Por Julio Urízar
Estuve
sentado en el interior de una barca y extendí la mano para dejármela acariciar
por el agua color de tierra que se trenzaba a nuestro paso para luego volverse
a despeinar. Era Domingo de Resurrección y aquellas aguas hacían suyo el hecho
bíblico, aunque nada en el pueblo denotaba que hubiera mayor interés en la
celebración. La iglesia estaba cerrada.
El
silencio se atragantaba con la laguna, restallando tan sólo por el motor de
nuestra lancha, y como el sol, candente, buscaba colarse en todas las calles,
vencido, también como el sol, por las sombras donde los pies cansados y
contentos le dicen a las caderas que por favor sostengan un momento los
cuerpos. Es Domingo de Resurrección y no hay flores de alegría, no hay olor a
gloria, alfombras o procesiones, multitudes o quiméricas representaciones de un
país encantador. Aunque sí hay encanto y la gente vive su pueblo como lo es
realmente, suyo y no de una postal. Una anciana no vidente, o eso me pareció,
permanecía sentada en el atrio de la iglesia observando con ojos nublados y enrojecidos
ese silencio que, quizás por el día o es que acaso el pueblo siempre sea así,
se vuelve materia y como bloque construye la calma de un olvido entre las
montañas. La iglesia, cerrada; el mercadito situado a un costado, cerrado, con
las champas y mesas patas arriba disfrutando del feriado; el Palación Municipal,
así, con la “n” arrejuntada, dormidita también su faz amarilla frente a diez o
veinte “tunecos” que también incrustan las sombras como si rememoraran, incluso
los más jóvenes, que antes todo era así, silencioso, inmóvil, un eterno Domingo
de Resurrección entre adobe, polvo, ovejas y rumores que se cuidan de no ser escuchados.
Lo
común para tales fechas es que uno quiera ir al mar, al mar de agua y se ahogue
antes en uno de gente donde la arena se pierde entre la basura; o bien, meterse
en los ríos morados de la famosa ciudad y salir oloroso a fervores de lujo; o pasar
unos días frente al lago color bandera y sus pirámides azules o bien, conocer
por fin la selva y sus volcanes de piedra tallada; quizás algunos puedan
visitar algún país vecino y catar diferentes tipos de tequila o presumir de su
estadía en algún hotel de cien cuentos a la luz del faro Izalco. Pero pocos
muchos, porque son muchos, aunque pocos, son los que tendrán la posibilidad de
no querer o no poder salir de sus valles y montañas, sino más bien, meterse más
en ellas y conocer algún resquicio entre aquellas ondulaciones en que uno
piensa desde el inicio: “allí no pasa nada”.
Y
acaso el que no pase nada, nada de lo que ya es cotidiano entre lo
extraordinario, los haga especiales.
El
camino desde Totonicapán, con dirección a Santa Cruz del Quiché, se quiebra
después de haber atravesado torres de bosques olorosos y fruncidos, como si
acaso estuviéramos ultrajándolos por estar utilizando la carretera que los
partió a la mitad, en una vía paralela, recién asfaltada, cómoda y rápida, que
indica con un letrero tímido que se está llegando a San Antonio Ilotenango.
Desde la llegada, luego de violar una recta que se hace curva, comienza un
pequeño descenso desde donde se puede apreciar la laguna que intenta resucitar
cada invierno, para bien o para mal, en sus aproximadamente tres kilómetros
cuadrados. Le llaman laguna “Las Garzas” y debe su nombre a que por las noches,
se cuenta, llegan a descansar a sus seis islotes este tipo de aves que al
amanecer vuelven a despegar. A sus alrededores se desvela en sueño el pueblo,
con la mamá gallina de la iglesia rezumando blancura recién encalada a la
mitad.
La
laguna es gris desde las alturas, plateada desde su seno en la lancha cuando va
cayendo el sol, café en su cotidianidad y verde en su tristeza. Por mucho, o
quizás poco, casi siempre es poco, que se ha trabajado por hacer de ella un
atractivo turístico, las lluvias que si bien, incrementan su pequeña
profundidad que según el lanchero, es apenas de dos o tres metros, estas traen
consigo los químicos utilizados en fertilizantes y todo tipo de contaminación
que a principios del 2011 fueron para los tunecos un primer grito de auxilio al
llenarse toda ella de una sustancia verde y ligosa que mató a gran parte de la
población de tilapias que dejaron de pescarse por un tiempo por temor a que el
agua hubiese sido envenenada intencionalmente.
Hoy
por hoy se observa un esfuerzo por mejorar los alrededores de Las Garzas, el agua
ahoga al sol en su usual tono barro, patitos como de tinta china se pierden
entre los chayes del agua si uno no frunce la vista, grupos de adolescentes
sanantonianos, disculpas por si empleo mal el gentilicio, pescan en las orillas
o en las pequeñas islas del centro, a la sombra de los árboles, asando su
fortuna sobre el carbón que chispea risas y en algunos enamorados, más alejados
sobre la hierba, besos al son de un celular que encierra a El Buki. Una especia
de malecón recién construido recorre el costado oriental de las aguas y la
basura, aunque camina con uno el camino, pareciera estar siendo combatida,
aunque no con los esfuerzos suficientes. San Antonio Ilotenango se resiste con
dificultad por no abandonar de nuevo a su espejo de agua, en él está su reflejo
y a nadie le gustar encontrarse al otro lado hecho un desastre. El juguete de
los muelles, así de pequeños son, se balancean sobre el agua mientras esperamos
a que regrese una de las lanchas y nos lleve a dar un breve recorrido de no más
de diez minutos. La laguna está crecida, nos dice el lanchero, las lluvias del
año pasado subieron el nivel de las aguas, va cayendo el sol y lo que parecía
ser una moneda tirada e infravalorada a mitad de la sierra Chuacús refulge de
pronto como plata en un retablo caído. Desde allí el pueblo se ve con otra
perspectiva: las pequeñas casas de adobe custodiadas por la iglesia y su
antiguo convento de rojas barandas de madera, sangre sobre la cal, las cuales custodian puertas
y ventanas cerradas, don San Antonio Abad durmiendo adentro, dejándole a uno
las ganas de saber un poco más de su historia y de los secretos que parecieran
estarse negando en su interior a ser conocidos. Siempre que uno llega a un
pueblo, quizás el más recóndito a nuestras postales y a la Guatemala desde la
que los ignoramos, se debe conocer su iglesia, creyendo o no en sus misterios,
pues debajo de las cruces y las hornacinas se ha guardado parte de la historia,
o al menos se camuflajea en los detalles sin que muchas veces los propios lo
sepan, como sucede en las estelas o las montañas que todo lo han visto pasar. De
mi estadía en aquel pueblo, breve aunque exuberante en su simpleza, tan vecino y
desconocido, el no haber podido entrar a ella es una de las razones que me
invitan a retornar.
El
convento desde afuera se ve desierto y empobrecido por la sequía y el olvido,
sus ventanas escupen noche y las casas contiguas parecieran estarse llenando
como guacales bajo sus chorros de soledad. Desde las aguas, antes de desembarcar, llaman
la atención las construcciones modernas, las casas con balcones y colores de
feria que no se hubieran podido construir sin que el hijo o el padre hubiese
puesto siquiera un pie en Chicago o en Houston, desde donde seguramente añoran
este chaye de Quiché donde la vida continúa pasando en una eterna lamida última
de Semana Santa. Las casas antiguas dotan a la orilla del la laguna de ese
fragmento de pasado conviviendo con un presente que se alejó en busca de una
mejor vida, haciéndose poco a poco de blocks y concreto, nuevas construcciones que rodean la plaza
donde se estacionan unos cuantos microbuses que vienen y van a Santa Cruz y
otros destinos aledaños. Para la fiesta patronal la misma debe llenarse de
estertores y pasos de baile al compás de cumbias y marimbas y merengues encerrados
en disfraces sofocantes, ridículos para algunos pero en el fondo, acaso una señal
de que el mundo se olvida de lo pequeño y que aquel convite es la única manera
de llevar Disney Landia a los sueños de los niños que con la televisión se olvidan
poco a poco de soñar a los espantos. Mientras tanto, sólo el calor camina sobre
la plaza. Los árboles de la orilla de la laguna platican como señoras
refrescándose los pies. Es tarde y aunque hubiese mucho por conocer, queda poco
tiempo para caminar por una calle que pareciera ser la única. La blancura de la
iglesia perdura sola entre muros maquillados por la publicidad, aunque hay uno
especial que rememora la infantilidad de aquel pueblo, un pueblo niño que observa
al mundo tan grande e inalcanzable como es y que por eso, no lo olvida: en la
pared de una escuela, San Antonio perdido en el cuello del mapa narigón del
departamento, Quiché acostado entre los dos elefantes del mapa de Guatemala y su
vez, el pájaro soñador, igual de perdido, en otro mapa de mil colores que
representa a todo el globo cuyos continentes parecieran ser un caprichoso
escupitajo, con todos los nombres que lo conforman enumerados abajo con esmero.
Así, Iraq y Myanmar, Sudán y Bulgaria están allí. En la pared de la escuela
municipal de San Antonio Ilotenango se recuerda al mundo, y no como en una postal.
Llegó entonces la hora de regresar a casa. El pueblo es comido por su propio agujero entre las
montañas. Las ondulaciones calvas del sur de Quiché se cunden pronto con los
bosques de Totonicapán. Me hubiese gustado comprobar si era cierto que las
garzas llegan a la laguna de Ilotenango al anochecer.
***
Comparto con ustedes esta pintura. Es del pintor Eleazar Simaj y se llama, precisamente "San Antonio Ilotenango"
2 comentarios:
Muy buena descripción del pueblo. Me gusto la forma en que describe la laguna como una moneda en su color y resplandor, haciendo alusión a lo que le rodea. Esa descripción de los típicos convites me pareció muy graciosa, pero es cierto, es parte de la diversión de los niños en su ilusión de conocer las diversiones que tanto miran. Al igual me gusto tu posición de ver no solo de Guatemala, reflexionando sobre como se representa un mundo y que cada lugar es parte de todo ese conjunto. Como también es cierto que al alejarse de un lugar parece como si las montañas devoraran a los pueblos escondidos entre valles.
Me gustó mucho la forma en que narraste. Lo has escrito lleno de matices y comparaciones que resultan hasta poéticas y te transportan al pueblo. Felicitaciones.
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