27 abril 2012

El inventor de tumbas


Por Julio Urízar

La torrentada negra se cuajó frente a la oscuridad violada del panteón después de haber atravesado las calles con lentitud de recuerdos de infancia.
            No, así no. No es atractivo.
            Apesarados, cubiertos de velos negros, cada uno a cuestas con sus propios muertos de consciencia, concluyeron la marcha ante el monumento familiar que se tragaba, entre ladrillos removidos, el silencio de la tarde, el cual era rasgado de vez en cuando por algún clarinero impertinente.
            No… es que, no. Tampoco suena bien. Debe ser magistral, así me lo dijo el viejo loco. Cuando me muera de verdad, sabrás cuando, escribís el cuento desde allí, así que lo comenzás a pensar desde ya, por eso tenés que ir a “mi sepelio”. Probemos este:  
            Cuando tía Sara, enceguecida por las lágrimas, descubrió que cruzaban el arco de entrada al cementerio, contagió el hipo de su tristeza a los hijos y sobrinos que cargaban con su padre. Los zapatos negros y enlodados tropezaban en las piedras de río, romas y suaves, cabecitas de recién nacidos colocadas allí para que las ancianas visitaran victoriosas el anhelo de ya no estar solas.
            Verborrea nada más. Quizás, algo más poético, al viejo le encanta la poesía:
            Ven, viento, ven, toma entero el tiempo, entra en este templo, ven, y sopla, el muerto, es por dentro, un traidor. Duerme, el verdadero, apacible, en un puerto, mientras deudos, dan al cielo, un clamor.
            Si pues, daría yo por ser Darío, tampoco me sale. Qué tal este:
            El día que todos pensaron que don Manolo Dardón había descendido por la avenida de Hades…
            No, hombre. Ya vas. Este otro:
            El día que el señor Manolo Dardón se dio cuenta que se había muerto luego de un año de fingir agonía, se desparramó en una doble carcajada. La primera por ya no sentir el dolor de las yagas que le cubrían la espalda, tormento al que debió someterse por amor al oficio, además de poder mover al fin los brazos que habían permanecido tullidos desde el infausto derrame cerebral que el doctor declaró sólo a través de una parte de la herencia que debía darle a su nieto Javier. En segundo lugar, le daba gracia pensar que su esposa y sus hijos y un cúmulo de individuos de los que ni se acordaba, lloraban amargamente luego de escucharles pedir a diario que el destino se lo llevara de una vez para que los dejara tranquilos, y para que ya no sufriera el pobrecito.
            Nnnno, tampoco me convence. Quizás desde mi perspectiva:
            Bastará, para que salgan huyendo como moscas, que estos encatrinados de luto sepan que a quien llevan en la caja no es al abuelo. Bastará mi silencio, por supuesto, para que no lo sepan. Un alarido se eleva entre la multitud con timbre de leyenda, ni siquiera la viuda ha dado uno así. Quienes están a su lado voltean la mirada con la nariz ofendida. Es un borracho que babeando asegura que conoció al difunto y que era una gran persona. Nunca faltan. Antes de zamparlo en el hoyo, tía Sara sale a echarse su discursito. Que todos los extrañarán, que fue un excelente ser humano, lleno de valores y cariño, que nunca decía no, que siempre compartía y era generoso y ese tipo de cosas, Padre Nuestro, amén y para eso, mejor que el bolo diera el speech.
            No, muy cruel. Si sale algún día estos me crucifican. A ver:
Javier Díaz pensaba, para echar a la calle el aburrimiento, de qué modo sería posible empezar a narrar la historia de su abuelo mientras era víctima de una algarada de condolencias y abrazos de señoras de dedos gordos y uñas rojas como metidas en kétchup. Le apretaban las manos, lo rodeaban obscenamente y le repantigaban los cachetes con las lágrimas, propias y ajenas, que habían recolectado en todo el trayecto. Mi sentido pésame, joven, su abuelo está en un lugar mejor. Cristiana resignación, muchacho. Tenga paciencia, sea valiente, sea fuerte, cuide a su mamá, que Dios lo tiene en su gloria. Hasta se consiguió un “no claudique” de don Benito, que es un viejito muy docto al que le gusta hablar con palabronas. Javier Díaz se sentía extraño con tanta conmiseración colectiva, se atrevía a decir que más le otorgaban a él el pésame que a la viuda o a la tía Sara, quienes se enjaguaban las medias con el llanto. Es como si los asistentes pensaran que quienes no muestran ninguna señal de tristeza son quienes más están, sólo que por dentro, molidos por el dolor, y aquellas formas de desear valentía no son más que las ganas de verlo a uno explotar en lamentos y vestir con su victoria religiosa el hecho de que todo, chiploc, revienta como vejiga.
            Algo así sería. A través de mi podría mostrar el chorro de hipocresía que se cuela en este momento por el camposanto, aún así digan después que lo que digo es otra forma de cubrir la mortaja que envuelve mi corazoncito apesadumbrado. Desternillándose debe estarse el viejo. Y mientras tanto, me tiene aquí esperando en este entierro en el que ninguno tiene vela. Ahora sí que se acomoda el dicho. ¿A qué hora me va a llamar?
            La gente cómo gasta en flores, digo yo. Si supieran… Nomás el albañil selló el agujero y las viejas hicieron del sepulcro la maravilla de Babilonia. Y el viejo que no llama. Que no se le ocurra hacerlo después de los nueve días porque tengo asuntos más importantes que estar actuando en teatros como este.
Poco a poco el hormiguero va dejando el cementerio y el viejo, sin llamar. Regresamos a casa y nada. Me atrevo a imaginar que fue a él a quien de verdad enterramos, o mejor dicho, engavetamos. Quién sabe qué se trae entre manos.
            Por fin, después de unas horas de temor aliñado con desconfianza, sonó el celular.
            -Podés empezar a escribir el cuento –me dice una voz que se ríe, una voz que no es del abuelo.
            Y supe que el engañado fui yo.  
          

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