10 febrero 2012

Alexander sin dientes


Por Julio Urízar


Al despertar, a orillas de la acera, Amapola divisó un objeto brillante cerca de donde el último autobús de la jornada pintaba de negro el andén. Confundida, despegó la cabeza del cemento y caminó hasta el destello que reflejaba la luz de las lámparas. Era un diente, una muela con la corona plateada. Más allá había otro resplandor, y si se fijaba bien, más allá le esperaba otro. Sonrió. Los había encontrado. El tío Alexander podría volver a cantar.
            El día de su llegada Amapola había brincado de gozo al escuchar que se quedaría unos meses en casa. Se miraba algo cansado, vida de artista, y aunque a sus padres no les gustaba mucho la idea, cosa que no entendía si Alexander era el mejor tío de todos, la pequeña tuvo claro que aquellos días serían los más felices de su vida. Todas las tardes ponía sus discos y se enredaba con su voz, ya fuera jugando con Antonia o cuando simplemente estaba aburrida. Bajaba la aguja y rápido en sus huesos la voz de Alexander, su tío, su tío Alexander, la embriagaba y la ponía a bailar. Pensar que lo tendría en casa le emocionaba. Ya no tendría por qué ir a la sala a encender el gramófono, sólo correría hacia él y le pediría una canción, quizás Llévame contigo o Amapola, la que le dedicó cuando era pequeña.
            -Esa la escribí para ti apenas me enteré de tu nacimiento, andaba muy lejos –le contó aquella vez, y en seguida comenzó a recitar-: Ama, niña, mi alegría vino contigo…
            “Caminaba en el campo y te encontré solita…” Recordó Amapola, recogiendo un cuarto diente cerca del tragante de la esquina. Una pareja pasó a su lado sin prestarle atención, ¿cuántos eran?
            -Treinta y dos, mi niña, treinta y dos –le dijo ese día que entró al baño por accidente. Él se los colocaba como si estuviese devorando el exoesqueleto de un cangrejo de marfil. Asustada, Amapola creyó después haber visto el crustáceo en las portadas de todos sus discos, donde Alexander, el sol de los valles, ostentaba la famosa sonrisa en el centro de su rostro de bolero-, es mi secreto, Ama. Por eso, cuando tu madre te diga que te laves los dientes, hazle caso. En mis tiempos no había cepillos ni dentistas, no en este pueblito.
-¿Se te picaron?
-No, nena –sonrió enigmático-, Se me cayeron por cantar tanto, eso pasa. Pero de todos modos uno tiene que cuidarlos.
            -¿Y dónde conseguiste los que tienes ahora?
-Cuando se me terminaron de caer, los llevé a un amigo y él los fundió para hacerme esta sonrisa. Me gusta más así, es más fácil limpiarla. Pero no se lo digas a nadie ¿Está bien?
Y luego comenzó a afeitarse. Recostada contra la puerta del baño, Amapola se le quedó viendo como si tratara de reconocerlo. En las portadas de los discos su rostro brillaba como si estuviera en la playa.
-Es que era más joven.
-¿Y uno no se puede quedar así?
-No.
-¿Y por qué?
-Por que el tiempo pasa, Ama. Uno se pone viejo.
-Pero yo no dije que estés viejo, tío.
-¿Entonces?
Por un momento Amapola perdió el rastro hasta que los faros de un auto que pasó silencioso hicieron centellar al siguiente, justo en el centro de la calle. Estaba tan contenta. Confiaba en encontrar con la dentadura completa. ¿Cuántos quedaban? Ya sabía restar, llevaba siete, hizo cuentas, veintiocho, veintiséis ¡Veinticinco! Sólo faltaban veinticinco.
Quizás era eso lo que lo tenía tan triste, tal vez sospechaba que se le iban a caer otra vez y por eso prefería no cantar mucho, como que estaba esperando que se le volvieran a fortalecer. Esa vez en la mesa, cuando su padre le pidió las verdaderas razones de su aparición, había dicho que estaba un poco cansado y que esos meses habían sido inagotables.
-Los conciertos, de aquí para allá, de allá para acá, ya sabes cómo es esto, Aurelio, con papá y todo eso. Estoy molido, quiero relajarme.
Pero Amapola había descubierto la verdad: un buen cantante debía cuidar sus dientes. Sospechó que a todos los artistas les debía pasar lo mismo. Cuando crezca, yo también voy a tener que desaparecerme de vez en cuando para que se me recuperen. Puede que al abuelo, que también había sido un cantante renombrado, no tanto como el tío Alexander, pero si conocido en el pueblo, le haya pasado lo mismo. Antes de irse de viaje, hacía ya varios años, Amapola recordó haberle visto la boca obscura, como el desagüe de la bañera. Cuando vuelva, imaginó, juntos, los tres, grabarían un disco, aunque a su padre no le agrade y diga todo el tiempo que la música no es un modo de vida aceptable.
Pero en ese momento Amapola no acariciaba la verdad de su tío. Una tarde llegó a hundirse en llanto porque él ya no quería cantar nada. Se encerraba en su habitación y a veces no llegaba ni a cenar. La niña veía que cada día, en lugar de reponer fuerzas, se le notaba más cansado y triste, como si se hubiese perdido en el camino del cuarto al sanitario, como si ya no supiera en dónde estaba. Su mirada era lo único que no había cambiado, aunque los ojos los tenía un poco más grandes.
Allí había otro, doblando la esquina con dirección a la iglesia, lo recogió.
-Ya no le insista, nena, cuando menos se lo espere se va a poner a cantar con usted –le había dicho Antonia mientras la peinaba ante el espejo del corredor, le puso un geranio sobre la oreja.
Pero no quería aceptarlo. Llegó a parecerle egoísta. En sus conciertos subía muchachas al escenario, les dejaba tomar el micrófono y las abrazaba con ternura. ¿Por qué no podía hacer eso con su sobrina? Se vio obligada a utilizar de nuevo el gramófono. Aunque la voz que salía del amplificador le pareció entonces falsa y lejana, era lo único que le quedaba de él. Labios amargos que olvidaron mi nombre.
Labios que hieren mi… Trece, catorce, quince. Piel… El rastro ebúrneo se perdía en la calle del convento. Amapola reunió todo su valor y fue tras él.  
 Apenas salía ya de la habitación, lo veía durante el almuerzo, parecía que le habían arrancado la lengua. Supuso que quizás, para entonces, se le estaban deshaciendo más y le daba vergüenza admitirlo. Cuando sorbía el caldo de la cuchara hacía unos ruidos de viejito, como el abuelo, antes de que se fuera de viaje. Y la boca se escondía por debajo de un garabato de bigotes. Ya no se rasuraba. A mamá eso le desagradó. Cuando ya no llegó y Antonia tuvo que llevarle la comida a la puerta del cuarto estuvo que ya no podía más.
-Debieron echarlo, un escándalo, se metió con una prohibida, una borrachera, de esas cosas que suele hacer.
-No hables así con la nena enfrente, Amelia.
-Se tiene que ir, Aurelio ¡O si no lo saco yo!
No podía irse. Tenía que recuperarse. Mamá era una desconsiderada. Varias veces Amapola quiso ir a verlo pero él no acudía a abrir la puerta.
-Déjelo, nena –y Antonia se la llevaba al mercado a hacer las compras. Ese fue el día en que supo en dónde vivía el amigo del tío Alexander. En la pared del consultorio habían dibujado unos dientes en forma de cangrejo. Antonia le explicó, mientras pasaban, que aquella era la clínica de un dentista.
-¿Él hace dientes?
-No, pero sí los cura. Aunque si uno ya no tiene, se pueden mandar a hacer postizos.
Esa noche, antes de irse a acostar, Amapola pasó ante la puerta verde, inamovible como el susurro que dejó colgado en ella:
-Ya sé donde vive el dentista, tío, cuando vaya otra vez con la Antonia te voy a comprar unos dientes nuevos.           
 La penumbra espesó bajo los aleros del colegio católico. Tuvo que rastrear bien cada centímetro ante ella. Un colmillo yacía escondido entre las piedras de río que le parecieron dientes enormes y grises. Sus padres debían estar preocupados pero aquello era más importante. Siguió caminando, recordando la puerta abriéndose súbitamente, Chiquita flor de Amapola, viniste solita, la canción y papá emergieron de las sombras y su voz de ¿Ama, qué haces aquí? enredado con la del tío que desde adentro sopló contra su rostro como un humo asfixiante:
¡Que vengo de lejos, cansado y sediento, mi vida la salvas en tu florecer!
Entre las sombras, recostado en la cama, Amapola pudo verle la cara antes de que su padre cerrara la puerta. La barba se extendía espesa sobre sus mejillas, dejando a la vista unos labios violeta, mal coloreados, desmoronándose sin poder ocultar más la verdad de que se le estaban cayendo, de que los estaba perdiendo junto a la posibilidad de poder cantar una vez más. Aquellas eran sus últimos versos y tal certeza había pintado sus ojos de sangre. Sobre la mesa se había regado harina, o quizás era talco. Amapola observó algunas botellas y varias colillas de cigarro que esparcían el suelo junto algunas pastillas.
-¿Qué tiene el tío, papá?
 -Está enfermo –y la llevó a su cuarto, la recostó él mismo-, mañana estará mejor, duérmete.
Pero Amapola no pudo dormir. Tuvo frío, temblaba en sus sábanas como el anciano entre las cajas de cartón que yacía por debajo del portal del mercado. Ver en aquel estado al tío… El diente descansaba a los pies del indigente, tuvo la impresión de que era el mismo tío Alexander, con esa boca de desagüe, espumosa… y cómo él ya no se daba cuenta de su presencia. Su mirada, como herida abierta, ardiendo en rescoldos… Amapola lo recogió y se apresuró en continuar su camino, no podía permitir que terminara así. Pronto, tío, se decía, pronto tendrás una sonrisa nueva. 
Con inusitada alegría Antonia la despertó esa mañana. Amapola tuvo miedo mientras la vestía y empacaba en el baúl sus mejores vestidos. Le limpió la cara con un paño húmedo y la peinó tan rápido que las lastimó varias veces.
-Vino mi hermana, hoy comienza la molienda. ¡Qué alegre!
-No quiero ir.
-¿Cómo? Si a usted le gusta tanto que nos vayamos para allá. Se bañará en el río, comerá melcocha, jugará con los hijos de mi hermano el Sebastián. ¡Mamá va estar re contenta de verla!     
-El tío está enfermo. Se le pudrieron todos, nana.
Sus razones fueron ignoradas. Tu tío se encuentra mejor. Y como quiso asegurarse, su madre le dijo que no estaba, que se acaba de ir con el doctor, que no intentara ir a su cuarto, pues de todos modos no lo iba a encontrar.
-Cuando regreses estará como nuevo.
 Y Antonia se la llevó apresurada. La casa, lo recordaba bien, olía a cementerio, justo como el aroma que la avasalló bajo el arco de piedra que le daba la bienvenida al camposanto. Una muela le esperaba allí.
No fue tan dulce como años anteriores su estadía en el trapiche. El calor cocinaba hasta en las sombras y Antonia se dedicó a atormentarla con que hiciera algo. Pero ni los bueyes o las abejas, ni los cañaverales y los hijos del caporal tirando piedras en el río o pescando renacuajos llamaron su atención. Sólo pensaba en tío Alexander, en sus dientes, en su voz apagada para siempre si no hacía algo por rescatarlo. Cuando la molienda llegó a su fin y regresaron a casa, siete días después, supo que se había ido.
-Recibió varias llamadas. Tuvo que regresar a la ciudad.
-¿Y ya cantaba, mamá?
-Un poco… aún estaba recuperándose.   
Sólo pudo echarse a llorar pero le consoló la idea de que el tío Alexander estaba lo suficientemente curado para haber decidido marcharse. Tal vez pronto regresaría a los escenarios. No pudo asegurarse pues su madre había llevado la radio a componer, o eso le dijo cuando fue a buscarla a la salita.     
-Sin querer, cuando hice limpieza, se me cayó. Para mientras tendrás que conformarte con los discos.
Y Amapola obedecía, aunque a su padre ya no le agradara tanto escuchar la voz de su hermano. Comprendió que sería mejor ponerlos cuando él no estuviese en casa. Cuando todo estuviera en silencio, como aquel lugar de pequeñas casitas de piedra. Nunca había entendido para qué servían. Las lápidas y cruces se le antojaban como recuerdos caprichosos de la gente en un gran jardín de todos, donde a su madre le gustaba llevar flores de vez en cuando. Los dientes fueron apareciendo, brillantes, por entre las callecitas. Un poco más y los completaba. Se pondría tan contento.
Su habitación estaba prohibida. Antonia la custodiaba desde la cocina para que no se acercara. Sin embargo, esa noche, en el regreso del tío Alexander, Amapola no tuvo ningún impedimento. Su canción rezumaba de las paredes, apenas audible, apenas entendible, pero descendía hasta su almohada como un aullido derritiéndose ante el sol: ¡En tu florecer! Amapola bendita, Amapola de mi corazón.
Vestido de azul el silencio caminaba por el corredor. Nadie se había dado cuenta todavía; pensó en ir a darles la buena noticia a sus padres pero decidió abstenerse, tal vez la regañarían por estar tan tarde fuera de la cama. Corrió hasta la puerta verde, la empujó suavemente y se adentró en las sombras colmadas de estrofas retorcidas. Allí estaba, sentado en la orilla de la cama, fumando un cigarro con sus labios morados. Soltó una carcajada al verla ante él pero en seguida bajó la mirada, avergonzado, sin poder articular palabras. Los había perdido definitivamente. Amapola quiso interpretar sus balbuceos.
-No te preocupes, tío. Ya sé dónde hacen dientes. Mañana mismo iré solita. Lo importante es que ya estás aquí.         
            Con una caricia, tío Alexander agradeció el gesto de su sobrina y dando una señal mientras besaba su mano le ordenó que se fuera a dormir, pues él también deseaba cerrar los ojos y descansar. Tenía frío.  
            Treinta y uno. Ante ella había un hermoso jardín, una tumba cubierta de alcatraces y rosas. Las flores de San Francisco alfombraban junto a ramos y coronas de crisantemos el perímetro de aquel singular recuerdo del tío Alexander. En una de ellas estaba su foto, el rostro de verano, la sonrisa ante el micrófono de plata, los dientes perfectos. Ella la tenía ahora en sus manos e iba a devolvérsela. Allí, sobre la piedra limpia estaba el número treinta y dos.
            Al amanecer quiso esperar que sus padres o Antonia le dieran la noticia, fingir que no sabía que él había regresado. Pero ninguno mencionó el nombre del tío Alexander.
            -¿Todavía no lo saben? –les preguntó durante el desayuno.
            -¿Qué cosa?
            -¡El tío volvió!
            Su padre se echó a reír y su madre parecía no comprender lo que había dicho.
          -¡Volvió! –repitió, pero supo que no iban a creerle tan fácilmente. Él estaba allí. Iba a demostrárselos. Se levantó de su silla y corrió hacia la puerta verde. Estaba cerrada.
Su madre se acercó.      
-Tal vez…  salió a dar una vuelta, Ama. A veces le gusta levantarse temprano.
            -Amelia –refunfuñó su padre desde el comedor.
            -Tal vez sí, mamá.
            Y siguieron desayunando. Recordó que antes de marcharse papá le dijo a mama algo así como que algún día tendría que saber la verdad.
            ¿Qué verdad? Se preguntó Amapola ante las flores. Los tenía todos ahora. Era momento de volver a casa y entregárselos. Tal y como lo había dispuesto al salir en busca de ellos. Porque si él había salido a dar un paseo, a su regreso le aguardaría una sorpresa, qué mejor razón para darse prisa. Por eso Amapola había esperado a que mamá y Antonia se ocuparan en la cocina y emocionada, salió entonces por la puerta de atrás. Atravesó las calles, cruzó el mercado y el ayuntamiento, había guardado bien en la memoria la locación del consultorio del dentista. Finalmente este apareció ante ella con los dibujos del cangrejo de marfil. Dio un paso, dio dos y  antes de atravesar por completo la avenida, escuchó el grito y la bocina y el estruendo que todo lo obscureció.
Tal vez era mejor así, de otro modo no hubiera visto el primer diente a mitad de la calle, cuando todos ya se habían ido a dormir.     
            Pero ahora el tío Alexander regresaría a la música y silenciosa, como si también hubiese perdido la sonrisa, la casa la recibió con crujidos lejanos. Al pasar frente a su cuarto notó que también alguien le había hecho un obsequio de flores, de azucenas y rosas blancas. Pero antes de descubrir quien había sido tan amable, tenía que ir con su tío. La puerta verde estaba abierta. La empujó suavemente y se sumergió en las sombras donde él, recibiéndola con alegría, extendió las manos para que le depositara, uno a uno, cada uno de sus dientes, de sus dientes de cristal.
-Treinta y uno –contó Amapola-, y treinta y dos.
Él se los llevó a la boca. Su sonrisa fue más blanca que nunca. Luego la tomó en sus brazos, la sentó en sus piernas y entonó la canción más bella de todas. Aquella que no había sido escrita pero que sin saber cómo, Amapola ya se sabía. Su voz de unió a la del tío Alexander. Pensaba, llena de gozo, que podrían cantarla juntos por toda la eternidad.



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