Por Julio Urízar
Al
despertar, a orillas de la acera, Amapola divisó un objeto brillante cerca de
donde el último autobús de la jornada pintaba de negro el andén. Confundida, despegó
la cabeza del cemento y caminó hasta el destello que reflejaba la luz de las
lámparas. Era un diente, una muela con la corona plateada. Más allá había otro
resplandor, y si se fijaba bien, más allá le esperaba otro. Sonrió. Los había
encontrado. El tío Alexander podría volver a cantar.
El día de su llegada Amapola había
brincado de gozo al escuchar que se quedaría unos meses en casa. Se miraba algo
cansado, vida de artista, y aunque a sus padres no les gustaba mucho la idea,
cosa que no entendía si Alexander era el mejor tío de todos, la pequeña tuvo
claro que aquellos días serían los más felices de su vida. Todas las tardes
ponía sus discos y se enredaba con su voz, ya fuera jugando con Antonia o
cuando simplemente estaba aburrida. Bajaba la aguja y rápido en sus huesos la
voz de Alexander, su tío, su tío Alexander, la embriagaba y la ponía a bailar.
Pensar que lo tendría en casa le emocionaba. Ya no tendría por qué ir a la sala
a encender el gramófono, sólo correría hacia él y le pediría una canción,
quizás Llévame contigo o Amapola, la que le dedicó cuando era
pequeña.
-Esa la escribí para ti apenas me
enteré de tu nacimiento, andaba muy lejos –le contó aquella vez, y en seguida comenzó
a recitar-: Ama, niña, mi alegría vino
contigo…
“Caminaba
en el campo y te encontré solita…” Recordó
Amapola, recogiendo un cuarto diente cerca del tragante de la esquina. Una
pareja pasó a su lado sin prestarle atención, ¿cuántos eran?
-Treinta y dos, mi niña, treinta y
dos –le dijo ese día que entró al baño por accidente. Él se los colocaba como
si estuviese devorando el exoesqueleto de un cangrejo de marfil. Asustada,
Amapola creyó después haber visto el crustáceo en las portadas de todos sus discos,
donde Alexander, el sol de los valles, ostentaba la famosa sonrisa en el centro
de su rostro de bolero-, es mi secreto, Ama. Por eso, cuando tu madre te diga
que te laves los dientes, hazle caso. En mis tiempos no había cepillos ni
dentistas, no en este pueblito.
-¿Se te picaron?
-No, nena –sonrió enigmático-, Se me cayeron por cantar
tanto, eso pasa. Pero de todos modos uno tiene que cuidarlos.
-¿Y dónde conseguiste los que tienes
ahora?
-Cuando se me terminaron de caer, los llevé a un amigo y él
los fundió para hacerme esta sonrisa. Me gusta más así, es más fácil limpiarla.
Pero no se lo digas a nadie ¿Está bien?
Y luego comenzó a afeitarse. Recostada contra la puerta del
baño, Amapola se le quedó viendo como si tratara de reconocerlo. En las
portadas de los discos su rostro brillaba como si estuviera en la playa.
-Es que era más joven.
-¿Y uno no se puede quedar así?
-No.
-¿Y por qué?
-Por que el tiempo pasa, Ama. Uno se pone viejo.
-Pero yo no dije que estés viejo, tío.
-¿Entonces?
Por un momento Amapola perdió el rastro hasta que los faros
de un auto que pasó silencioso hicieron centellar al siguiente, justo en el
centro de la calle. Estaba tan contenta. Confiaba en encontrar con la dentadura
completa. ¿Cuántos quedaban? Ya sabía restar, llevaba siete, hizo cuentas,
veintiocho, veintiséis ¡Veinticinco! Sólo faltaban veinticinco.
Quizás era eso lo que lo tenía tan triste, tal vez
sospechaba que se le iban a caer otra vez y por eso prefería no cantar mucho,
como que estaba esperando que se le volvieran a fortalecer. Esa vez en la mesa,
cuando su padre le pidió las verdaderas razones de su aparición, había dicho
que estaba un poco cansado y que esos meses habían sido inagotables.
-Los conciertos, de aquí para allá, de allá para acá, ya
sabes cómo es esto, Aurelio, con papá y todo eso. Estoy molido, quiero
relajarme.
Pero Amapola había descubierto la verdad: un buen cantante
debía cuidar sus dientes. Sospechó que a todos los artistas les debía pasar lo
mismo. Cuando crezca, yo también voy a tener que desaparecerme de vez en cuando
para que se me recuperen. Puede que al abuelo, que también había sido un
cantante renombrado, no tanto como el tío Alexander, pero si conocido en el
pueblo, le haya pasado lo mismo. Antes de irse de viaje, hacía ya varios años,
Amapola recordó haberle visto la boca obscura, como el desagüe de la bañera. Cuando
vuelva, imaginó, juntos, los tres, grabarían un disco, aunque a su padre no le
agrade y diga todo el tiempo que la música no es un modo de vida aceptable.
Pero en ese momento Amapola no acariciaba la verdad de su
tío. Una tarde llegó a hundirse en llanto porque él ya no quería cantar nada.
Se encerraba en su habitación y a veces no llegaba ni a cenar. La niña veía que
cada día, en lugar de reponer fuerzas, se le notaba más cansado y triste, como
si se hubiese perdido en el camino del cuarto al sanitario, como si ya no supiera
en dónde estaba. Su mirada era lo único que no había cambiado, aunque los ojos
los tenía un poco más grandes.
Allí había otro, doblando la esquina con dirección a la
iglesia, lo recogió.
-Ya no le insista, nena, cuando menos se lo espere se va a
poner a cantar con usted –le había dicho Antonia mientras la peinaba ante el
espejo del corredor, le puso un geranio sobre la oreja.
Pero no quería aceptarlo. Llegó a parecerle egoísta. En sus
conciertos subía muchachas al escenario, les dejaba tomar el micrófono y las
abrazaba con ternura. ¿Por qué no podía hacer eso con su sobrina? Se vio
obligada a utilizar de nuevo el gramófono. Aunque la voz que salía del
amplificador le pareció entonces falsa y lejana, era lo único que le quedaba de
él. Labios amargos que olvidaron mi
nombre.
Labios que hieren mi… Trece, catorce, quince. Piel…
El rastro ebúrneo se perdía en la calle del convento. Amapola reunió todo su
valor y fue tras él.
Apenas salía ya de la
habitación, lo veía durante el almuerzo, parecía que le habían arrancado la
lengua. Supuso que quizás, para entonces, se le estaban deshaciendo más y le
daba vergüenza admitirlo. Cuando sorbía el caldo de la cuchara hacía unos ruidos
de viejito, como el abuelo, antes de que se fuera de viaje. Y la boca se
escondía por debajo de un garabato de bigotes. Ya no se rasuraba. A mamá eso le
desagradó. Cuando ya no llegó y Antonia tuvo que llevarle la comida a la puerta
del cuarto estuvo que ya no podía más.
-Debieron echarlo, un escándalo, se metió con una prohibida,
una borrachera, de esas cosas que suele hacer.
-No hables así con la nena enfrente, Amelia.
-Se tiene que ir, Aurelio ¡O si no lo saco yo!
No podía irse. Tenía que recuperarse. Mamá era una
desconsiderada. Varias veces Amapola quiso ir a verlo pero él no acudía a abrir
la puerta.
-Déjelo, nena –y Antonia se la llevaba al mercado a hacer
las compras. Ese fue el día en que supo en dónde vivía el amigo del tío
Alexander. En la pared del consultorio habían dibujado unos dientes en forma de
cangrejo. Antonia le explicó, mientras pasaban, que aquella era la clínica de
un dentista.
-¿Él hace dientes?
-No, pero sí los cura. Aunque si uno ya no tiene, se pueden
mandar a hacer postizos.
Esa noche, antes de irse a acostar, Amapola pasó ante la
puerta verde, inamovible como el susurro que dejó colgado en ella:
-Ya sé donde vive el dentista, tío, cuando vaya otra vez con
la Antonia te voy a comprar unos dientes nuevos.
La penumbra espesó
bajo los aleros del colegio católico. Tuvo que rastrear bien cada centímetro
ante ella. Un colmillo yacía escondido entre las piedras de río que le
parecieron dientes enormes y grises. Sus padres debían estar preocupados pero
aquello era más importante. Siguió caminando, recordando la puerta abriéndose súbitamente, Chiquita flor de Amapola, viniste solita, la canción y papá
emergieron de las sombras y su voz de ¿Ama,
qué haces aquí? enredado con la del tío que desde adentro sopló contra su
rostro como un humo asfixiante:
¡Que vengo de lejos,
cansado y sediento, mi vida la salvas en tu florecer!
Entre las sombras, recostado en la cama, Amapola pudo verle
la cara antes de que su padre cerrara la puerta. La barba se extendía espesa
sobre sus mejillas, dejando a la vista unos labios violeta, mal coloreados,
desmoronándose sin poder ocultar más la verdad de que se le estaban cayendo, de
que los estaba perdiendo junto a la posibilidad de poder cantar una vez más.
Aquellas eran sus últimos versos y tal certeza había pintado sus ojos de
sangre. Sobre la mesa se había regado harina, o quizás era talco. Amapola
observó algunas botellas y varias colillas de cigarro que esparcían el suelo
junto algunas pastillas.
-¿Qué tiene el tío, papá?
-Está enfermo –y la
llevó a su cuarto, la recostó él mismo-, mañana estará mejor, duérmete.
Pero Amapola no pudo dormir. Tuvo frío, temblaba en sus
sábanas como el anciano entre las cajas de cartón que yacía por debajo del
portal del mercado. Ver en aquel estado al tío… El diente descansaba a los pies
del indigente, tuvo la impresión de que era el mismo tío Alexander, con esa
boca de desagüe, espumosa… y cómo él ya no se daba cuenta de su presencia. Su
mirada, como herida abierta, ardiendo en rescoldos… Amapola lo recogió y se
apresuró en continuar su camino, no podía permitir que terminara así. Pronto,
tío, se decía, pronto tendrás una sonrisa nueva.
Con inusitada alegría Antonia la despertó esa mañana.
Amapola tuvo miedo mientras la vestía y empacaba en el baúl sus mejores
vestidos. Le limpió la cara con un paño húmedo y la peinó tan rápido que las
lastimó varias veces.
-Vino mi hermana, hoy comienza la molienda. ¡Qué alegre!
-No quiero ir.
-¿Cómo? Si a usted le gusta tanto que nos vayamos para allá.
Se bañará en el río, comerá melcocha, jugará con los hijos de mi hermano el
Sebastián. ¡Mamá va estar re contenta de verla!
-El tío está enfermo. Se le pudrieron todos, nana.
Sus razones fueron ignoradas. Tu tío se encuentra mejor. Y
como quiso asegurarse, su madre le dijo que no estaba, que se acaba de ir con
el doctor, que no intentara ir a su cuarto, pues de todos modos no lo iba a
encontrar.
-Cuando regreses estará como nuevo.
Y Antonia se la llevó
apresurada. La casa, lo recordaba bien, olía a cementerio, justo como el aroma
que la avasalló bajo el arco de piedra que le daba la bienvenida al camposanto.
Una muela le esperaba allí.
No fue tan dulce como años anteriores su estadía en el
trapiche. El calor cocinaba hasta en las sombras y Antonia se dedicó a
atormentarla con que hiciera algo. Pero ni los bueyes o las abejas, ni los
cañaverales y los hijos del caporal tirando piedras en el río o pescando
renacuajos llamaron su atención. Sólo pensaba en tío Alexander, en sus dientes,
en su voz apagada para siempre si no hacía algo por rescatarlo. Cuando la
molienda llegó a su fin y regresaron a casa, siete días después, supo que se
había ido.
-Recibió varias llamadas. Tuvo que regresar a la ciudad.
-¿Y ya cantaba, mamá?
-Un poco… aún estaba recuperándose.
Sólo pudo echarse a llorar pero le consoló la idea de que el
tío Alexander estaba lo suficientemente curado para haber decidido marcharse.
Tal vez pronto regresaría a los escenarios. No pudo asegurarse pues su madre
había llevado la radio a componer, o eso le dijo cuando fue a buscarla a la
salita.
-Sin querer, cuando hice limpieza, se me cayó. Para mientras
tendrás que conformarte con los discos.
Y Amapola obedecía, aunque a su padre ya no le agradara
tanto escuchar la voz de su hermano. Comprendió que sería mejor ponerlos cuando
él no estuviese en casa. Cuando todo estuviera en silencio, como aquel lugar de
pequeñas casitas de piedra. Nunca había entendido para qué servían. Las lápidas
y cruces se le antojaban como recuerdos caprichosos de la gente en un gran
jardín de todos, donde a su madre le gustaba llevar flores de vez en cuando.
Los dientes fueron apareciendo, brillantes, por entre las callecitas. Un poco
más y los completaba. Se pondría tan contento.
Su habitación estaba prohibida. Antonia la custodiaba desde
la cocina para que no se acercara. Sin embargo, esa noche, en el regreso del
tío Alexander, Amapola no tuvo ningún impedimento. Su canción rezumaba de las
paredes, apenas audible, apenas entendible, pero descendía hasta su almohada como
un aullido derritiéndose ante el sol: ¡En
tu florecer! Amapola bendita, Amapola de mi corazón.
Vestido de azul el silencio caminaba por el corredor. Nadie
se había dado cuenta todavía; pensó en ir a darles la buena noticia a sus
padres pero decidió abstenerse, tal vez la regañarían por estar tan tarde fuera
de la cama. Corrió hasta la puerta verde, la empujó suavemente y se adentró en
las sombras colmadas de estrofas retorcidas. Allí estaba, sentado en la orilla
de la cama, fumando un cigarro con sus labios morados. Soltó una carcajada al
verla ante él pero en seguida bajó la mirada, avergonzado, sin poder articular
palabras. Los había perdido definitivamente. Amapola quiso interpretar sus balbuceos.
-No te preocupes, tío. Ya sé dónde hacen dientes. Mañana
mismo iré solita. Lo importante es que ya estás aquí.
Con una caricia, tío Alexander
agradeció el gesto de su sobrina y dando una señal mientras besaba su mano le
ordenó que se fuera a dormir, pues él también deseaba cerrar los ojos y
descansar. Tenía frío.
Treinta y uno. Ante ella había un
hermoso jardín, una tumba cubierta de alcatraces y rosas. Las flores de San
Francisco alfombraban junto a ramos y coronas de crisantemos el perímetro de
aquel singular recuerdo del tío Alexander. En una de ellas estaba su foto, el
rostro de verano, la sonrisa ante el micrófono de plata, los dientes perfectos.
Ella la tenía ahora en sus manos e iba a devolvérsela. Allí, sobre la piedra limpia
estaba el número treinta y dos.
Al amanecer quiso esperar que sus
padres o Antonia le dieran la noticia, fingir que no sabía que él había
regresado. Pero ninguno mencionó el nombre del tío Alexander.
-¿Todavía no lo saben? –les preguntó
durante el desayuno.
-¿Qué cosa?
-¡El tío volvió!
Su padre se echó a reír y su madre
parecía no comprender lo que había dicho.
-¡Volvió! –repitió, pero supo que no
iban a creerle tan fácilmente. Él estaba allí. Iba a demostrárselos. Se levantó
de su silla y corrió hacia la puerta verde. Estaba cerrada.
Su madre se acercó.
-Tal vez… salió a dar
una vuelta, Ama. A veces le gusta levantarse temprano.
-Amelia –refunfuñó su padre desde el
comedor.
-Tal vez sí, mamá.
Y siguieron desayunando. Recordó que
antes de marcharse papá le dijo a mama algo así como que algún día tendría que
saber la verdad.
¿Qué verdad? Se preguntó Amapola
ante las flores. Los tenía todos ahora. Era momento de volver a casa y
entregárselos. Tal y como lo había dispuesto al salir en busca de ellos. Porque
si él había salido a dar un paseo, a su regreso le aguardaría una sorpresa, qué
mejor razón para darse prisa. Por eso Amapola había esperado a que mamá y
Antonia se ocuparan en la cocina y emocionada, salió entonces por la puerta de
atrás. Atravesó las calles, cruzó el mercado y el ayuntamiento, había guardado
bien en la memoria la locación del consultorio del dentista. Finalmente este apareció
ante ella con los dibujos del cangrejo de marfil. Dio un paso, dio dos y antes de atravesar por completo la avenida,
escuchó el grito y la bocina y el estruendo que todo lo obscureció.
Tal vez era mejor así, de otro modo no hubiera visto el
primer diente a mitad de la calle, cuando todos ya se habían ido a dormir.
Pero ahora el tío Alexander regresaría
a la música y silenciosa, como si también hubiese perdido la sonrisa, la casa
la recibió con crujidos lejanos. Al pasar frente a su cuarto notó que también alguien
le había hecho un obsequio de flores, de azucenas y rosas blancas. Pero antes
de descubrir quien había sido tan amable, tenía que ir con su tío. La puerta
verde estaba abierta. La empujó suavemente y se sumergió en las sombras donde
él, recibiéndola con alegría, extendió las manos para que le depositara, uno a
uno, cada uno de sus dientes, de sus dientes de cristal.
-Treinta y uno –contó Amapola-, y treinta y dos.
Él se los llevó a la boca. Su sonrisa fue más blanca que
nunca. Luego la tomó en sus brazos, la sentó en sus piernas y entonó la canción
más bella de todas. Aquella que no había sido escrita pero que sin saber cómo, Amapola
ya se sabía. Su voz de unió a la del tío Alexander. Pensaba, llena de gozo, que
podrían cantarla juntos por toda la eternidad.
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