Por Julio Urízar
El silencio le acecha los dientes esperando hacerse notar cada vez que entra
a una habitación. Tía Valeria, con las mejillas acaloradas, derrocha uno de sus
cuentos rodeada por los sobrinos; y de pronto, callan: el nene.
Pasa como un pequeño silfo visible con el escalofrío de la espalda. Apenas
desaparece en la otra habitación y la historia vuelve a su cauce. Tía Valeria
respira aliviada.
El nene es intangible. Se le siente pasar con sus pasitos cortos, apenas
moviendo las manos cuajadas de pintura y trocitos de papel. La mirada
inexpresiva, los labios resecos, escamosos, como de huérfano, y las pestañas,
largas, resguardando el misterio de la intemperie. Las costillas aparecen en su
piel en cada respiro de anciano, el vientre se le infla y desinfla, hambriento
y salpicado de colores sucios. Cuando llega a la cocina apenas puede respirar del esfuerzo,
pareciera que se atraganta con su propio cabello, que le cuelga hasta los omóplatos,
acaracolado en campanillas negras que pronto algún colibrí siniestro vendría a
libar con ternura. El nene se derrama la leche en todo el cuerpo al beberla, le
tiemblan las manos, el vaso es muy pesado y la alegría de sus hermanos le
asusta, choca como címbalo contra las nubes que se han instalado en sus oídos,
apenas acostumbrados a escuchar ya. Su nariz sólo sabe sobrevivir. Las galletas
le saben bien.
-Gracias, tía Valeria -dice al regresar a su cuarto. Todos, por supuesto,
han callado otra vez. Al subir las escaleras comienzan de nuevo, alegría de
niños limpios, fingida, con cierta perturbación ante las huellas de fresco que
han quedado en la alfombra.
El nene llega lento, con el peso de toda la casa sobre sus pies descalzos.
La pintura se ha endurecido otro poco entre sus dedos, artritis de óleo y
acrílico entre las uñas. Cansado, silencioso, el nene remoja un pincel y sigue
pintando antes de que todos sus poros ya no puedan respirar. El silencio va
tomando forma. El nene le ha dado un rostro. El día que terminó cayó exhausto
entre las tablas, el retrato de su madre muerta como lecho. Sintió entonces,
antes de quedarse dormido, unas manos con olor a rosa, un suave roce de piel
sobre su rostro, unos labios suaves diciendo el mejor buenas noches de todos.
Los pellejitos de sus labios, vilanos de diente de león, pedazos de frío en
soledad, se desprendieron y volaron, felices, más allá de la ventana.
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