Miranda Navas
13 de Junio, 2008
Caminé al tercer nivel
del Edificio de Psicología aquel sábado por la mañana. Iba camino a mi clase de
francés con mis recién hechas amigas. Hacía poco que había empezado ese curso
con el grupo de adolescentes, después de haber cometido el error de asignarme a
la clase de adultos. Aún sentía extraño el no tener que pasar tanto tiempo sola
y sin amistades.
Siendo mis nuevas
amigas, no les comenté que deberíamos entrar a clase hasta el último momento
posible, por lo que ya íbamos tarde. Subimos las escaleras sin apuros y al
entrar a la clase, la maestra no nos dio gran alboroto. Nos vio de reojo y
continuó con su clase. ¡Gracias a Dios nos dejó entrar sin miramientos!
Habiendo llegado
tarde, tuvimos que resignarnos con los asientos de atrás, donde varios están
desnivelados y muchos tienen demasiados mensajes escritos en marcador
indeleble. Estuve a punto de sentarme en una silla que iba a desplomarse debajo
de mí antes de que Ana me advirtiera y señalará un asiento libre. Las demás se
fueron al otro lado de la clase, buscando los pocos lugares libres que ahí
quedaban.
Fue entonces que lo
ví.
No era la primera
vez que lo veía en mi clase, pero era la primera vez que lo tenía tan cerca. Su
cabello negro caía sobre sus ojos azules y su mirada estaba fija en la pizarra,
donde la maestra trataba de explicar el pasado compuesto en francés. Lo había
visto siempre a la lejanía, tenía una voz grave y masculina que parecía tener
una pizca de jovialidad oculta, con pantalones de mezclilla desgarrados y tenis
negros.
Me di cuenta que no
me había sentado, y queriendo evitar que él viera mis mejillas sonrojadas, me
senté detrás de Ana en vez del asiento libre junto a ella, y junto al
misterioso chico de mi clase de francés. Típico de Ana, no me dejó estar tan
lejos y me forzó a sentarme junto a ella para tener a quien copiarle notas
cuando perdía el hilo de lo que la maestra explicaba.
No me estaba
poniendo atención, no que tuviera motivos para hacerlo. Era joven y poco
atractiva en mi opinión, una chica normal de 16 años. Mis manos temblaban
debajo de la mesa mientras trataba de enfocarme en la estructura del pasado
compuesto y no en su espalda ancha y cómo mordisqueaba su lapicero tratando de
entenderle a la maestra.
Nos dejaron un
ejercicio, bastante simple para variar. No tuve que preguntar a alguien se
había que hacer lo que creía haberle entendido a la maestra, una primera vez en
lo que llevaba del curso. Empecé a trabajar y me sorprendió que alguien se
aclarara la garganta demasiado cerca de mí. Levanté la mirada para encontrarlo
apoyado sobre mi escritorio viéndome directamente a los ojos.
Por un segundo
perdí el hilo de lo que me preguntó, hipnotizada por la profundidad de sus
ojos. Me preguntó acerca del ejercicio, sacudiendo la cabeza me concentré en
responderle. Con voz temblorosa, le expliqué lo que había que hacer
observándolo de reojo. Lo tenía demasiado cerca como para estar relajada.
Fácilmente perdía
la concentración cuando se movía, cuando podía ver la piel pálida de su cuello
o las escasas pecas de su rostro. Me sonrió y por un segundo olvidé lo que
acaba de decir. Regresó a su asiento y con manos temblorosas traté de terminar
el ejercicio lo mejor que pude, era muy difícil pensar en cómo escribir los
verbos que me pedían después de interactuar con él.
Con otra breve
explicación, la maestra nos dejo otro ejercicio. Un ejercicio oral en parejas,
responder preguntar directas. Nuevamente se inclinó sobre mi escritorio,
señalándome en mi libro una pregunta difícil de entender, que tampoco había
podido descifrar todavía.
Ambos lo buscamos en
el diccionario y al no encontrar una respuesta, mordisqueándome el labio lo
miré excusándome. Me sentía culpable, quería ayudarlo más. Para cuando la
maestra pasó asignándonos otro ejercicio, ya me había perdido observándolo y no
escuché. Mientras Ana hablaba con el chico sentado delante de nosotras,
buscando qué ejercicio teníamos que hacer, él se me acercó nuevamente.
El tenía que hacer
un ejercicio diferente al mío, pero era sencillo de entender. Olvidando que yo
también tenía trabajo por hacer, me puse a explicarle su ejercicio. Ana, mi
amiga, me intimidaba. Era de esas muchachas que podía acercarse a cualquier
chico, hablarle y terminar con una cita para el siguiente fin de semana. Siendo
esa su personalidad, al verme hablar con él, se nos acercó y se incluyó a sí
misma en la conversación.
Quería asesinarla.
La conversación se
desvió del ejercicio que teníamos que hacer y pronto, quedó completamente
olvidado. Al principio tenía culpa, no era de las que no hacía los ejercicios
en clase o las tareas. Era una chica aburrida y buena estudiante.
Estaba tan
desesperada, quería que volviera a ponerme atención, que volviera hablarme que
mandé por la ventana mi culpa para continuar la conversación con ellos. Ana
hablaba y hacía preguntas, mientras que yo me quedaba callada la mayoría del
tiempo.
Me sorprendió que
él se tomara la molestia de hacerme preguntas a mí, de preguntar donde
estudiaba, que me gustaba hacer. Con el pasar del tiempo, surgieron bromas y
coqueteos. No me sentía yo misma, sentía que era otra persona completamente
diferente y la tímida chica aburrida que era, no estaba presente.
Fue entonces que me
pregunto mi nombre de repente, por un segundo no pude responderle, y con la voz
temblorosa dije: Miranda. Una sonrisa se dibujo en su rostro y por un instante
me ilusioné que tal vez pudiera llegar a interesarse en mí.
Era dos años mayor
que yo, estudiando para ser chef en la Universidad. Fumaba y su sueño era ir a
Madrid. Al dar las 10, todos salimos a estirar las piernas y a comer algo por
el receso.
Siendo nueva en el
grupo, temí alejarme demasiado pronto y perder a las únicas caras familiares
que tenía en ese lugar. Seguí al resto de las chicas a hacer fila en la
cafetería y resistí las ganas de callarlas cuando empezaron a molestarme por
haberle hablado al chico, que para entonces conocía como Isaac. Diana, siendo
algo egocéntrico, cambió repentinamente el tema cuando nos preguntó quien tenía
un cigarro.
Sentí un nudo en la
garganta cuando me di cuenta de que Diana se alejó de nosotras para acercarse a
Isaac y pedirle un cigarro. Quería ser ella y eso que detestaba fumar. Era
extraño, sentir esa atracción por Isaac cuando nunca había sido de las que iba
detrás de los chicos malos que fumaban y bebían en las fiestas.
Pero se veía tan
relajado, recostado contra la pared del edificio, con un cigarro entre los
dedos sin importarle lo que el mundo pensara de él. Al sentarnos, me aseguré de
darle la espalda. Las rodillas me temblaban y sabía que si volteaba a ver,
sería demasiado obvio que el rubor de mis mejillas era por él.
Al dar las 10:30,
empezamos a regresar a la clase. Para mi martirio, Ana iba a mi lado y con un
codazo, me señaló que iba delante de nosotros. Su sonrisa pícara y el
comentario que hizo acerca de su físico, me dejó con un nudo en el estómago.
Nunca había sido de las que hacía ese tipo de comentarios tan sinvergüenzas.
Al sentarme
nuevamente en mi asiento, tomé un trozo de papel y empecé a hacer bolitas.
Estaba nerviosa y el tiempo que había pasado lejos de él, no había ayudado a relajarme.
Lo observaba de reojo constantemente y fue así que noté que estaba aburrido,
cuando recostó su mentón en sus brazos sobre el escritorio. Parecía que estaba
a punto de quedarse dormido.
Sin pensarlo, le
tiré una bolita de papel despreocupadamente y le alegué que no se durmiera.
Así empezó una
guerra de bolas de papel, donde me distraía de mi labor de hacer más y más
bolitas de papel al ver como la sonrisa tan jovial y pícara de su rostro al
tirarme una bola de papel al rostro. En un momento de distracción me robó casi
todas mis municiones.
Quise recuperarlas
pero ya era tarde, me sonrió santurronamente y se quedó con mis bolitas de
papel. Queriéndome vengar, robé su mochila del respaldo de su silla sabiendo
perfectamente que su libro estaba en su mochila y teníamos nuestro examen
parcial la próxima semana.
Al terminar la
clase, Mónica me llamó para irnos. Me quedé esperándolo en el primer nivel
esperando que quisiera recuperar su mochila, pero nunca apareció. Cuando fue
hora de que mi padre pasará a recogerme en la esquina afuera de la Universidad,
ahí estaba él parado.
La guerra no ha terminado, le
dije bromeando y fue entonces que mi padre se estacionó frente a mí y solo pude
observar cómo se alejaba cada vez más.
En un día, me
enamoré del chico malo de la historia, el que fuma detrás del edificio y tiene
los pantalones de mezclilla rotos. No era que realmente esperará que algo fuera
a ocurrir entre nosotros, pero uno puede soñar despierto… ¿No?
No hay comentarios:
Publicar un comentario