Por Julio Urízar
El
dedo de Marcelino Pot se perdió entre la hecatombe de cañas ennegrecidas. Una
gota ácida de sudor en los ojos, acaso un estornudo entre el polvo tiznoso, un
segundo de insolación, tal vez, y ¡chas!, el machete traidor se desvió
centímetros corruptos y adiós manita querida, que como gusano huyéndole al sol,
el ahora precioso índice, aún con la uña mugrienta y las falanges tostadas
color de chorizo extremeño, se hundió entre los tallos derribados para nunca
volver a ser visto. El chorro de sangre era tan negro como la zafra y Marcelino
no tuvo tiempo de buscarlo, al fin que de todos modos no lo iba a encontrar y
para qué, si ya se había quedado sin la posibilidad de regresar a su dueño para
señalar culpables, de enseñarse dónde le pica, de rascarse sabroso el oído, de
condenar a los que le caen mal, de mandar a su mujer a que le traiga aquel
cuento, de mojarse la cabeza con saliva para contar el pago, de equilibrar a
los demás dedos de la mano a la hora de ir al baño y limpiarse, uy, ahora que
ya no estaba con su amo se daba cuenta cómo le servía. Pobre, iba a extrañarlo
tanto. Pero ni modo, así es la vida, después de todo, cuando le operaron del
apéndice todos tuvieron que aprender que no todo el cuerpo se muere al mismo
tiempo. El dedo descansó en paz. Los mil pasos de botas y tractores arrasaron
el cañaveral y luego volvieron a trabajarlo, pasaron las estaciones y los
juncos de azúcar volvieron a ser enormes promesas dulces, con cabezas peluditas
meciéndose con el viento. El dedo estaba allí, circulando en el interior de
aquellas torres moradas de dulce. Transformado en tierra, con sus huesitos
debajo de las raíces, aquella enorme caña había encontrado en él las fuerzas
para erguirse alto. Y qué bien se sentía contribuir con la naturaleza y al
desarrollo, después de todo seguía trabajando, sin machete, pero trabajando. El
día de la zafra no temió el filo, al fin que ya estaba acostumbrado. El golpe
provino de una mano que la pareció familiar, ¡era Marcelino! sus hermanos
apenas le reconocieron, se notaban cansados, más viejos y sucios, algo
hambrientos, sufriendo el dolor que les provocaba su ausencia pues habían
tenido que arreglárselas para desempeñarse sin él. Un hoyito cicatrizado
rodeado de arañazos le recordó que no debía olvidar quien había sido y por eso
se propuso que de ahora en adelantar no se daría por vencido, así, no sabía cómo,
podría darle un sentido al cansancio sufrido por el hombre al que había
pertenecido, sería como un homenaje. Por
eso marchó con orgullo en un enorme camión que atravesó toda la finca y luego
la carretera. Y luego de entrar a un volcán de metal, tan grande como los
volcanes que desde el campo veía todos los días, con negras fumarolas diluyéndose
en el cielo, el dedo de Marcelino Pot salió de allí convertido en polvo
cristalino y suave, como si hubiesen molido muchísimas uñas de señorita blanca.
Bonito se sentía el dedo de Marcelino Pot, tan blanco, tan angelical. Y sobre
todo, tan productivo, a su paso por aquel volcán de ensueño había dignificado
el trabajo de su antiguo dueño, sus hermanos, negros y feos, sobre todo el
pulgar, con la cabeza toda astillada, obtenían en él el premio por haber
sufrido tanto. Porque estar así, pura azúcar y valer tanto y saber tan rico,
era suficiente retribución. No entendía por qué Marcelino Pot se quejaba tanto.
Ahora el siguiente paso: ser vendido en el extranjero a un precio que reflejara
lo tanto que valía.
Pero
el dedo de Marcelino Pot tuvo una desilusión: los costales que cruzarían el mar
fueron depositados en otro vehículo y cuando supo aquella verdad, se dio cuenta
de que a él y a muchos otros se los llevaban a algún otro lugar entre las
montañas, donde los tiraron al suelo, en la obscuridad de una bodega, y luego
los ensuciaron con un intenso color fucsia, como el de las buganvilias que
podaba con Marcelino en la ciudad cuando se ganaban la vida como jardineros. Su
albura se había perdido, no era otra cosa que burda azúcar rosada que en pocos
días, temiéndole a las ratas y a las moscas que revoloteaban cerca de su
canasta, mugrosa canasta, fue vertida en un rotor cilíndrico donde el calor lo
transformó en una suave flor de nube rosa empacada en bolsas de nylon y
colgada, junto a muchas otras, en un burdo palo que salió a andar por las
calles de un pueblo con olor a desagüe. ¡Hasta donde había caído! Y lo peor de
todo es que nadie la compró. El niño que lo llevaba se fue a jugar con otros
patojos huevones y cuando era demasiado tarde, justo al anochecer, se posó en
una esquina a fingir llanto y decirle a los que pasaban que no le había ido
bien con la venta y que si no llegaba con el pisto a su casa su tío le iba a dar
sus buenos cuentasos. Hambriento, el pequeño lo descolgó del gancho y lo devoró
sin gustarle ya la dulzura que le sabía a patada. El dedo de Marcelino Pot, qué
dulce iba a ser así. Lo dulce del azúcar está en le lengua de quien la prueba,
y hay muchas lenguas que sólo tierra mastican. Su ropa de nylon cayó al suelo y
se deshizo en jarabe rojo en una boquita
pertrechada con dientes picados, engullido en pequeñas nubes llevadas hasta
allí por otros dedos pegajosos color de humo. Luego regresaron a casa. Desde
adentro, el dedo de Marcelino Pot sintió los golpes con el dorso de un machete.
Golpes de relámpago plano, se le heló la dulzura recordando el día en que fue
despojado de su mano. El tío condenaba la desidia de su nuevo dueño, el cual
ahora lloraba de verdad a pesar de mostrarle las pocas monedas que había
recibido por compasión en la esquina. Le dolió todo. A media noche fue orinado
atrás de la casa. Se filtró en la tierra y espero hundirse hondo, pero muy
hondo, porque ahora sí que nel, que Marcelino Pot se vaya al jocote, por ser
tan menso y ponerse a chupar antes de trabajar. Para olvidar las penas, qué va,
después son los dedos los que pagan el pato en este país.
2 comentarios:
jaja No sé si estoy muy mal de la cabeza pero el final me ha causado gracia, pobre dedo de Marcelino Pot toda la travesía que le tocó vivir.
Excelente relato!!! el final tiene los atributos de la tragicomedia. Muy ingenioso!!
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