Por Julio Urízar
La
torrentada negra se cuajó frente a la oscuridad violada del panteón después de
haber atravesado las calles con lentitud de recuerdos de infancia.
No, así no. No es atractivo.
Apesarados, cubiertos de velos negros,
cada uno a cuestas con sus propios muertos de consciencia, concluyeron la
marcha ante el monumento familiar que se tragaba, entre ladrillos removidos, el
silencio de la tarde, el cual era rasgado de vez en cuando por algún clarinero impertinente.
No… es que, no. Tampoco suena bien.
Debe ser magistral, así me lo dijo el viejo loco. Cuando me muera de verdad,
sabrás cuando, escribís el cuento desde allí, así que lo comenzás a pensar
desde ya, por eso tenés que ir a “mi sepelio”. Probemos este:
Cuando tía Sara, enceguecida por las
lágrimas, descubrió que cruzaban el arco de entrada al cementerio, contagió el
hipo de su tristeza a los hijos y sobrinos que cargaban con su padre. Los
zapatos negros y enlodados tropezaban en las piedras de río, romas y suaves, cabecitas
de recién nacidos colocadas allí para que las ancianas visitaran victoriosas el
anhelo de ya no estar solas.
Verborrea nada más. Quizás, algo más
poético, al viejo le encanta la poesía:
Ven, viento, ven, toma entero el
tiempo, entra en este templo, ven, y sopla, el muerto, es por dentro, un
traidor. Duerme, el verdadero, apacible, en un puerto, mientras deudos, dan al
cielo, un clamor.
Si pues, daría yo por ser Darío,
tampoco me sale. Qué tal este:
El día que todos pensaron que don
Manolo Dardón había descendido por la avenida de Hades…
No, hombre. Ya vas. Este otro:
El día que el señor Manolo Dardón se
dio cuenta que se había muerto luego de un año de fingir agonía, se desparramó
en una doble carcajada. La primera por ya no sentir el dolor de las yagas que
le cubrían la espalda, tormento al que debió someterse por amor al oficio,
además de poder mover al fin los brazos que habían permanecido tullidos desde
el infausto derrame cerebral que el doctor declaró sólo a través de una parte
de la herencia que debía darle a su nieto Javier. En segundo lugar, le daba
gracia pensar que su esposa y sus hijos y un cúmulo de individuos de los que ni
se acordaba, lloraban amargamente luego de escucharles pedir a diario que el
destino se lo llevara de una vez para que los dejara tranquilos, y para que ya
no sufriera el pobrecito.
Nnnno, tampoco me convence. Quizás
desde mi perspectiva:
Bastará, para que salgan huyendo
como moscas, que estos encatrinados de luto sepan que a quien llevan en la caja
no es al abuelo. Bastará mi silencio, por supuesto, para que no lo sepan. Un
alarido se eleva entre la multitud con timbre de leyenda, ni siquiera la viuda
ha dado uno así. Quienes están a su lado voltean la mirada con la nariz
ofendida. Es un borracho que babeando asegura que conoció al difunto y que era
una gran persona. Nunca faltan. Antes de zamparlo en el hoyo, tía Sara sale a
echarse su discursito. Que todos los extrañarán, que fue un excelente ser
humano, lleno de valores y cariño, que nunca decía no, que siempre compartía y
era generoso y ese tipo de cosas, Padre Nuestro, amén y para eso, mejor que el
bolo diera el speech.
No, muy cruel. Si sale algún día
estos me crucifican. A ver:
Javier Díaz pensaba, para echar a la calle el
aburrimiento, de qué modo sería posible empezar a narrar la historia de su
abuelo mientras era víctima de una algarada de condolencias y abrazos de
señoras de dedos gordos y uñas rojas como metidas en kétchup. Le apretaban las
manos, lo rodeaban obscenamente y le repantigaban los cachetes con las lágrimas,
propias y ajenas, que habían recolectado en todo el trayecto. Mi sentido
pésame, joven, su abuelo está en un lugar mejor. Cristiana resignación,
muchacho. Tenga paciencia, sea valiente, sea fuerte, cuide a su mamá, que Dios
lo tiene en su gloria. Hasta se consiguió un “no claudique” de don Benito, que es
un viejito muy docto al que le gusta hablar con palabronas. Javier Díaz se
sentía extraño con tanta conmiseración colectiva, se atrevía a decir que más le
otorgaban a él el pésame que a la viuda o a la tía Sara, quienes se enjaguaban
las medias con el llanto. Es como si los asistentes pensaran que quienes no
muestran ninguna señal de tristeza son quienes más están, sólo que por dentro,
molidos por el dolor, y aquellas formas de desear valentía no son más que las
ganas de verlo a uno explotar en lamentos y vestir con su victoria religiosa el
hecho de que todo, chiploc, revienta como vejiga.
Algo así sería. A través de mi podría
mostrar el chorro de hipocresía que se cuela en este momento por el camposanto,
aún así digan después que lo que digo es otra forma de cubrir la mortaja que
envuelve mi corazoncito apesadumbrado. Desternillándose debe estarse el viejo.
Y mientras tanto, me tiene aquí esperando en este entierro en el que ninguno
tiene vela. Ahora sí que se acomoda el dicho. ¿A qué hora me va a llamar?
La gente cómo gasta en flores, digo
yo. Si supieran… Nomás el albañil selló el agujero y las viejas hicieron del sepulcro
la maravilla de Babilonia. Y el viejo que no llama. Que no se le ocurra hacerlo
después de los nueve días porque tengo asuntos más importantes que estar
actuando en teatros como este.
Poco a poco el hormiguero va dejando el cementerio
y el viejo, sin llamar. Regresamos a casa y nada. Me atrevo a imaginar que fue
a él a quien de verdad enterramos, o mejor dicho, engavetamos. Quién sabe qué
se trae entre manos.
Por fin, después de unas horas de temor
aliñado con desconfianza, sonó el celular.
-Podés empezar a escribir el cuento –me
dice una voz que se ríe, una voz que no es del abuelo.
Y supe que el engañado fui yo.
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