12 febrero 2012

2 Cuentos del reto de la semana


Por Miranda Navas

Cuento 1
Cementerio Clandestino

Lo conozco desde hace años. Es reservado, siempre está perdido en pensamientos y fantasías de su cabeza con la nariz sumergida entre las páginas de un libro, sin levantar la vista nunca. Su desarreglada melena negra oculta sus ojos, y nunca puedo decir con seguridad de que color son. Años de saber su nombre pero sin saber de qué color son sus ojos.
Siempre se sienta en el mismo lugar a la hora de almuerzo, posado sobre una rama en aquel gigante árbol en medio del patio de la escuela. Le gustan las alturas, no les tiene miedo.
Es incomprendido, nunca sé en qué piensa ni por qué hace lo que hace. Es un joven extraño que todos evitan lo más que pueden. Quién no lo haría, sus comentarios son extraños y sus bromas no siempre tienen sentido. Pienso que mucho de eso tiene que ver con todo lo que lee, esos libros que pasan semanas en sus manos. Una vez escuché una broma de la cuál solo él y yo nos reímos.
Un chico de mi clase de Biología lo estaba fastidiando y riendo, le comentó que al Lobo nunca le iba bien. Nadie lo entendió, nadie se rió. Nadie excepto yo, y sigo sin comprender porque me causo tanta gracia un comentario acerca del Lobo Feroz en la Caperucita Roja.
Esa fue la primera vez que me miró, volteó la mirada y por unos segundos me miró anonadado. Creo que no estaba acostumbrado a que las personas entendieran sus bromas. Pero incluso así no sabía de qué color eran sus ojos.
Iba caminando a casa ese día y lo vi caminando en dirección contraria. Nuestro encuentro era eminente, así que bajé la mirada. Su brazo rosó el mío y seguimos nuestros caminos. No había necesidad de saludar, de preguntar cómo estuvo nuestro día, a fin de cuentas, no éramos amigos. Extrañamente esa declaración me hizo un nudo en la garganta.
Los días pasaron, su nariz seguía enterrada en un libro de cubierta verde. Seguía sentado en la copa del árbol y el mundo parecía importarle poco. Un día pase justo debajo de él, camino a buscar a mis amigos. Subí la mirada unos segundos y lo ví reír.
Era una risa tan extraña, tan jovial y risueña que no encajaba con aquel sombrío y misterioso personaje que pensaba que era. Era la risa de una persona muy diferente, de una persona feliz que tenía mil amigos. Esa risa resonó en mi cabeza todo el día, me desconcentraba y todo aquello que me decían pasaba por oídos sordos. Esa risa se había vuelto un misterio a descubrir.
Al día siguiente, al salir de la escuela, pasé por una librería. Compré un libro de cubierta verde y empecé a leer. Algo entre páginas llenas de letras de ese libro causó aquella risa tan extraña en él. Me perdí en la historia. Las páginas volaban entre mis dedos y las hermosas palabras del autor me cautivaron. Demasiadas emociones, demasiados pensamientos que quería compartir con alguien.
Nadie había leído antes ese libro, a nadie le importaba mi opinión acerca de este. Los días pasaron y mi corazón se retorcía, quería decirle a alguien, contarles acerca de la maravillosa historia que había leído.
Me levanté de golpe y caminé hacia el árbol. Levanté la mirada y grité.
-¿Qué piensas de la página 264?-
Las mil emociones que pasaron por mi mente cuando leí esa parte de la historia se reflejaron en su rostro. Volteo a verme y fue la primera vez que supe de qué color eran sus ojos. Un azulado, tan claro como el cielo, tan profundos como el mar.
-¿Qué dijiste?- preguntó.  Exasperada le respondí, él sabía muy bien a que me refería.
-La página 264, ¿qué opinas de ella?- le grité con más fuerza. La sonrisa que se dibujo en su rostro me dejo muda, una sonrisa tan deslumbrante que le ilumino todo el rostro.
Fue la primera vez que discutimos un libro, la primera vez que hablamos el uno con el otro realmente. Me invitó a subirme a la copa del árbol con él, y fueron horas de horas hablando. Nos olvidamos de las clases, nos olvidamos de ir a comer a la hora del almuerzo y casi olvidamos regresar a casa antes de la cena.
Los personajes parecían ser nuestros mejores amigos, podíamos sentir lo que ellos sintieron como si nos hubiera pasado a nosotros. Al terminar la historia era como si una parte de nosotros hubiera muerto junto con ella, como si nunca volveríamos a verlos.
Pasaron los días y las semanas, nuevos libros vinieron y enterramos nuestras narices en ellos. El dejo de ser un solitario y mis amigos pasaron a ser historia, no comprendían aquel sentimiento tan abrumador que tenía al leer un libro junto a él. Pensaron que estaba loca.
Con el tiempo, lloré. Perder amigos nuevos cada vez que terminaba un libro dolía, como si de verdad hubieran muerto.
-Ven, te enseñaré algo- me dijo una vez.
Caminamos por un sendero oculto detrás de su casa, entre arbustos que rozaban mis piernas y sobre raíces enmarañadas. Caminamos por mucho tiempo hasta que al llegar a un claro me di cuenta de que lo que había ahí.
El suelo había sido escarbado varias veces, pequeños cuadros que en el centro tenían clavada una estaca. Cruces blancas en cada espacio, con un nombre y una fecha cada una. Pequeñas tumbas desperdigadas por ese claro en medio del bosque.
-¿Qué es esto?- pregunté atemorizada, temiendo que el misterio detrás de ese joven fuera uno mucho más tenebroso de lo que podía imaginarme.
-Es un cementerio clandestino- explicó con una suave sonrisa en sus labios, como si estuviera recordando con cariño a aquellos enterrados en esas tan diminutas tumbas.
Lo miré desconcertada y las manos empezaron a temblarme. Me sonrió  nuevamente, sacó de su mochila una pequeña caja de zapatos y dio un paso hacia las pequeñas tumbas. Ahí en una esquina había un hoyo listo, justo donde cabía la caja de zapatos.
-Muchas veces siento que son mis amigos los que pierdo… cuando termino de leer un libro. Cómo si hubieran muerto y nunca volveré a saber qué fue de ellos- me confesó y entonces abrió la caja de zapatos.
En la caja había muchas cosas, cosas que parecían extrañamente familiares. Fue entonces que todo encajó, la historia que habíamos leído, la cubierta verde estaba dentro de esa caja. Cosas que formaban parte de esa historia estaban ahí.
-Estas enterrando la historia… -murmuré. Cómo si sus mejores amigos hubieran muerto de verdad, como si realmente los hubiera conocido y nunca volvería a saber que fue de sus vidas.
-Sí- me respondió. –Aquellos dentro de las historias fueron los únicos amigos que conocí alguna vez… Lloraba sus muertes porque me dejaban solo. Pero ahora…ya no tengo que llorar -
Lo miré curiosa, sin entender muy bien ese último comentario. ¿Por qué ya no tendría una razón para llorar la muerte de aquellos amigos tan cercanos que nacen y mueren con cada libro?, ¿por qué no llorar esa amistad perdida que nunca volveríamos a tener? Al ver mi expresión tan confundida suspiró, se puso de pie y se acercó a mí.
-Porque te tengo a ti ahora- Me rodeo con sus brazos en unos segundos y me besó.
El resto ya es otra historia, una que nunca enterraremos en aquel cementerio clandestino donde un pobre solitario enterraba a los pocos amigos que tenía, que nacían y morían con un libro. 



 Cuento 2
El Despeñadero

En la penumbra apenas podías escuchar sus pasos tan ligeros que no resquebrajan las ramitas en el suelo. Sus manos temblorosas iban empuñadas en los bolsillos de su chaqueta mientras se acercaba con determinación a su destino final. Cada aliento se hacía notar con nubes blancas en aquella noche tan fría.
Iba camino al despeñadero y todos sabían porqué. Aunque nadie quiera admitirlo, todos sabían que era cuestión de tiempo antes que él decidiera hacerlo. Todos esperaban, casi con ansias, el día que anunciaran que alguien había caído del despeñadero. Me enferman, criaturas tan odiosas aquellos que vivían en el pueblo.
Años enteros de apodos odiosos, fuertes empujones y golpes bajos tienden a destruir tu autoestima. Muchos dirían que él se lo buscaba, pero muy dentro de ellos, saben que no fue así. A los que no pertenecían eran rechazados, golpeados sin misericordia, hasta que proclamaran rendirse ante todos y por un momento, sus torturadores, fueran glorificados por un par de minutos.
El pobre nunca conoció otra cosa, nunca tuvo amigos en aquella deplorable escuela, nunca hubo quien lo defendiera o le mostrara que las cosas no debían ser así. Quién sabe la diferencia que eso hubiera hecho.
Al no haber quien lo detuviera, caminaba con determinación hacia el despeñadero. Al no tener quien lo esperará en casa, no había culpa. Tenía la mandíbula cerrada con fuerza y el ceño fruncido. No había en quien pensar, no habría quien llorara su muerte. Todos lo odiaban, todos detestaban a aquel pobre niño que nunca encajo en ningún lugar.
El césped crujía bajo sus pies y pequeñas piedras rodaron colina abajo. Abajo, al fondo del despeñadero, las olas se estrellaban contra las rocas. El mar estaba embravecido y azotaba con fuerza. El gélido aire rozaba con fuerza su piel, calándole los huesos.
Bajó la mirada, la noche estaba oscura y la luna apenas iluminaba su entorno. Dio un paso más cerca hacia el borde y se detuvo. Iba a saltar.
-No lo hagas- le dijo una voz al oído.
Su corazón se detuvo. Volteó sobresaltado, con la mirada buscando a quien pudo haberle hablado. No había nadie ahí. Suspiró, estaba aterrado. La muerte no era algo sencillo de aceptar pero no podía pensar en otra solución. Su vida era miserable y a nadie en el pueblo parecía importarle su bienestar.
-Por favor, no lo hagas- le murmuraron nuevamente.
-¿Por qué no?- preguntó al aire.
-Porque me entristecería mucho- le respondieron. Miró para todos lados, no vió a nadie en la distancia. Estaba solo a la orilla del despeñadero listo para saltar. Esa tonta voz no iba a detenerlo… no importaba que tan triste se pusiera. Nadie estaba realmente triste, nadie lo quería, a nadie le importaría su muerte.
-Eso no es cierto… A mí sí me importaría- bufó la voz con firmeza. Sorprendido, el corazón se sobresaltó. Casi como si hubiera escuchado sus pensamientos esa voz le había respondido.
-Te conozco mejor que nadie… sé que realmente no quieres hacerlo. Piensas que no tienes a nadie pero me tienes a mí- le dijo la voz, con un tono más suave y cariñoso. Le acariciaba la piel como si fuera un abrazo. Sacudió la cabeza, eran mentiras.
-No te miento- exclamó la voz. –Estoy aquí por ti. Estoy aquí porque no quiero que mueras… las cosas mejorarán, lo prometo- le suplicaba la voz.
-¿Quién eres?- le demandó. –Si tanto dices que te importo, muéstrate-
Una joven de larga melena dorado, con una piel que emanaba un leve brillo  y unos ojos azulados apareció frente a él. Suspendida sobre el despeñadero, extendió sus esplendorosas alas. Era majestuosa. Con un nudo en la garganta, perdió la fuerza en las rodillas y cayó de golpe.
-Soy tu ángel de la guarda…- le respondió finalmente, aterrizando con suavidad en el suelo.
-Siempre he estado aquí para ti, aunque tú no lo creas- le respondió, arrodillándose junto a él.
El ceño fruncido le mostró su ira comprimida. Estaba encolerizado, un ángel de la guardia, que ironía. Él que nunca se sintió cuidado, que siempre estuvo solo, resultó teniendo un ángel de la guarda. Mascullando entre dientes su disgusto se puso de pie y empujó al ángel.
-¿Dónde estabas cuando te necesité? Te haces llamar ángel de la guarda, ¡pero nunca estuviste ahí! ¡Nunca me cuidaste!- le grito encolerizado.
-Claro que sí estuve ahí… Estuve ahí con cada apodo tan hiriente, con cada golpe y cada patada. Estuve ahí contigo- le dijo, acercándose para tocarle el hombro. –Sé que no lo entiendes pero era necesario… tienes que ser fuerte- le explicó.
Con un manotazo alejó la mano del ángel de su cuerpo y se acercó aún más al borde del despeñadero. Iba a saltar, y un tonto ángel de la guarda que nunca lo cuidó no iba a detenerlo.
-Si saltas nunca tendrás lo que más deseas… - le dijo. Se detuvó.
-¿A qué te refieres?-
-Aquello que tanto anhela tu corazón, nunca lo tendrás si saltas ahora. Nunca conoceras la vida que mereces, la vida que tendrás…. Si saltas no verás el reino de los cielos- le explicó.
-El cielo no es lo que anhelo- susurró para sí mismo.
-Lo sé… y ese deseo que vive fervientemente dentro de ti se cumplirá. Si no saltas, te prometo que no volverás a sentir aquel dolor que soportaste tanto tiempo- le dijo.
Una oferta tentativa, pero… que garantías tenía de que fuera verdad. ¿Cómo podía saber que ella no le mentía?
-No saltes…- le suplicó nuevamente. –Dame la oportunidad de mostrarte que las cosas cambiarán- le dijo.
-¿Cómo puedo confiar en ti?- bufó. –Si realmente fueras mi ángel de la guarda, hubieras evitado que ellos me hirieran como lo hicieron… No querría saltar si hubieras hecho tu trabajo-
Entonces el ángel se acercó a zancadas, le tomó la mano con brusquedad y depositó en ella un objeto pequeño y delicado. Abrió la mano, y ahí estaba un relicario. Un relicario que él reconocía perfectamente.
-Esto… esto era de mi madre- susurró casi inaudiblemente.
Un relicario con la fotografía de la familia tan feliz que solía tener antes de la muerte de la única persona a quién realmente le importó. Le faltaban varios dientes en aquella fotografía, pero su sonrisa no era menos brillante por eso. Es más, las sonrisas de sus padres eran todavía más deslumbrantes. Eran sonrisas que no había visto en mucho tiempo.
-Dijiste que este relicario era lo único que quedaba de tu madre… dijiste que ojala pudieras guardarlo en el mejor lugar del mundo, donde nunca se pudiera perder. Que el amor de tu madre dentro del relicario te protegería de todo mal y ella estaría tranquila de que nada malo te pasaría- le explicó.
-Yo guardé este relicario… Te cuidé, estuve contigo cada momento de cada día de tu vida-
Fue entonces que realmente creyó en sus palabras. El relicario lo demostraba todo, ese ángel sí era su ángel de la guarda. Levantó la mirada y la observó fijamente.
-Gracias…- le murmuró. Dio tres pasos hacia atrás, se dio la vuelta y regreso a casa esa noche.
Los días parecieron continuar de la misma manera, pero lentamente las cosas fueron cambiando. Los apodos, los golpes y patadas no cesaron. Pero su espíritu ya no se resquebrajó tan fácilmente como antes.
A las pocas semanas, llegó un visitante inesperado al pueblo. Una nueva familia se mudó, una joven hermosa era la hija mayor. Ella observó una de las palizas diarias que él recibía y ella no se quedó callada. Habló, lo protegió como si hubiera sido su hermana pequeña.
Su vida dio un giro. Con el tiempo se volvieron inseparables, recorrieron el mundo y fueron a la Universidad. Su vida cambió, para mejor, y nunca se vió una sonrisa más feliz que la que él tenía el día de su boda.
El ángel de la guarda tenía razón, siempre estuvo ahí para él… incluso en sus momentos más oscuros estuvo ahí para darle esperanzas de un mejor mañana, que sí llegó justo cuando más lo necesitaba.



2 comentarios:

JuLio Urízar dijo...

Como te dije en el otro comentario sobre el "Primer día de su vida" eres una buena narradora y escribis historias con mucha fluídes. El tema de la amistad se repite en estos cuentos y veo que es algo que en este momento está influyendo mucho en tí, lo cual es fantástico. El cementerio clandestino como un cementerio de libros es demasiado original, y bueno, el final es muy conmovedor. El cuento de Despeñadero y el Angel Guardian... mmmm.... tengo que decir que se me hizo muy melodramático y bueno, el ángel y todo ello, hubiese preferido que en verdad se tirara al vacío, jaja. Pero bueno, esto no fue para nada crítico así que ignórame.
Sigue escribiendo

Miranda Navas dijo...

Gracias por ambos comentarios, lo agradezco mucho. Me mencionaste a una escritora antes, lo creas o no, no la había escuchado nunca. Creo que me avocaré con Google a conocerla. ¡Sabes! En realidad tengo otra versión del cuento donde él sí termina tirándose al vacío pero me sonaba más melodramático que se tirará por un precipicio. Siento que siempre termino matando a alguien en los cuentos que he escrito que más me han gustado.
Gracias por el comentario de la moraleja, aunque en realidad esa fue mi intención. Lo escribí ya hace tiempo para un concurso del colegio y una condición era dejar una moraleja. Estoy de acuerdo contigo, no siempre es bueno escuchar el sermón al final del cuento. Gracias por eso.