27 abril 2012

Las no verdades de Emily


Por Gabriela Sosa

Viernes 13

Yo quería escribir aquí algo que significara algo, que marcara una diferencia, que le sirviera a alguien. No siempre fue así, muchas veces pensé en cambiar nombres y lugares, e incluso algunos detalles. Cambiar fechas, colores, palabras; prolongar vidas y tergiversar algo de lo que hicieron y dijeron, lo que me hubiera gustado que dijeran e hicieran tal vez. Pero eso sería caer en demasiado “wishful thinking”, ya no sería contar lo que pasó, sería ficción, mentira, una gran gran mentira. Otras veces imaginé escribirlo como si le hubiera sucedido a alguien más, porque a final de cuentas ¿quién creería que me había sucedido a mí? Ni siquiera yo misma lo creía. Pero también sería mentir: mentirme a mí misma, pues por más increíble que parezca, sí pasó y me pasó a mí.

Por mucho tiempo no me creí capaz de escribir; quería, deseaba tanto creer que podía hacer algo tan grande como mis libros favoritos, porque cuando se es niña todos los libros favoritos son gigantemente especiales. Al crecer uno deja ir algunos…o al menos eso decía mi madre que debía hacer, eso es lo que todos hacen. Pero yo no, no, los que más amaba se quedaron conmigo y lo harán siempre. Sin embargo, eran un recordatorio constante de lo poco que me creía capaz, cada vez que pensaba que podía hacerlo, descartaba la idea sin tratar. Ahora comprendo que eso es lo peor y más cobarde que puede hacer una persona: rendirse sin intentar. Al fin decidí renunciar a esa cobardía.

Sigo sin creer que lo que escriba importe, nunca será lo que yo quería, pero finalmente las ideas fluyen y de alguna forma logré convencerme que sólo porque alguna vez alguien dijo que yo no valía la pena, no significa que fuera cierto. Es lo que cualquiera que no haya pasado por eso no comprende: si pasas mucho tiempo escuchando que no vales la pena, eventualmente te lo crees. Ahora más que nunca sé que sí lo valgo y bastante: porque lo que me sucedió a mí, no le pasa a cualquiera. La magia no le pasa a cualquiera.


Domingo 18

Hace unos meses llegué a la conclusión que podría escribir una gran historia si quisiera, que dejara de tener miedo, que sí podía escribir, muchísimas gracias y no había nadie que pudiera evitar que lo hiciera;     que era hora de admitir que es lo que mejor sé hacer, aunque a veces aún no me lo crea, y que aunque a veces tampoco me crea lo que pasó, también tenía derecho a contarlo. Me está matando, ¿saben? Pasar toda mi vida con un secreto tan grande, ya no me importa lo que piensen, que estoy loca o enferma, si quieren tómenselo como algo real, si quieren como ficción; de una forma u otra yo contaré mi historia.

Todo empezó a mis seis años, en el jardín de la casa, aunque yo no lo sabía en aquel entonces, no lo supe sino hasta mucho después. Era un día entre semana, ¿cuál? No lo recuerdo, pero por razones de hacer mejor la historia digamos que fue un martes. Sí, los martes me gustan, fue un martes (ya sé que dije que no cambiaría detalles, bueno, lo haré pero les diré, para evitar después acusaciones de falsedad). Fue un martes en la tarde que lo vi por primera vez: no, no lo imaginé y no, no era un fantasma de la casa; ni tampoco estaba soñando ni jugando a amigos imaginarios; así que descartemos esas ideas desde el principio. Lo vi parado en el camino del jardín: un hombre, ni viejo, ni joven; a decir verdad no recuerdo bien su cara, sólo sé que llevaba camisa blanca y pantalón azul, al estilo de antes y su mirada, esa sí la grabé en mi memoria para siempre, una mirada de infinita tristeza, de esas kilométricas, una mirada que llegaría a conocer bastante bien al pasar los años.

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