30 abril 2012

El fuego de tus ojos


Por José Andrés Ochoa

El trámite

“Mirá ¿y tú cómo te llamás?” –me dijo con esa voz que, mientras fluía de sus labios como el trazo de un suave pincel, mis ojos la escuchaban. Porque fue tres segundo más tarde, cuando llamó a mi atención con otro verso –más bien fue un ‘aló’-, que coloqué mis fuerzas en mis oídos y colocar mi vista en sus ojos. Es que ver sus labios es casi inevitable. Y, no lo niego, alguna desviación hacia su cuerpo. Es a sus 1.62 metros de estatura, mínima grasa de más, y apetecible color chocolate, una de las tres razones que me hicieron decidir a ella como el amor de mi vida. O futuro amor.
“Andrés. Andrés me llamo.” –respondí, con un diminuto retraso y una sonrisa que casi me hace tartamudear. Se lo dije mientras mis ojos se fijaban en los suyos. Su mirada consta de dos perlas negras que resguardan en sus cauces. Me parecen unas joyas sin pulir. Aunque simulan estar dispuestas a cobijar todo destello que llegue a esos minerales preciosos.. Los mismos están dentro del rizado marco de su pelo, que protege el lienzo moreno de su cara. Unos cachetes pellizcables dan relieve a la pintura.
“¡Ah! –continúa mientras suelta carcajadas- Está bueno. Yo soy Alejandra, por si te interesa.” Nuestra interacción ya solo se resume a sonrisas. Más de parte mía que no sé cómo generar más interés por mantenerla frente a mí. Sin embargo, el televisor de la agencia indica que es su turno y la despedida es inminente. Ella se remita a un “gracias”, yo a un “de nada”, y se desplaza con papeles entre brazos y su cintura baila mientras tanto.
No pensé que fuera así de fructífero venir a la Sat. Cuando me cuestionó acerca de qué colocar en las casillas del formulario, respondí con una inercia que, combinada con mi desesperación de hacer una hora de cola, me privó de admirarla en primera instancia. Y así como llegó, se fue. Ni un número –más que el A213 de su boleta- y un nombre. Pero un procedimiento de tramitación de Nit se la llevó. Yo, en cambio, busco ser un nuevo pequeño contribuyente.
Es mi turno. La voz mecanizada lo avisa y debo ir a la 23. Mientras camino hacia la ventanilla –y observo los enmudecidos y apáticos rostros de los recepcionistas- me percato que Alejandra está en la 22. Me siento y entrego los papeles al muchacho. No recibo bienvenida alguna y no me interesa. Disimulo y busco la forma en que, de nuevo, nuestras miradas se crucen y queden fijas. Ella toma la iniciativa.
“Andrés, qué bueno verte por acá.” El agente que la atiende se levanta a por unas copias y yo aprovecho a llevar nuestro trámite al siguiente paso. Me encuentro llenando el formulario de la cita y me falta la casilla de su teléfono.

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