Por Miranda Navas
Cuento 1
Cementerio Clandestino
Lo conozco desde hace años. Es reservado,
siempre está perdido en pensamientos y fantasías de su cabeza con la nariz
sumergida entre las páginas de un libro, sin levantar la vista nunca. Su
desarreglada melena negra oculta sus ojos, y nunca puedo decir con seguridad de
que color son. Años de saber su nombre pero sin saber de qué color son sus
ojos.
Siempre se sienta en el mismo lugar a la hora
de almuerzo, posado sobre una rama en aquel gigante árbol en medio del patio de
la escuela. Le gustan las alturas, no les tiene miedo.
Es incomprendido, nunca sé en qué piensa ni
por qué hace lo que hace. Es un joven extraño que todos evitan lo más que
pueden. Quién no lo haría, sus comentarios son extraños y sus bromas no siempre
tienen sentido. Pienso que mucho de eso tiene que ver con todo lo que lee, esos
libros que pasan semanas en sus manos. Una vez escuché una broma de la cuál
solo él y yo nos reímos.
Un chico de mi clase de Biología lo estaba
fastidiando y riendo, le comentó que al Lobo nunca le iba bien. Nadie lo
entendió, nadie se rió. Nadie excepto yo, y sigo sin comprender porque me causo
tanta gracia un comentario acerca del Lobo Feroz en la Caperucita Roja.
Esa fue la primera vez que me miró, volteó la
mirada y por unos segundos me miró anonadado. Creo que no estaba acostumbrado a
que las personas entendieran sus bromas. Pero incluso así no sabía de qué color
eran sus ojos.
Iba caminando a casa ese día y lo vi caminando
en dirección contraria. Nuestro encuentro era eminente, así que bajé la mirada.
Su brazo rosó el mío y seguimos nuestros caminos. No había necesidad de
saludar, de preguntar cómo estuvo nuestro día, a fin de cuentas, no éramos
amigos. Extrañamente esa declaración me hizo un nudo en la garganta.
Los días pasaron, su nariz seguía enterrada en
un libro de cubierta verde. Seguía sentado en la copa del árbol y el mundo
parecía importarle poco. Un día pase justo debajo de él, camino a buscar a mis
amigos. Subí la mirada unos segundos y lo ví reír.
Era una risa tan extraña, tan jovial y risueña
que no encajaba con aquel sombrío y misterioso personaje que pensaba que era.
Era la risa de una persona muy diferente, de una persona feliz que tenía mil
amigos. Esa risa resonó en mi cabeza todo el día, me desconcentraba y todo
aquello que me decían pasaba por oídos sordos. Esa risa se había vuelto un
misterio a descubrir.
Al día siguiente, al salir de la escuela, pasé
por una librería. Compré un libro de cubierta verde y empecé a leer. Algo entre
páginas llenas de letras de ese libro causó aquella risa tan extraña en él. Me
perdí en la historia. Las páginas volaban entre mis dedos y las hermosas
palabras del autor me cautivaron. Demasiadas emociones, demasiados pensamientos
que quería compartir con alguien.
Nadie había leído antes ese libro, a nadie le
importaba mi opinión acerca de este. Los días pasaron y mi corazón se retorcía,
quería decirle a alguien, contarles acerca de la maravillosa historia que había
leído.
Me levanté de golpe y caminé hacia el árbol.
Levanté la mirada y grité.
-¿Qué piensas de la página 264?-
Las mil emociones que pasaron por mi mente
cuando leí esa parte de la historia se reflejaron en su rostro. Volteo a verme
y fue la primera vez que supe de qué color eran sus ojos. Un azulado, tan claro
como el cielo, tan profundos como el mar.
-¿Qué dijiste?- preguntó. Exasperada le respondí, él sabía muy bien a
que me refería.
-La página 264, ¿qué opinas de ella?- le grité
con más fuerza. La sonrisa que se dibujo en su rostro me dejo muda, una sonrisa
tan deslumbrante que le ilumino todo el rostro.
Fue la primera vez que discutimos un libro, la
primera vez que hablamos el uno con el otro realmente. Me invitó a subirme a la
copa del árbol con él, y fueron horas de horas hablando. Nos olvidamos de las
clases, nos olvidamos de ir a comer a la hora del almuerzo y casi olvidamos
regresar a casa antes de la cena.
Los personajes parecían ser nuestros mejores
amigos, podíamos sentir lo que ellos sintieron como si nos hubiera pasado a
nosotros. Al terminar la historia era como si una parte de nosotros hubiera
muerto junto con ella, como si nunca volveríamos a verlos.
Pasaron los días y las semanas, nuevos libros
vinieron y enterramos nuestras narices en ellos. El dejo de ser un solitario y
mis amigos pasaron a ser historia, no comprendían aquel sentimiento tan
abrumador que tenía al leer un libro junto a él. Pensaron que estaba loca.
Con el tiempo, lloré. Perder amigos nuevos
cada vez que terminaba un libro dolía, como si de verdad hubieran muerto.
-Ven, te enseñaré algo- me dijo una vez.
Caminamos por un sendero oculto detrás de su
casa, entre arbustos que rozaban mis piernas y sobre raíces enmarañadas.
Caminamos por mucho tiempo hasta que al llegar a un claro me di cuenta de que
lo que había ahí.
El suelo había sido escarbado varias veces,
pequeños cuadros que en el centro tenían clavada una estaca. Cruces blancas en
cada espacio, con un nombre y una fecha cada una. Pequeñas tumbas desperdigadas
por ese claro en medio del bosque.
-¿Qué es esto?- pregunté atemorizada, temiendo
que el misterio detrás de ese joven fuera uno mucho más tenebroso de lo que
podía imaginarme.
-Es un cementerio clandestino- explicó con una
suave sonrisa en sus labios, como si estuviera recordando con cariño a aquellos
enterrados en esas tan diminutas tumbas.
Lo miré desconcertada y las manos empezaron a
temblarme. Me sonrió nuevamente, sacó de
su mochila una pequeña caja de zapatos y dio un paso hacia las pequeñas tumbas.
Ahí en una esquina había un hoyo listo, justo donde cabía la caja de zapatos.
-Muchas veces siento que son mis amigos los
que pierdo… cuando termino de leer un libro. Cómo si hubieran muerto y nunca
volveré a saber qué fue de ellos- me confesó y entonces abrió la caja de
zapatos.
En la caja había muchas cosas, cosas que
parecían extrañamente familiares. Fue entonces que todo encajó, la historia que
habíamos leído, la cubierta verde estaba dentro de esa caja. Cosas que formaban
parte de esa historia estaban ahí.
-Estas enterrando la historia… -murmuré. Cómo
si sus mejores amigos hubieran muerto de verdad, como si realmente los hubiera
conocido y nunca volvería a saber que fue de sus vidas.
-Sí- me respondió. –Aquellos dentro de las
historias fueron los únicos amigos que conocí alguna vez… Lloraba sus muertes
porque me dejaban solo. Pero ahora…ya no tengo que llorar -
Lo miré curiosa, sin entender muy bien ese
último comentario. ¿Por qué ya no tendría una razón para llorar la muerte de
aquellos amigos tan cercanos que nacen y mueren con cada libro?, ¿por qué no
llorar esa amistad perdida que nunca volveríamos a tener? Al ver mi expresión
tan confundida suspiró, se puso de pie y se acercó a mí.
-Porque te tengo a ti ahora- Me rodeo con sus
brazos en unos segundos y me besó.
El resto ya es otra historia, una que nunca
enterraremos en aquel cementerio clandestino donde un pobre solitario enterraba
a los pocos amigos que tenía, que nacían y morían con un libro.
Cuento 2
El Despeñadero
En la penumbra apenas podías escuchar sus
pasos tan ligeros que no resquebrajan las ramitas en el suelo. Sus manos
temblorosas iban empuñadas en los bolsillos de su chaqueta mientras se acercaba
con determinación a su destino final. Cada aliento se hacía notar con nubes
blancas en aquella noche tan fría.
Iba camino al despeñadero y todos sabían
porqué. Aunque nadie quiera admitirlo, todos sabían que era cuestión de tiempo
antes que él decidiera hacerlo. Todos esperaban, casi con ansias, el día que
anunciaran que alguien había caído del despeñadero. Me enferman, criaturas tan
odiosas aquellos que vivían en el pueblo.
Años enteros de apodos odiosos, fuertes
empujones y golpes bajos tienden a destruir tu autoestima. Muchos dirían que él
se lo buscaba, pero muy dentro de ellos, saben que no fue así. A los que no
pertenecían eran rechazados, golpeados sin misericordia, hasta que proclamaran
rendirse ante todos y por un momento, sus torturadores, fueran glorificados por
un par de minutos.
El pobre nunca conoció otra cosa, nunca tuvo
amigos en aquella deplorable escuela, nunca hubo quien lo defendiera o le
mostrara que las cosas no debían ser así. Quién sabe la diferencia que eso
hubiera hecho.
Al no haber quien lo detuviera, caminaba con
determinación hacia el despeñadero. Al no tener quien lo esperará en casa, no
había culpa. Tenía la mandíbula cerrada con fuerza y el ceño fruncido. No había
en quien pensar, no habría quien llorara su muerte. Todos lo odiaban, todos
detestaban a aquel pobre niño que nunca encajo en ningún lugar.
El césped crujía bajo sus pies y pequeñas
piedras rodaron colina abajo. Abajo, al fondo del despeñadero, las olas se
estrellaban contra las rocas. El mar estaba embravecido y azotaba con fuerza.
El gélido aire rozaba con fuerza su piel, calándole los huesos.
Bajó la mirada, la noche estaba oscura y la
luna apenas iluminaba su entorno. Dio un paso más cerca hacia el borde y se
detuvo. Iba a saltar.
-No lo hagas- le dijo una voz al oído.
Su corazón se detuvo. Volteó sobresaltado, con
la mirada buscando a quien pudo haberle hablado. No había nadie ahí. Suspiró,
estaba aterrado. La muerte no era algo sencillo de aceptar pero no podía pensar
en otra solución. Su vida era miserable y a nadie en el pueblo parecía
importarle su bienestar.
-Por favor, no lo hagas- le murmuraron
nuevamente.
-¿Por qué no?- preguntó al aire.
-Porque me entristecería mucho- le
respondieron. Miró para todos lados, no vió a nadie en la distancia. Estaba
solo a la orilla del despeñadero listo para saltar. Esa tonta voz no iba a
detenerlo… no importaba que tan triste se pusiera. Nadie estaba realmente
triste, nadie lo quería, a nadie le importaría su muerte.
-Eso no es cierto… A mí sí me importaría- bufó
la voz con firmeza. Sorprendido, el corazón se sobresaltó. Casi como si hubiera
escuchado sus pensamientos esa voz le había respondido.
-Te conozco mejor que nadie… sé que realmente
no quieres hacerlo. Piensas que no tienes a nadie pero me tienes a mí- le dijo
la voz, con un tono más suave y cariñoso. Le acariciaba la piel como si fuera
un abrazo. Sacudió la cabeza, eran mentiras.
-No te miento- exclamó la voz. –Estoy aquí por
ti. Estoy aquí porque no quiero que mueras… las cosas mejorarán, lo prometo- le
suplicaba la voz.
-¿Quién eres?- le demandó. –Si tanto dices que
te importo, muéstrate-
Una joven de larga melena dorado, con una piel
que emanaba un leve brillo y unos ojos
azulados apareció frente a él. Suspendida sobre el despeñadero, extendió sus
esplendorosas alas. Era majestuosa. Con un nudo en la garganta, perdió la
fuerza en las rodillas y cayó de golpe.
-Soy tu ángel de la guarda…- le respondió
finalmente, aterrizando con suavidad en el suelo.
-Siempre he estado aquí para ti, aunque tú no
lo creas- le respondió, arrodillándose junto a él.
El ceño fruncido le mostró su ira comprimida.
Estaba encolerizado, un ángel de la guardia, que ironía. Él que nunca se sintió
cuidado, que siempre estuvo solo, resultó teniendo un ángel de la guarda.
Mascullando entre dientes su disgusto se puso de pie y empujó al ángel.
-¿Dónde estabas cuando te necesité? Te haces
llamar ángel de la guarda, ¡pero nunca estuviste ahí! ¡Nunca me cuidaste!- le
grito encolerizado.
-Claro que sí estuve ahí… Estuve ahí con cada
apodo tan hiriente, con cada golpe y cada patada. Estuve ahí contigo- le dijo,
acercándose para tocarle el hombro. –Sé que no lo entiendes pero era necesario…
tienes que ser fuerte- le explicó.
Con un manotazo alejó la mano del ángel de su
cuerpo y se acercó aún más al borde del despeñadero. Iba a saltar, y un tonto
ángel de la guarda que nunca lo cuidó no iba a detenerlo.
-Si saltas nunca tendrás lo que más deseas… -
le dijo. Se detuvó.
-¿A qué te refieres?-
-Aquello que tanto anhela tu corazón, nunca lo
tendrás si saltas ahora. Nunca conoceras la vida que mereces, la vida que
tendrás…. Si saltas no verás el reino de los cielos- le explicó.
-El cielo no es lo que anhelo- susurró para sí
mismo.
-Lo sé… y ese deseo que vive fervientemente
dentro de ti se cumplirá. Si no saltas, te prometo que no volverás a sentir
aquel dolor que soportaste tanto tiempo- le dijo.
Una oferta tentativa, pero… que garantías
tenía de que fuera verdad. ¿Cómo podía saber que ella no le mentía?
-No saltes…- le suplicó nuevamente. –Dame la
oportunidad de mostrarte que las cosas cambiarán- le dijo.
-¿Cómo puedo confiar en ti?- bufó. –Si
realmente fueras mi ángel de la guarda, hubieras evitado que ellos me hirieran
como lo hicieron… No querría saltar si hubieras hecho tu trabajo-
Entonces el ángel se acercó a zancadas, le tomó
la mano con brusquedad y depositó en ella un objeto pequeño y delicado. Abrió
la mano, y ahí estaba un relicario. Un relicario que él reconocía
perfectamente.
-Esto… esto era de mi madre- susurró casi
inaudiblemente.
Un relicario con la fotografía de la familia
tan feliz que solía tener antes de la muerte de la única persona a quién
realmente le importó. Le faltaban varios dientes en aquella fotografía, pero su
sonrisa no era menos brillante por eso. Es más, las sonrisas de sus padres eran
todavía más deslumbrantes. Eran sonrisas que no había visto en mucho tiempo.
-Dijiste que este relicario era lo único que
quedaba de tu madre… dijiste que ojala pudieras guardarlo en el mejor lugar del
mundo, donde nunca se pudiera perder. Que el amor de tu madre dentro del
relicario te protegería de todo mal y ella estaría tranquila de que nada malo
te pasaría- le explicó.
-Yo guardé este relicario… Te cuidé, estuve
contigo cada momento de cada día de tu vida-
Fue entonces que realmente creyó en sus
palabras. El relicario lo demostraba todo, ese ángel sí era su ángel de la
guarda. Levantó la mirada y la observó fijamente.
-Gracias…- le murmuró. Dio tres pasos hacia
atrás, se dio la vuelta y regreso a casa esa noche.
Los días parecieron continuar de la misma
manera, pero lentamente las cosas fueron cambiando. Los apodos, los golpes y
patadas no cesaron. Pero su espíritu ya no se resquebrajó tan fácilmente como
antes.
A las pocas semanas, llegó un visitante
inesperado al pueblo. Una nueva familia se mudó, una joven hermosa era la hija
mayor. Ella observó una de las palizas diarias que él recibía y ella no se
quedó callada. Habló, lo protegió como si hubiera sido su hermana pequeña.
Su vida dio un giro. Con el tiempo se
volvieron inseparables, recorrieron el mundo y fueron a la Universidad. Su vida
cambió, para mejor, y nunca se vió una sonrisa más feliz que la que él tenía el
día de su boda.
El ángel de la guarda tenía razón, siempre
estuvo ahí para él… incluso en sus momentos más oscuros estuvo ahí para darle
esperanzas de un mejor mañana, que sí llegó justo cuando más lo necesitaba.
2 comentarios:
Como te dije en el otro comentario sobre el "Primer día de su vida" eres una buena narradora y escribis historias con mucha fluídes. El tema de la amistad se repite en estos cuentos y veo que es algo que en este momento está influyendo mucho en tí, lo cual es fantástico. El cementerio clandestino como un cementerio de libros es demasiado original, y bueno, el final es muy conmovedor. El cuento de Despeñadero y el Angel Guardian... mmmm.... tengo que decir que se me hizo muy melodramático y bueno, el ángel y todo ello, hubiese preferido que en verdad se tirara al vacío, jaja. Pero bueno, esto no fue para nada crítico así que ignórame.
Sigue escribiendo
Gracias por ambos comentarios, lo agradezco mucho. Me mencionaste a una escritora antes, lo creas o no, no la había escuchado nunca. Creo que me avocaré con Google a conocerla. ¡Sabes! En realidad tengo otra versión del cuento donde él sí termina tirándose al vacío pero me sonaba más melodramático que se tirará por un precipicio. Siento que siempre termino matando a alguien en los cuentos que he escrito que más me han gustado.
Gracias por el comentario de la moraleja, aunque en realidad esa fue mi intención. Lo escribí ya hace tiempo para un concurso del colegio y una condición era dejar una moraleja. Estoy de acuerdo contigo, no siempre es bueno escuchar el sermón al final del cuento. Gracias por eso.
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