26 febrero 2012

Bolitas de Papel y Cigarros


Miranda Navas

13 de Junio, 2008

Caminé al tercer nivel del Edificio de Psicología aquel sábado por la mañana. Iba camino a mi clase de francés con mis recién hechas amigas. Hacía poco que había empezado ese curso con el grupo de adolescentes, después de haber cometido el error de asignarme a la clase de adultos. Aún sentía extraño el no tener que pasar tanto tiempo sola y sin amistades.
Siendo mis nuevas amigas, no les comenté que deberíamos entrar a clase hasta el último momento posible, por lo que ya íbamos tarde. Subimos las escaleras sin apuros y al entrar a la clase, la maestra no nos dio gran alboroto. Nos vio de reojo y continuó con su clase. ¡Gracias a Dios nos dejó entrar sin miramientos!
Habiendo llegado tarde, tuvimos que resignarnos con los asientos de atrás, donde varios están desnivelados y muchos tienen demasiados mensajes escritos en marcador indeleble. Estuve a punto de sentarme en una silla que iba a desplomarse debajo de mí antes de que Ana me advirtiera y señalará un asiento libre. Las demás se fueron al otro lado de la clase, buscando los pocos lugares libres que ahí quedaban.
Fue entonces que lo ví.
No era la primera vez que lo veía en mi clase, pero era la primera vez que lo tenía tan cerca. Su cabello negro caía sobre sus ojos azules y su mirada estaba fija en la pizarra, donde la maestra trataba de explicar el pasado compuesto en francés. Lo había visto siempre a la lejanía, tenía una voz grave y masculina que parecía tener una pizca de jovialidad oculta, con pantalones de mezclilla desgarrados y tenis negros.
Me di cuenta que no me había sentado, y queriendo evitar que él viera mis mejillas sonrojadas, me senté detrás de Ana en vez del asiento libre junto a ella, y junto al misterioso chico de mi clase de francés. Típico de Ana, no me dejó estar tan lejos y me forzó a sentarme junto a ella para tener a quien copiarle notas cuando perdía el hilo de lo que la maestra explicaba.
No me estaba poniendo atención, no que tuviera motivos para hacerlo. Era joven y poco atractiva en mi opinión, una chica normal de 16 años. Mis manos temblaban debajo de la mesa mientras trataba de enfocarme en la estructura del pasado compuesto y no en su espalda ancha y cómo mordisqueaba su lapicero tratando de entenderle a la maestra.
Nos dejaron un ejercicio, bastante simple para variar. No tuve que preguntar a alguien se había que hacer lo que creía haberle entendido a la maestra, una primera vez en lo que llevaba del curso. Empecé a trabajar y me sorprendió que alguien se aclarara la garganta demasiado cerca de mí. Levanté la mirada para encontrarlo apoyado sobre mi escritorio viéndome directamente a los ojos.
Por un segundo perdí el hilo de lo que me preguntó, hipnotizada por la profundidad de sus ojos. Me preguntó acerca del ejercicio, sacudiendo la cabeza me concentré en responderle. Con voz temblorosa, le expliqué lo que había que hacer observándolo de reojo. Lo tenía demasiado cerca como para estar relajada.
Fácilmente perdía la concentración cuando se movía, cuando podía ver la piel pálida de su cuello o las escasas pecas de su rostro. Me sonrió y por un segundo olvidé lo que acaba de decir. Regresó a su asiento y con manos temblorosas traté de terminar el ejercicio lo mejor que pude, era muy difícil pensar en cómo escribir los verbos que me pedían después de interactuar con él.
Con otra breve explicación, la maestra nos dejo otro ejercicio. Un ejercicio oral en parejas, responder preguntar directas. Nuevamente se inclinó sobre mi escritorio, señalándome en mi libro una pregunta difícil de entender, que tampoco había podido descifrar todavía.
Ambos lo buscamos en el diccionario y al no encontrar una respuesta, mordisqueándome el labio lo miré excusándome. Me sentía culpable, quería ayudarlo más. Para cuando la maestra pasó asignándonos otro ejercicio, ya me había perdido observándolo y no escuché. Mientras Ana hablaba con el chico sentado delante de nosotras, buscando qué ejercicio teníamos que hacer, él se me acercó nuevamente.
El tenía que hacer un ejercicio diferente al mío, pero era sencillo de entender. Olvidando que yo también tenía trabajo por hacer, me puse a explicarle su ejercicio. Ana, mi amiga, me intimidaba. Era de esas muchachas que podía acercarse a cualquier chico, hablarle y terminar con una cita para el siguiente fin de semana. Siendo esa su personalidad, al verme hablar con él, se nos acercó y se incluyó a sí misma en la conversación.
Quería asesinarla.
La conversación se desvió del ejercicio que teníamos que hacer y pronto, quedó completamente olvidado. Al principio tenía culpa, no era de las que no hacía los ejercicios en clase o las tareas. Era una chica aburrida y buena estudiante.
Estaba tan desesperada, quería que volviera a ponerme atención, que volviera hablarme que mandé por la ventana mi culpa para continuar la conversación con ellos. Ana hablaba y hacía preguntas, mientras que yo me quedaba callada la mayoría del tiempo.
Me sorprendió que él se tomara la molestia de hacerme preguntas a mí, de preguntar donde estudiaba, que me gustaba hacer. Con el pasar del tiempo, surgieron bromas y coqueteos. No me sentía yo misma, sentía que era otra persona completamente diferente y la tímida chica aburrida que era, no estaba presente.
Fue entonces que me pregunto mi nombre de repente, por un segundo no pude responderle, y con la voz temblorosa dije: Miranda. Una sonrisa se dibujo en su rostro y por un instante me ilusioné que tal vez pudiera llegar a interesarse en mí.
Era dos años mayor que yo, estudiando para ser chef en la Universidad. Fumaba y su sueño era ir a Madrid. Al dar las 10, todos salimos a estirar las piernas y a comer algo por el receso.
Siendo nueva en el grupo, temí alejarme demasiado pronto y perder a las únicas caras familiares que tenía en ese lugar. Seguí al resto de las chicas a hacer fila en la cafetería y resistí las ganas de callarlas cuando empezaron a molestarme por haberle hablado al chico, que para entonces conocía como Isaac. Diana, siendo algo egocéntrico, cambió repentinamente el tema cuando nos preguntó quien tenía un cigarro.
Sentí un nudo en la garganta cuando me di cuenta de que Diana se alejó de nosotras para acercarse a Isaac y pedirle un cigarro. Quería ser ella y eso que detestaba fumar. Era extraño, sentir esa atracción por Isaac cuando nunca había sido de las que iba detrás de los chicos malos que fumaban y bebían en las fiestas.
Pero se veía tan relajado, recostado contra la pared del edificio, con un cigarro entre los dedos sin importarle lo que el mundo pensara de él. Al sentarnos, me aseguré de darle la espalda. Las rodillas me temblaban y sabía que si volteaba a ver, sería demasiado obvio que el rubor de mis mejillas era por él.
Al dar las 10:30, empezamos a regresar a la clase. Para mi martirio, Ana iba a mi lado y con un codazo, me señaló que iba delante de nosotros. Su sonrisa pícara y el comentario que hizo acerca de su físico, me dejó con un nudo en el estómago. Nunca había sido de las que hacía ese tipo de comentarios tan sinvergüenzas.
Al sentarme nuevamente en mi asiento, tomé un trozo de papel y empecé a hacer bolitas. Estaba nerviosa y el tiempo que había pasado lejos de él, no había ayudado a relajarme. Lo observaba de reojo constantemente y fue así que noté que estaba aburrido, cuando recostó su mentón en sus brazos sobre el escritorio. Parecía que estaba a punto de quedarse dormido.
Sin pensarlo, le tiré una bolita de papel despreocupadamente y le alegué que no se durmiera.
Así empezó una guerra de bolas de papel, donde me distraía de mi labor de hacer más y más bolitas de papel al ver como la sonrisa tan jovial y pícara de su rostro al tirarme una bola de papel al rostro. En un momento de distracción me robó casi todas mis municiones.
Quise recuperarlas pero ya era tarde, me sonrió santurronamente y se quedó con mis bolitas de papel. Queriéndome vengar, robé su mochila del respaldo de su silla sabiendo perfectamente que su libro estaba en su mochila y teníamos nuestro examen parcial la próxima semana.
Al terminar la clase, Mónica me llamó para irnos. Me quedé esperándolo en el primer nivel esperando que quisiera recuperar su mochila, pero nunca apareció. Cuando fue hora de que mi padre pasará a recogerme en la esquina afuera de la Universidad, ahí estaba él parado.
La guerra no ha terminado, le dije bromeando y fue entonces que mi padre se estacionó frente a mí y solo pude observar cómo se alejaba cada vez más.
En un día, me enamoré del chico malo de la historia, el que fuma detrás del edificio y tiene los pantalones de mezclilla rotos. No era que realmente esperará que algo fuera a ocurrir entre nosotros, pero uno puede soñar despierto… ¿No?




No hay comentarios: