Por José Andrés Ochoa
Un camión que
lleva prisa y se sale de la vía es sinónimo de una hora de tráfico más. Por
contradictorio que parezca, disfruto del hecho que no sucede a menudo pero
pasa. Son las nueve. Echo el respaldo hacia atrás y le subo al radio.
Ale toma a
Celeste en brazos y ambas se dirigen a mí para completar el retrato. Es sábado,
y hoy toca trabajar. La despedida, si bien manifiesta eso, un hasta pronto, es
de mis tradiciones favoritas porque me recuerda el porqué de mi profesión de
fin de semana. De lunes a viernes, es
una rutinaria visita a la oficina donde, para bien del negocio, alguien pide el
divorcio o que registre una propiedad. Para mí, otra tontera más.
“En esta casa
se le paga una carrera que sirva” –dijo mi padre cuando le propuse dedicarme a
las letras, específicamente en el periodismo. Concedió sutilmente, y me mandó a
la literatura pero jurídica. Por fortuna, me gustaba leer así que disfrutaba
averiguar que significaba un antejuicio y esos términos que tanto parecen
asustar a las personas. Me gradué cinco años más tarde y abrí mi despacho de
atención y asesoramiento legar cerca del parque de Cobán, por el antiguo
almacén del Gallo.
David, mi fiel
amigo con quien compartía muchas aficiones, se me acercó apenas un año después
de trabajar en la abogacía y me pidió ayuda. Había partido de fútbol en Carchá
y hacía falta un juez de línea. Le dije que nunca había sido juez en lo
jurídico, y menos en lo deportivo. Me dio un folleto con las normas. “Vos te lo
aprendés para mañana y te venís, yo sé que te va a gustar” –dijo mientras
colocaba su mano en mi hombro, así como ofreciendo algo a la fuerza. Cedí.
Se comienza a
mover la cola. Recompongo el asiento y a manejar otra vez. Voy a la ciudad a
dirigir un partido. Un clásico, cómo le conocen. Pasé de ser linier a árbitro
central. Intercambio el marco jurídico por el carnaval de lo físico.
Llego al
estadio y saludo a mis colegas. Me preparo con la vestimenta y repaso el
reglamento, como ante un acusado. Mantengo el pelo como cuando viajo a juzgado,
bien engominado y los zapatos limpios. En lugar de entrar a un hipócrita
recinto donde los acusados y demandantes sosiegan sus sentimientos apelando a
la ley –y con aire acondicionado- entro a la caldera del estadio donde la
audiencia no se limita. Nos ven entrar –a mis compañeros jueces y a mí- y
aparentan indiferencia. Los cánticos se dirigen hacia el rival o algún jugador
querido. Inicia el partido y, oh sorpresa, somos los protagonistas.
Disfruto de
esto. De la combinación de observar con perspicacia y decidir con silbato en
mano cuándo detener el partido. Conforme pasan los minutos el público, la
afición, comienza a notar mi presencia. No se cohíben, no se tornan hipócritas
y me atacan con una creatividad de insultos. Sobre todo al marcar este penal
que, claramente, lo toman por la espalda al atacante.
Termina 0-1 el
partido y la carretada de alegatas vienen por parte de los jugadores locales.
Qué puedo hacer, respondo con un certero “ya está”.
Así van mis
fines de semana. Sea sábado o domingo, donde de verdad aplico la ley a cómo se
me plazca y en situaciones donde de verdad se amerita. La opinión pública es
cruda y luego me critican, aunque ellos no saben qué es estar en cancha. No
saben qué es también trabajar más para sacar adelante a mi familia.
Llego a casa
luego del viaje de regreso a través del bosque nuboso que cortésmente me cede
su brisa y resguardo. La luna me ilumina y en casa dos luceros me esperan para
formar la constelación.
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