Por Jose Andrés Ochoa
La luna está ahí y sin embargo no
la observamos. La vemos, sí, pero no la observamos. Pues es ese satélite, que
orbita alrededor de la tierra, el que obliga a cambiar las actividades y
permite observar al ser humano en otra faceta. El hombre reservado , el que
lleva traje y corbata por el día, afloja las ropas y libera su cuerpo al ritmo de
la música y la cadencia del licor. Porque ya es de noche, y ahí unos prefieren
tomar las calles, viajar en sus camas o entretenerse en algo distinto. Algo no
cotidiano.
Es la luna y está ahí. Está
presente, latente pero no se manifiesta. Y son aquellos enamorados, los que
deciden compartir algo más que cosas materiales con otra persona, los que más
dedican lapsos de su tiempo a observar aquello que nos observa desde arriba.
Porque la luna es romántica. Lo dicen quienes, con un ingrediente distinto en
su corazón, son capaces de encontrarle los colores a algo que parece no estar.
Aun cuando es luna nueva y decide esconderse.
Tal vez es eso. La luna en tres
etapas que a mí me gusta ver, como un triángulo equilátero , un campo de
regocijo para los matemáticos, la que nos observa desde arriba. Y es tal vez,
cuando la observamos, sin importar sus fases de oscuridad, crecimiento y
totalidad, notamos esos colores. Esa diversidad que esconde la noche y que nos
permite demostrarnos en una faceta distinta. Evitando la obviedad del día, y
permitiéndonos imaginas cuál será el color de mi noche.
Hace falta, pues, tomar de la
mano a alguien y no decir nada. Observar la luna. Así como lo hizo Pink Floyd
hace años para inmortalizar su TheDarkSide of the Moon.
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