olvidados en un ataúd. Los días, semanas, meses y años que le siguieron a su muerte, los viví con alegría. No porque me regocijara con su muerte, sino porque sé que no sufrirá más, que me espera en un lugar pacífico con una sonrisa. Viví una vida exhilarante, llena de momentos felices, de momentos tristes, y momentos donde pase la noche en vela riendo. Sé que la noche, o el día, que nos reuníamos tendré mucho por contarle, hablaremos por días y le contaré todas las aventuras que tuve, las cosas alocadas que hice cuando él no estaba para regresarme a la realidad, las veces que lloré cuando él no estaba para besar las lágrimas de mis mejillas y hacerme olvidar los malos tiempos. Sé que está sentado, impacientemente meciendo las piernas como un niño esperando la medianoche el día de noche buena, y que yo estoy igual de impaciente por verlo otra vez, aunque no deseo apurar nuestro reencuentro.
Muchos me dijeron, que la muerte siempre es algo triste, no estoy en desacuerdo con ese argumento. Pero no veo porqué debería de acortar mi vida, cuando el amor no se supone que sea la razón por la que respiras, si no que la razón por la que respirar es más fácil. Me cuesta respirar, y no es por el asma o la gripe, pero no por ello dejaré de ver al cielo y sonreír sabiendo que esta saludando como un niño pequeño saluda dando de brincos a su ser más querido.


1 comentario:

JuLio Urízar dijo...

Wow, sí que escribes bastante.
Veo que eres una gran narradora, tienes mucho talento para contar una historia, escribes fluídamente y al menos en mi lectura no hubieron tropiezos. La historia, por supuesto, es conmovedora, aunque temo que se me olvide pronto, es decir, que no pase más allá de ser una historia de amor más de adolescentes. Como te digo, escribes muy bien como narradora tienes grandes cualidades, se nota desde el principio. De verdad me gustaría leer otros textos tuyas, aunque, por favor, no pongas al final una especie de moraleja, es como si trataras de enseñar algo y te olvidaras que después de todo, sólo están contando. POr cierto, tu texto me recuerda a una autora joven española llamada Laura Gallego García. Se me hace que la has leído. Ella escribe más fantasía, pero su narrativa se me hizo muy similar a la tuya. No sé si me equivoque pero de todos modos, felicidades, tenés mucho potencial como narradora.