Iba yo caminando alrededor de su alcoba,
hacía mucho que se había marchado, a aquél lugar donde dicen hay más luz que la
que da el sol, donde aquellas almas adoloridas descansan después de una larga
vida. No podía negar que lo extrañaría por el resto de mi vida. Pero de alguna
manera, me gratificaba ser yo quien cargara con el sufrimiento de perder la
otra parte de su alma. Y mi consuelo yacía en que, fuera donde él estuviese, él
no tuviera porque soportar el pesar de mi partida.
Muchas personas se encontraban desconcertadas
por mi reacción ante su muerte, no hubo más que una noche de llanto, no hubo
sollozos ni alaridos de dolor, y tampoco caí en aquel abismo de sufrimiento,
que muchos anuncian cuando se tiene un amor como el que nosotros tuvimos…
tenemos, y por mañas del destino, se pierde. Me aferraba al hecho de que la
distancia solo era desconsolante para mí, y él no sentía ni una onza de mi
calvario. Había tenido una vida adolorida, y había padecido de más males de los
que cualquiera con el doble de su edad sufre. Simplemente no podía estar más
extasiada al saber que el dolor, había finalizado para él.
Di un paso a través del umbral de su puerta y
entré al lugar que había sido mi santuario por mucho tiempo. Sus descuidadas
vestimentas aun yacían alrededor del suelo sin nadie tuviera la valentía de
recogerlas. Observe las muchas fotografías, al igual que las miles de pequeñas
y ridículas tarjetas que le regalé para el día de los enamorados, para nuestros
aniversarios, e incluso pude discernir varias que le obsequie para sus
cumpleaños. No pude evitar sonreír, recuerdo que siempre me decía con delicadeza
lo mucho que las estimaba, a pesar de que mi caligrafía era aun más desastrosa que
la suya.
Me abalancé sobre su cama, y observé el
techo. Aun podían percibir las salpicaduras de pintura azul cobalto por aquí y
por allá, productos de nuestra atolondrada tarde de pintar su cuarto cuando su
familia se mudo a esa casa. El quería que lo ayudara a pintar las paredes, sin
embargo, un par de horas después, nosotros estábamos embadurnados en pintura
azul y las paredes aun se hallaban a medio pintar. Aun atesoro esa playera que
usamos aquel día, que en la espalda tiene pintarrajeado una frase: “Propiedad de Ían” y
sé que en los rincones más profundos de su ropero esta su playera que dice
“Propiedad de Mía” al frente, con una boba flecha que señala hacia abajo.
Recuerdo haberme exasperado por su reacción tan descortés y no hablarle por un
par de horas en lo que concluíamos con nuestra misión de pintar su habitación,
la disputa no duro mucho, pues era irrealizable el mantenerse enojada con Ían
mucho tiempo.
Me di la vuelta y observe la cabecera de la
cama, donde con la hojilla de una navaja había tallado las palabras “Te
extraño” la única noche que lloré su muerte, justo al lado de un “Te amo”, escrito
por Ían al ser diagnosticado con un tipo de cáncer terminal, y justo debajo de
nuestras iniciales “I & M Juntos aquí y en el más allá”, que tallamos
juntos su última noche.
Lo
extraño mucho.
Suspirando, me puse a trabajar. Saqué la
cámara del bolsillo de la chaqueta y tome tantas fotografías como pude, ansiando
recordar perfectamente como lo había arreglado él. Al terminar, agarré la caja
de cartón que traía de casa.
Sus padres se mudaban de la ciudad, no
pudiendo tolerar el sufrimiento que las ocasionaba vivir en el lugar que había
visto nacer y crecer a su único hijo. Entendía completamente su pesar, y aunque
extrañaría tener su alcoba, que poseía lo último que me quedaba de su
presencia, cerca les deseaba lo mejor. Lo primero que cogí fue su almohada,
pues aún tenía su fragancia tan peculiar, y la guarde al fondo de la caja de
cartón. Después guarde sus ropas, incluso aquellas vestimentas sucias del
suelo. Su aroma tan único, mezclado con el apenas perceptible hedor a sudor de
su práctica de fútbol era una de las fragancias que mejor tenía grabada en mi
mente. Atesore con cuidado cada tarjeta, pequeñas muestras de mi corazón
derramando amor; guarde cada fotografía y su cámara, tomando por último sus
“chapulines”. Eran un par de tallas demasiado grandes para mis propios pies,
pero sabía de un lugar perfecto para ellos.
Cada cosa que me recordaba su presencia fue
guardada en aquella caja de cartón, junto a su cepillo de dientes y sus
pantalones de mezclilla, e incluso su gel para el cabello. Me deleitaba como se
peinaba el cabello de diferentes formas al aburrirse de sus rizos
descontrolados o su cabello liso. Hubo veces, que con una sonrisa en el rostro,
bromeando, lo llame afeminado por cuánto tiempo pasaba arreglándose el cabello.
Su excusa siempre fue la misma, que le agradaba cuando yo le daba un cumplido a
su cabello, y que le gustaba sorprenderme aunque fuera por un segundo.
Ya teniendo todo listo, salí de la alcoba
exhalando con un poco de dificultad. En mi mente, me desprendía poco a poco del
lugar que llamé alguna vez mi santuario y ahora, parecía solo otra habitación
vacía. Aun podía sentirlo ahí, a pesar de lo deshabitada que se veía la alcoba.
Sonreí. En su habitación siempre estaría su
presencia por más que el cuarto estuviera empapelado de nuevos recuerdos, de
nuevos habitantes, Ían siempre estaría ahí de alguna manera.
Reí para mí misma al recordar algo que él
había dicho; yo sabía que en su habitación, donde pasábamos incontables horas
tendría su presencia en cada rincón como si él estuviera ahí, y él comentaba lo
mucho que odiaba que fuera cierto.
Recuerdo haber escuchado que solo había dos
lugares donde quería que su presencia estuviera impresa, el primero, un pequeño
hueco en la pared. Recuerdo haberlo golpeado en la nuca por su comentario tan
soez, pero luego me dijo el segundo lugar y todo enojo quedo olvidado. “Nuestra
cama”, me dijo. La cama que en un día tonto y alocado de dos jóvenes
enamorados, habíamos pasado por una colchonería y escogido una cama matrimonial,
la cama que compraríamos al regresar de nuestra luna de miel y compartiríamos
hasta que estuviéramos avejentados por la edad y apenas pudiéramos pasar más de
unos minutos de pie. La cama donde dormiríamos juntos.
Sonriendo, salí de la habitación sabiendo que
al menos uno de sus deseos se cumpliría.
Me despedía de sus padres y camine de vuelta
a casa con mi pesada carga, e inmediatamente al atravesar la puerta a mi casa
vacía, me puse a trabajar. Mis padres no regresarían hasta dentro de un par de
horas. Me tomo mucho tiempo; el dejarlo todo como quería había tomado bastante
trabajo, pero finalmente todo estaba perfecto. Un perfecto caos sin duda para
cualquiera que no me conociera, pero perfecto.
Mamá fue la primera en entrar a mi habitación
ese día, regresando del trabajo y esperando verme acurrucada en la cama
llorado, entró apurada. Sabía que estaba preocupada, una vez me había contado
que había perdido a su primer esposo poco después de casarse la primera vez,
antes de conocer a mi padre, y había enviudado muy joven. Solía decirme que
perder a alguien así era una de las cosas más dolorosas que había vivido, y que
no podía imaginar el dolor que conllevaba verlo morir día a día y seguir a su
lado, como lo había hecho yo. En su cabeza no cabía la idea de no llorar su
muerte por mucho más tiempo del que yo lo había llorado. Ella esperaba que en algún
momento las barreras inexistentes que contenían mi dolor fueran a derrumbarse
en algún momento.
Su expresión de sorpresa hizo que se
detuviera justo en el umbral de mi recién decorada alcoba. Había ropa en el
suelo, algunas prendas eran mías que yo era simplemente demasiado perezosa para
recogerlas; sin embargo, había una camiseta negra en la esquina de la cama, una
playera cerca de la puerta y una camisa de botones gris colgando de uno de los
postes de la cabecera.
Sus fotografías, aquellas que él había
tomado, estaban colgadas en mi pared con hermosos marcos de caoba barnizada, en
perfecta armonía los unos con los otros. Las demás estaban especialmente
colocadas en la pequeña mesa que usualmente usaba para dibujar en la esquina
opuesta de mi habitación, su cámara descansaba sobre esta también. No pude
evitar sonreír ante esta, pensé que nunca conseguiría el ángulo perfecto en el
que Ían la había dejado en su escritorio.
Las tarjetas que tanto yo, como él, habíamos
intercambiado decoraban las puertas dobles de mi ropero, y mi cama tenía dos
almohadas ahora. En mi mesa de noche, justo como él solía dejarlas cuando venía
de visita, estaba su billetera y sus llaves. A mi cabeza regresaron los miles
de momentos en que se quejaba de lo mucho que el odiaba “resonar como
cascabeles” cuando caminaba. Sus pantalones de lona estaban delicadamente
colgados en mi armario, y eran aquellos que tendrían el privilegio de ser
lavados. Adoraba usar su ropa, y el amaba verme en ella; nunca estuve segura de
porqué, pero quién era yo para quejarme en estos momentos.
Su famosa chaqueta, que lo acompañaba a todas
partes durante la época de frío, estaba en el respaldo de mi silla de escritorio.
A su lado, recostada sobre el escritorio, descansaba su vieja mochila de
colegio, desgarrada del lado izquierdo, con miles de parches y manchas de
comida o soda por doquier. Al fondo de esta aun estaban algunos de sus
cuadernos y los míos, con papeles arrugados y lapiceros perdidos en lo profundo de aquella bolsa. La usaría
cuándo regresará a la escuela el siguiente semestre.
Papá entro después, preocupado por el
silencio sepulcral que había en la casa. Mamá, Ían y yo teníamos la fama de ser
demasiados ruidosos juntos. Era imposible no reírse escandalosamente cuando el
contaba una broma. Fue él, el primero que noto que junto a la cadena que
llevaba en mi cuello normalmente, también estaba usando la cadena de Ían. También
noto que mi cabello también estaba diferente, igual que Ían, una trenza con
hilos de colores caía desde la cien hasta poco después del mentón. Se la había
hecho un verano que paseábamos por Antigua, y pareció nunca habérsela quitado.
-Vengan, les enseñaré el baño- les dije, y
cruzaron la puerta junto a mí. En el lavado, en una pequeña taza de cerámica
que mantenía ahí con mi cepillo de dientes y el dentífrico, estaba su cepillo
de dientes rojo y su rasuradora. De reojo observe los ojos de mis padres
ponerse llorosos al observar la fotografía en el espejo. Una foto de los cuatro
sentados en la sala, viendo una película. Me entristecía un poco saber lo
bienvenido y adorado que era Ían en mi familia, y cuanto les había dolido
perder al hijo que nunca tuvieron. Pero, queriendo alejarlos de aquellos
pensamientos que debían de alborotar sus mentes exclamé.
-Ahora… El toque final- dije y regresando a
mi alcoba, tomé el último artículo de la caja de cartón. Su zarrapastrosos y viejos “chapulines”. Eran
el par de zapatillas más viejos y garabateados de la historia. Todos sus amigos
habían escrito frases, muestras de cariño, varios habían garabateado pequeños
dibujos, e incluso yo lo había hecho. Esas zapatillas lo habían acompañado al
centro comercial, al cine, a la playa, a acampar con sus amigos, a la escuela,
a mi casa, a las casas de nuestros amigos, cada paso que Ían dio, lo dio en
esos viejos “chapulines”. Sus padres detestaban la idea de enterrarlo con
zapatillas tan desastrosas y sucias, así que me permitieron quedármelos como
otro recuerdo de Ían.
Camine al otro lado de la alcoba, al lado
derecho de la cama, donde Ían solía dormir cuando se escabullía por las noches
a través de la ventana y el viejo árbol detrás de la casa. Nunca hubo peleas de
qué lado dormir, ni qué lado preferíamos, inmediatamente sabíamos e
inconscientemente, cada uno tenía un lado de la cama, encajando perfectamente, como
piezas de rompecabezas. Sin calcular fríamente donde caerían los zapatos, los
arrojé al lado de la cama, como si fuera cualquiera de aquellas largas tardes
donde, sin zapatos, nos recostábamos en la cama a hablar.
-Está hecho. Él está aquí también ahora-
sonreí con una sola lágrima recorriendo mi mejilla.
Mamá y Papá me abrazaron con ojos llorosos, y
salieron de mi habitación a preparar la cena. Ya no importaba que Ían no
estuviera aquí en cuerpo, su espíritu, su esencia, estaban conmigo. Al estar segura de que mis
padres estaban lo suficientemente lejos, me senté en mi lado de la cama. Podía
sentir su presencia, como si estuviera ahí mismo, recostando su espalda contra
la cabecera y dejándome descansar mi cabeza sobre su hombro.
-Te extraño tontuelo. Sabes eso, ¿verdad?-
murmuré, como si de verdad estuviera ahí. Sabía perfectamente que suspiraría y
alborotaría mi cabello como siempre. “Claro que lo se tontuela” me diría con
cariño.
-Te amo… Aunque parece tonto cuando se lo
digo a un fantasma- reí, sabiendo que él se hubiera reído también. –Espérame, ¿sí?
No vayas por ahí engañándome con ángeles coquetos o algo por el estilo. No que
me importe…- dije tristemente. Casi podía escuchar cómo, bromeando, suavemente
me golpearía la nuca y me diría cuanto me ama, cuanto me quiere, y como nadie
me reemplazaría. Incluso podía escucharlo cantar aquella canción que solía
cantar, cuando mis angustias sobre cuán fácil podía perderlo ante otra chica
más linda, más inteligente o más divertida me agobiaban. Que tonto era, me dije
a mí misma riendo.
-Me tomara bastante tiempo llegar… Quiero
tener cosas maravillosas para contante, y te prometo tener mil y una historias-
juré con una sonrisa. –OH!- exclamé. - … y voy a nombrar a mi primer hijo en tu
nombre, Ían James Junior. Perfecto-
Estaba cien por ciento segura de que su sonrisa,
iría de oreja a oreja.
-¡CARIÑO! ¡LA CENA ESTÁ SERVIDA!- gritaron
mis padres desde la planta baja.
-Bueno, me tengo que ir a cenar. No toques
nada porque quiero todo exactamente como lo deje cuando regrese, no vayas a
venir como todo un poltergeist conmigo y desordenar todo. No necesitare
recuerdos de lo mucho que te amo, pero necesito cosas que me recuerden lo
tontuelo que eres- dije a la habitación.
Una suave brisa se escucho, y como si hubiera
sido el más callado murmullo, lo escuché decir: “Te amo”.
-Te amo a ti también tontuelo- llamé,
corriendo escaleras abajo a cenar. Ese día comimos su favorito, pollo al limón.
Qué rico.
El mundo sigue y sigue andando, y mientras va
pasando, la muerte llega a arrebatarnos a quienes más amamos. Nos aleja de
ellos, para reunirnos años después, cuando la vida nos haya dejado olvidados en
un ataúd. Los días, semanas, meses y años que le siguieron a su muerte, los
viví con alegría. No porque me regocijara con su muerte, sino porque sé que no
sufrirá más, que me espera en un lugar pacífico con una sonrisa. Viví una vida
exhilarante, llena de momentos felices, de momentos tristes, y momentos donde
pase la noche en vela riendo. Sé que la noche, o el día, que nos reuníamos
tendré mucho por contarle, hablaremos por días y le contaré todas las aventuras
que tuve, las cosas alocadas que hice cuando él no estaba para regresarme a la
realidad, las veces que lloré cuando él no estaba para besar las lágrimas de
mis mejillas y hacerme olvidar los malos tiempos. Sé que está sentado,
impacientemente meciendo las piernas como un niño esperando la medianoche el
día de noche buena, y que yo estoy igual de impaciente por verlo otra vez,
aunque no deseo apurar nuestro reencuentro.
Muchos me dijeron, que la muerte siempre es
algo triste, no estoy en desacuerdo con ese argumento. Pero no veo porqué
debería de acortar mi vida, cuando el amor no se supone que sea la razón por la
que respiras, si no que la razón por la que respirar es más fácil. Me cuesta
respirar, y no es por el asma o la gripe, pero no por ello dejaré de ver al
cielo y sonreír sabiendo que esta saludando como un niño pequeño saluda dando
de brincos a su ser más querido.
1 comentario:
Wow, sí que escribes bastante.
Veo que eres una gran narradora, tienes mucho talento para contar una historia, escribes fluídamente y al menos en mi lectura no hubieron tropiezos. La historia, por supuesto, es conmovedora, aunque temo que se me olvide pronto, es decir, que no pase más allá de ser una historia de amor más de adolescentes. Como te digo, escribes muy bien como narradora tienes grandes cualidades, se nota desde el principio. De verdad me gustaría leer otros textos tuyas, aunque, por favor, no pongas al final una especie de moraleja, es como si trataras de enseñar algo y te olvidaras que después de todo, sólo están contando. POr cierto, tu texto me recuerda a una autora joven española llamada Laura Gallego García. Se me hace que la has leído. Ella escribe más fantasía, pero su narrativa se me hizo muy similar a la tuya. No sé si me equivoque pero de todos modos, felicidades, tenés mucho potencial como narradora.
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