Por Gabriela Sosa
Viernes 13
Yo quería
escribir aquí algo que significara algo, que marcara una diferencia, que le
sirviera a alguien. No siempre fue así, muchas veces pensé en cambiar nombres y
lugares, e incluso algunos detalles. Cambiar fechas, colores, palabras;
prolongar vidas y tergiversar algo de lo que hicieron y dijeron, lo que me
hubiera gustado que dijeran e hicieran tal vez. Pero eso sería caer en
demasiado “wishful thinking”, ya no sería contar lo que pasó, sería ficción,
mentira, una gran gran mentira. Otras veces imaginé escribirlo como si le
hubiera sucedido a alguien más, porque a final de cuentas ¿quién creería que me
había sucedido a mí? Ni siquiera yo misma lo creía. Pero también sería mentir:
mentirme a mí misma, pues por más increíble que parezca, sí pasó y me pasó a
mí.
Por mucho
tiempo no me creí capaz de escribir; quería, deseaba tanto creer que podía
hacer algo tan grande como mis libros favoritos, porque cuando se es niña todos
los libros favoritos son gigantemente especiales. Al crecer uno deja ir
algunos…o al menos eso decía mi madre que debía hacer, eso es lo que todos
hacen. Pero yo no, no, los que más amaba se quedaron conmigo y lo harán
siempre. Sin embargo, eran un recordatorio constante de lo poco que me creía capaz,
cada vez que pensaba que podía hacerlo, descartaba la idea sin tratar. Ahora
comprendo que eso es lo peor y más cobarde que puede hacer una persona:
rendirse sin intentar. Al fin decidí renunciar a esa cobardía.
Sigo sin creer
que lo que escriba importe, nunca será lo que yo quería, pero finalmente las
ideas fluyen y de alguna forma logré convencerme que sólo porque alguna vez
alguien dijo que yo no valía la pena, no significa que fuera cierto. Es lo que
cualquiera que no haya pasado por eso no comprende: si pasas mucho tiempo
escuchando que no vales la pena, eventualmente te lo crees. Ahora más que nunca
sé que sí lo valgo y bastante: porque lo que me sucedió a mí, no le pasa a
cualquiera. La magia no le pasa a cualquiera.
Domingo 18
Hace unos
meses llegué a la conclusión que podría escribir una gran historia si quisiera,
que dejara de tener miedo, que sí podía escribir, muchísimas gracias y no había
nadie que pudiera evitar que lo hiciera; que
era hora de admitir que es lo que mejor sé hacer, aunque a veces aún no me lo
crea, y que aunque a veces tampoco me crea lo que pasó, también tenía derecho a
contarlo. Me está matando, ¿saben? Pasar toda mi vida con un secreto tan
grande, ya no me importa lo que piensen, que estoy loca o enferma, si quieren
tómenselo como algo real, si quieren como ficción; de una forma u otra yo
contaré mi historia.
Todo empezó a
mis seis años, en el jardín de la casa, aunque yo no lo sabía en aquel
entonces, no lo supe sino hasta mucho después. Era un día entre semana, ¿cuál?
No lo recuerdo, pero por razones de hacer mejor la historia digamos que fue un
martes. Sí, los martes me gustan, fue un martes (ya sé que dije que no
cambiaría detalles, bueno, lo haré pero les diré, para evitar después
acusaciones de falsedad). Fue un martes en la tarde que lo vi por primera vez:
no, no lo imaginé y no, no era un fantasma de la casa; ni tampoco estaba
soñando ni jugando a amigos imaginarios; así que descartemos esas ideas desde
el principio. Lo vi parado en el camino del jardín: un hombre, ni viejo, ni
joven; a decir verdad no recuerdo bien su cara, sólo sé que llevaba camisa
blanca y pantalón azul, al estilo de antes y su mirada, esa sí la grabé en mi
memoria para siempre, una mirada de infinita tristeza, de esas kilométricas,
una mirada que llegaría a conocer bastante bien al pasar los años.
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