06 noviembre 2011

El Asilo

Por Julio Urízar

Luego de salir corriendo, se perdió en la llanura donde los zopilotes cortaban el cielo y la villa, en el horizonte, se cubría de humo y se alejaba cada vez más. Por mucho que corriera, no llegaría nunca. En su mente resonaban aquellas palabras. Los imposibles se habían adueñado de la posibilidad. El polvo llenaba sus dientes. La locura, su desesperación.

El día que José Isabel, recién graduado de enfermería, entró al asilo, pletórico de emoción, se dio cuenta que había encaminado su futuro en la senda correcta. Este era un muchacho bondadoso que amaba la ternura de los ancianos y, con las vueltas que da la vida, decidió de pronto, un día, al ver el cadáver de un viejo indigente a mitad de la plaza, muerto por el hielo de la madrugada, que dedicaría su trabajo a cuidar a los pobres y olvidados hombres y mujeres de la tercera edad.
-¡Hijo! ¡Oigan todos, oigan! ¡Vean, este que está aquí es mi hijo! Vean qué grande y guapo que está.
José Isabel se dejó apretar las manos, que extendió a la ancianita frágil y pequeña que había sacado fuerzas de quién sabe dónde para levantarse de su silla y abrazarlo. Le parecían aquellos dedos garrudos la piel de un crucificado ahumado por las velas de cuatro siglos.
-Su nombre es Silvita de Araujo –le explicó Flora, la enfermera principal, su próxima jefa, enorme y rubia, rosada, alemanona-, para ella todos son Jorgito.
-¿Quién es Jorgito? –José Isabel se separó con delicadeza de la anciana, quien fue reconducida a su lugar por la joven que esa mañana le daba su papilla. Mientras era conducido a la siguiente habitación, Flora le explicó: -Es su hijo, pero nadie sabe nada de él.
-¿Murió?
-¡Qué! Anda en el extranjero, dándose la gran vida. Y dejó a su mamá aquí, olvidada. Nunca manda ni un centavo. Pasa con muchos de nuestros viejitos. Los vienen a dejar. Menos mal que la villa está bendecida por la generosidad de buenos samaritanos. De otro modo yo no sabría cómo podríamos mantener este lugar. ¿Ha visto a esa jovencita, la chinita? Es Maricrú, siempre está aquí para ayudarnos. Pura caridad. No todos los asilos pueden mantenerse tan bien como este por la caridad.
José Isabel iba a la iglesia. Era muy devoto. Y pensó que cuando fuese el domingo dedicaría sus oraciones a aquel pueblo tan singular, donde el hospicio de ancianos era uno de las instituciones mejor mantenidas. Las paredes, impecables; de la cocina surgían a toda hora fiambres deliciosos, listos para llevar las habitaciones de sus residentes, las cuales, por lo que llevaba viendo, eran espaciosas y limpias, tanto así que el suelo, sin alfombras, parecía un espejo que ninguna alimaña se atrevería a pisar con sus repugnantes patitas.

Nada comparado con los hospicios y hospitales de su tierra. -Eso veo –dijo, respondiendo a su vez al saludo de dos hermosas y próximas colegas que con sus uniformes blancos pasaron a su lado, cada una con una carretilla llena de sábanas y toallas igual de níveas, listas para servir a esa hermosa etapa de la vida-, todo
está muy bien aquí. -Al parecer, joven, no se lo crea. Hay algunas cosas que a veces se nos salen de control.
De pronto escucharon un grito proveniente del final del pacillo.
-Por ejemplo… –susurró doña Flora, doña porque que había notado que a la mujer le desagradaba su exceso de confianza. 
José Isabel se pegó a la pared como una estampa antes de que un tropel singular lo atropellara: al frente un anciano con pantalones militares y una rala camisa blanca corría con los brazos en actitud de sostener un arma de alto calibre. Gritaba frases como “vamos brigada”, “si, mi capitán, eso es lo que quiero oír” y “esos hijos de puta van a tragarse su propia caca”. Y detrás la infantería de fornidos enfermeros dispuesto a controlar al disidente con la fuerza necesaria y también, como pudo comprobar José Isabel, con la
ternura requerida para manipular su fragilidad.
-¡Misión cumplida, mi capitán, el enemigo ha sido vencido! –gritó con el mismo tono militar uno de ellos, plantándose ante el viejo con paso firme mientras los otros enfermeros lo sostenían y lo llevaban de regreso a su habitación. La columna del anciano volvía a curvarse y perdida la energía con que había atravesado el corredor, José Isabel lo vio perderse escoltado por su tropa con una silla de ruedas hasta el fondo del pacillo.
Tenía tanto que aprender. Siguiendo a Flora, fue descubriendo que aquella casa debió haber sido una mansión de grandes proporciones. Siendo ideales la incontables habitaciones que poseía para el proyecto del asilo. Todas ellas se reunían alrededor de media docena de patios con fuentes y jardincillos que en las mañanas soleadas solazaban a los ancianos más fáciles de convencer. La mayoría, le había dicho doña Flora, prefería quedarse siempre en sus recámaras, porque si algún familiar llegaba a visitarlos podría
encontrarlos fácilmente.
-Él era don Efraín Monteavellano. Suele hacer ese tipo de cosas. José Isabel no pudo creerlo.
-¿El que arrasó con los subversivos?
El joven no tenía muchos conocimientos de historia. Pero su familia era conservadora así que todo aquel que no tuviese inclinaciones militares o preferencia por esta, era un subversivo. Aunque la guerra hubiese acabado hacía décadas, muchos seguían considerándose rebeldes o bien, no rebeldes, en ambos casos bajo el nombre de defensores de la patria. La verdad era algo que siempre le había confundido. Notó que a doña Flora no
le agradaba mucho aquel tipo de comentarios.
-Él mismo –dijo con sequedad-, no nos gusta que pase lo que acaba de presenciar.
Es peligroso que corra por todo el hospicio como un caballo, por eso a él lo cuidan tantos muchachos. Potro salvaje requiere manos fuertes. Pero ya ve que hasta a ellos se les escapa. Hace algunos meses lastimó a doña Paquita.
Doña Paquita era precisamente la ancianita con la que se encontraron a continuación. Disfrutaba del sol y el sonido del agua mientras un enfermero, también joven y simpático, le ayuda a dar un paseo en uno de los jardines. La viejita introducía su aguado brazo en el del muchacho, que iba indicándole cómo era el camino o el color de las flores o lo hermoso que estaba el cielo azul, pues ya no veía bien.
-Ella fue traída aquí hace casi un año. Nadie ha venido a verla desde entonces.
-La han olvidado también –supuso José Isabel con amargura.
-No. Es extranjera. Cuando se casó su esposo la trajo desde muy joven a este país. Nunca tuvieron hijos y perdió totalmente el contacto con su familia. Cuando su marido falleció hace tres años, se quedó sola. La encontramos en un estado de inanición indescriptible. Fue gracias a la llamada de un vecino. Como ve, la villa está plagada de almas nobles. Verá que es un gusto trabajar aquí.
Otro tropel de enfermeros pasó a su lado. Todos ellos muy sonrientes y educados. Flora le presentó a cado uno de ellos al que sería el nuevo integrante del equipo. Todas las colegas, en su mayoría, le parecían simpatiquísimas. José Isabel pensó que sí, que sería un gusto trabajar en ese lugar tan encantador.
Flora continuó enseñándole las instalaciones.
Muchos de los ancianos requerían que sus alimentos fuesen llevados a sus respectivas habitaciones. Más los que tenían la posibilidad de salir de ellas bien podían acudir al gran comedor si gustaban. Era este un salón largo con múltiples mesas y sillas a las que, como el mejor de los restaurantes, se dirigían amables meseros que controlaban perfectamente la dieta de cada uno de los comensales. Por no ser hora de almuerzo, José
Isabel no pudo ser testigo del maravilloso espectáculo que se llevaba a cabo en ese lugar.
Sin embargo, pudo comprobar que debajo de las lámparas y los cortinajes que ondulaban por encima gracias al fresco que penetraba por las cristaleras, algunos ancianos se divertían con juegos de mesa, manualidades y la música ligera de su tiempo que una radio escupía con brillos de oro viejo en el rincón. En ese mismo sitio había un pequeño escenario, donde Flora le explicó, cuando la fiesta está muy alegre, las viejitas más atrevidas se lanzan al karaoke. En la pared del fondo un mural representaba el paisaje de un lago y sus montañas azules.
-Lo pintó un artista que pasó sus últimos días aquí mismo. Tenía un talento asombroso. Murió muy contento, con todos sus amigos alrededor, quienes después le hicieron un homenaje en no sé qué universidad. En su cuarto aún siguen colgados algunos de sus cuadros. Podrá ver otros a lo largo de toda la casa. ¡Viera que cómo lo queríamos!
Todavía estaba cuerudo cuando pintó este mural. También era poeta. No nos avisó que se iba a morir
José Isabel preguntó por la extraña afirmación. Flora le indicó que continuaran por la derecha, y dijo:
-Aquí todos avisan, peor si son poetas. Avisan, créame, Chabelito. Algunos lo anuncian: “Mañana me muero” y se mueren. Otros dicen lo mismo pero no les pasa nada, igual debemos estar preparados. Estamos más pendientes de quienes están enfermos. Cada respiro que dan es un aviso. Pero don Mario estaba bueno. Se murió así nada más, de repente.
-¿Y vino su familia?
-Si vino la gente que lo conocía. Como le dije, ¿o no se lo dije?, en esa universidad hasta le pusieron a un salón su nombre, y allí se llevan a cabo frecuentemente exposiciones artísticas.
-No, quiero decir ¿vino su familia, sus parientes?
-Fijese que no sabría decirle, joven. Había tanta gente ese día. Pero si llegó, llegó estando él ya muerto.
-Entonces fue eso.
-¿Qué cosa?
-La soledad. Ésta no avisa…
Flora lo interrumpió pues dijo buenos días a una viejita gruñona que salía en silla de ruedas de una habitación cercana. En su regazo llevaba un ramo de rosas envuelto en celofán.
-¡Necio este Calisto!
-Calixto, doña Eduvigis –corrigió la enfermera que la llevaba, una morenita de grandes ojos verdes. Llevaba un botón suelto. José Isabel bajo la mirada sin querer.
-¡Calisto, Calixto, Caligrandiabla como sea! ¡Yo ya le dije que no me quiero casar con él!
-¿Tiro entonces las rosas?
-¡No, como va a ser, niña! ¡Estas rosas son mías!
-Sí, son suyas. Vamos a visitar a su amiga Maurita para que se las muestre.
La enfermera le guiño el ojo y José Isabel las vio desaparecer en el interior del gran comedor. Al cerrarse la puerta, desaparecían también los sonidos de la radio para dejar brillar el canto del sol que penetraba por los ventanales: un silencio de primavera, acompañado de uno que otro estornudo o tos envuelto en frazadas al otro lado de las paredes.
-Le decía que esta no avisa –dijo, retomando el tema y la caminata.
La voz de doña Flora ya no sonó tan amigable: 
-Como ha podido comprobar, aquí los cuidamos muy bien, joven. Los viejitos se encuentran contentos. Todos añoran algo, contra eso no podemos hacer nada. Pero le aseguro que él murió muy feliz.
José Isabel optó por cambiar de tema. Continuaron visitando a otros residentes cuyos nombres sería bueno que conociera ya que en cualquier momento se necesitaba la ayuda de más de un enfermero para cubrir cualquier situación que pudiera darse. Para no hablar mucho de sus respectivas soledades, José Isabel elogió con verdadera admiración la arquitectura de la casa y lo bien conservado y limpio que hallaba cada rincón.
-Los aportes de los ciudadanos, le digo, joven, son ellos los que hacen que este sea un palacio lleno de encanto para nuestros ancianitos. ¿Ve esas rosas? Sea verano o sea invierno están allí porque nos las mandan cada semana de los invernaderos más grandes del país. En realidad no están plantadas. Nuestro equipo de jardineros se encarga de recolocarlas cada semana. Cuando mueren, se reemplazan por nuevas. Ya ve que este clima no es muy fértil para estas cosas. Claro que nuestros viejitos no lo saben, todo esto se lleva
a cabo durante la noche. Si ellos desean algunas rosas para su habitación, no dude en venir por unas. Don Calixto siempre le regala unas a Eduvigis. Aunque, déjeme decirle, don Calixto no existe. Las flores se las damos nosotras todos los días. Se pone tan contenta. Puede que no acepte sus peticiones de matrimonio, pero ella las coloca en su florero favorito y a todos los que entramos a su cuarto nos dice con orgullo que Calistío se las regaló. Flora lanzó una carcajada, pero José Isabel pensó que aquello era un cruel engaño.
Más decidió no expresarlo y en su lugar opinó acerca de que tanta rosa cada semana debía ser una inversión carísima.
-¿Es usted sordo? –las palabras de Flora, sin dejar su dulzura, se cubrieron de un velo ligero de indignación-, le he dicho que nos las donan los invernaderos. Uno de los socios tiene a un familiar aquí, a su madre, doña Conchita Palma, más tarde la irá a conocer. 
-Y viene a verla de vez en cuando… supongo.
Flora hizo un gesto de fingida desesperación.
-No tiene necesidad de venir. El señor hace bastante ya con colorearnos los jardines. Le repito, joven, que aquí los tratamos muy bien. Tan bien que se olvidan de sus familias…
-Ellos no olvidan –de pronto José Isabel ya no tenía tanto entusiasmo de estar allí-. Son las familias las que lo hacen.
-Los cuidamos muy bien –insistió doña Flora-, y ellos no los olvidan, si así fuera este lugar no sería lo que usted está viendo. Serviríamos frijoles rancios, café frío, olería a orines, habrían goteras y usted saludaría con la misma educación a las distinguidas cucarachas que encontraría en los pacillos como lo ha hecho con nuestros felices y atendidos ancianos agotados ya de una larga larga vida llena de esfuerzos y trabajo.
Habían llegado a una sala cuya decoración era algo que el joven José Isabel nunca antes había visto en su pueblo. Desde lo alto de una pared falsa se deslizaba una cascada hasta el suelo, donde se dividía en dos pequeños riachuelos artificiales que desembocaban en las fuentes del jardín. Sobre ellos, puentes encantadores unían pequeñas salas de té, iluminadas con la luz dorada del sol que se colaba entre vaporosas sedas colgantes. Era un espacio que invitaba a relajarse y disfrutar del sonido del agua al caer y a veces, de la
lectura que, iba explicándole Flora, alguna buena voluntad recitaba sobre el podio que había en el centro. Allí acudían los ancianos que gustaban más del sosiego de la literatura que de la alegría del karaoke. Ellos mismo recitaban poesía algunas veces.
En ese momento, el lugar estaba silencioso y ocupado nada más que por una anciana y su acompañante, un enfermero bajito y con el mismo rostro angelical. No poseía una belleza resplandeciente pero la bondad y ternura de sus gestos lo hacía verdaderamente un ser celestial al lado de aquel ser taciturno y gris. Se acercaron a ellos. 
Por ser su primer día José Isabel aún carecía de su uniforme. Tal vez por aquella razón, al no más verlo en sus pantalones de mezclilla y su camisa a cuadros, los ojos de la anciana se llenaron de un brillo ingenuo que duró mientras alguna esperanza invadía su corazón.
-Mire qué suerte –dijo Flora-, ella es precisamente doña Conchita Palma. Buenos días, doña Conchita ¿cómo ha estado? La vieja no contestó. José Isabel se sintió desnudo con aquella mirada encima. De algún modo, le desanudaba la corbata, le bajaba los pantalones, le quitaba los zapatos y los calcetines, y luego lo bañaba con agua fría. Sus labios se despegaron dejando una liga blanca y pastosa entre ambos, la cual se reventó cuando de aquella cavernita surgieron carrasposas palabras:
-Pensé que usted era mi hijo.
José Isabel volvió a sentir ternura. Pensó que tendría que acostumbrarse, mientras no vistiera comoenfermero, a pasar como la descendencia perdida de todos aquellos pobres fantasmas.
-¡Tan chistosa doña Conchi! –exclamó Flora-: El joven es el nuevo enfermero.
Venía a presentárselo para cuando usted lo vea y necesite algo. Estará muy cerca de aquí.
José Isabel se inclinó orientalmente con las manos juntas, y húmedas, debajo del ombligo, diciendo que era un gusto conocerla. Temía quebrar aquella estatuilla de brea si se atrevía a darle la mano o abrazarla. No obstante, la anciana permaneció con la misma actitud.
-Pensé que usted era…
Flora se despidió del enfermero de doña Conchita y continuó guiando a José Isabel por los tantos pacillos que fueron necesarios para llegar a su destino. El joven no supo quitarse de encima aquellos ojos nevados, y sabiendo esto, para que no pudiera opinar nada al respecto, quien sería su gorda jefa a partir de mañana le fue hablando de los demás ancianos, de la comida que se servía caliente a unos y fría a otros, de los horarios, las dietas especiales, los días festivos, de cualquier cosa, con tal de mantener su propia boca cerrada. Poco a poco volvió al tema de la amabilísima villa que con sus donaciones permitía que el establecimiento estuviera en tan perfectas condiciones. 
-Casi todos tienen a un familiar aquí, comprenderá que a eso se debe que no
dejan de apoyarnos. Quieren lo mejor para ellos. ¡Son tan buenos! Y quienes fueron más
bondadosos son los hijos de la que fue alguna vez la dueña de esta casa, la cual por cierto,
es nuestra huésped privilegiada.
José Isabel se hallaba de pronto en medio de un corredor largo y cubierto con una alfombra esmeralda, orlada con motivos geométricos. Era el único lugar en toda la casa que tenía una alfombra. A los costados no había habitación alguna, tan solo lámparas antiguas y un par de frescos oscurecidos por el tiempo, ventanas a mundos de negrura incrustados en la pared. La única puerta se levantaba al fondo del extraño corredor, que de pronto, a pesar de la intensa luz que dejaban atrás, se hallaba sumergido en penumbra. A medida que se
acercaban, José Isabel sintió que un intenso aroma a rosas emergía de los resquicios de la madera.
-Yo lo dejaré aquí –musitó Flora-, a doña Graciela Santibáñez no le gusta que entren
a su recamara más de dos personas. Deberá conocerla usted mismo, después de todo será usted su nuevo enfermero.
-¿Qué pasó con el anterior?
-Se ha ido diciendo que motivos personales le impedían seguir trabajando aquí.
-Ya veo ¿Qué clase de motivos?
-¡Qué preguntas hace usted, joven! Si no fueran personales a lo mejor podría contárselos.
-No sé, veo que nos dirigimos a una de las habitaciones más apartadas. Hay alfombra, se evita la luz. Me parecen condiciones demasiado particulares para una sola huésped. Flora asintió.
-Entiendo que le parezca extraño, joven. Tengo que decirle que en efecto, doña Graciela es un poco especial a comparación de cualquier otro anciano al que pudiera estar a cargo. Es nuestra residente más antigua, ha habitado esta casa desde mucho antes de que el hospicio fuese fundado, precisamente por uno de sus bisnietos. La pobre mujer ha sufrido bastante, usted comprenderá. Prefiera mantenerse sola, pero no será nada difícil tener que habituarse a sus maneras.
-¿Hay algo tan especial en ella?
-Algo singular, sí –el seño de Flora obtuvo las mismas características del pacillo, como si de ellos, de pronto, surgieran todas las sombras-. Antes de dejarlo solo, le contaré un secreto: doña Graciela fue toda su vida una mujer ejemplar, abnegadísima, una madre tierna, una abuela amorosa… ¡Pero también es una bruja!
Eso José Isabel no se lo esperaba. Con una sonrisa instó a su nueva jefa a seguir explicándole aquello. Aquella mujer que había tratado a los ancianitos con tanta bondad ahora se refería a esta, mientras estaban solos en ese pacillo, con términos escatológicos. 
-¿Y esta bruja…? –preguntó con sarcasmo.
-Esta bruja, así como le digo, joven, esta bruja es el diablo mismo.
-Debe tener su carácter.
-Para eso tenemos a doña Eduvigis, joven. Esta mujer es el demonio. Y es una lástima que no podamos sacarla de aquí.
-¿Cómo puede decir eso?
-Me da mucha pena, joven, pero es cierto. Al asilo le haría mucho bien que esta mujer se fuera. Lástima que de ella dependan las escrituras. Todavía, entenderá, no somos completamente independientes. Nos cuesta, no crea. Por eso estamos tan contentos de tenerlo aquí, el asilo se esmera mucho en escoger a los mejores. Sabemos que hará un buen trabajo.
Aquel elogio no se lo esperaba José Isabel. Se dijo que lo único que hacía falta era comprender a la anciana. Aquella obscuridad, aquel exilio dentro de la casa, debía afectarle intensamente el ánimo ¿a quién no? El último enfermero no debió ser tan preparado.
Entendía que tenía frente a él una misión valiosa y para eso estaba allí, para eso se había preparado los últimos dos años y se sentía orgulloso de poder ayudar a alguien que sólo necesitaba atención y un poco de luz. De todos modos, quiso enterarse de su historia. Los anciano, lo sabía muy bien, son libros gruesos que hay que leer y entender bien antes de querer interpretarlos.
-Sólo llegó a tener una hija –le contó Flora-, pero esta, que Dios la tenga en su gloria, murió hace muchos años. Afortunadamente logró darle descendencia. Dos nietos, a los cuales les tenía un gran cariño. Al nacer cada uno de ellos se sintió la persona más dichosa del mundo.
-Ya ve, eso no me parece propio de una bruja.
-Lo será. Escuche: La nieta más joven murió de una enfermedad siendo pequeña.
Así que la creatura que le quedó fue su adoración. Ella lo crió y lo hizo un hombre que a su vez también tuvo dos hijos. Siendo bisabuela se sentía, como podrá ver, contentísima, porque además todavía tenía suficiente vida y fuerza como para ver crecer a sus bisnietos. ¡Imagínese! Sólo la gente de antes llega a vivir tanto, debe ser por la forma de alimentación de esos tiempos, no como ahora con todas estas cosas que se ven. Como le decía, uno de estos bisnietos fundó este hospicio. Naturalmente crecieron e hicieron sus vidas. Así que dejaron a doña Gracielita aquí, asegurándose que estaría bien atendida. Fueron nuestros máximos benefactores. Ella los amaba tanto. 
-¿Está diciendo qué ya murieron? –preguntó José Isabel con gran expectación.
-Por supuesto, eso fue hace más de dos décadas.
-¡Pues entonces sí que ha tenido una vida muy larga!
-Por eso, joven, es una bruja –José Isabel rió de nuevo-, créame, joven. Yo sé lo que le digo: cuando sus bisnietos iban creciendo, y dado que estaba destinada a tener una larga vida, hizo un pacto con el demonio, ella misma lo cuenta…
-Ha perdido el juicio.
-Sea como sea, la vieja no se muere. Como le decía, hizo sus malos negocios para no morirse hasta que la hicieran tatarabuela, hasta no entregar su amor a una nueva generación.
-¿Eso es una bruja? Me parece algo hermoso querer vivir para dar amor.
-No crea, hasta el amor se cansa. Sobre todo cuando está condenado a empolvarse.
-¿Qué trata de decir?
-Su primer bisnieto murió en un accidente espantoso y el segundo fue incapaz de tener hijos. No hubo más descendencia.
-Entonces, dice usted, ella no se puede morir –José Isabel aspiró el embriagante perfume que se escurría de la recámara con cierto descompás en la expansión de sus pulmones-, ella nunca va a anunciar que se va a morir.
-Ya lo ha intentado todo.
José Isabel volvió a reírse, esta vez más fuerte.
-No veo cual es la complicación –dijo, volviendo a su incredulidad-: vine dispuesto a este lugar para dedicar mi tiempo a un ancianito que lo necesite. Y no me importa si está muy enfermo, triste o desquiciado, si ha hecho pactos con el diablo o cosas por el estilo. Mejor si no se puede morir nunca. Puede que me encariñe con ella.
-Qué bueno que lo tome así. José Isabel no quiso insistir más, estaba seguro que lo que encontraría al otro lado de la puerta sería sólo una anciana triste y arrinconada, como todas las que había visto desde su llegada al asilo, sólo que verdaderamente descuidada por los mitos que a su alrededor esta gente había formado. Aún más, pensó que a lo mejor aquel lugar de la casa podría ser el menos enfermo, la auténtica locura estaba en todos los demás corredores y jardines. Y allá afuera, en el mundo exterior, en aquellos que olvidaban a sus familiares allí, en donde algunos, con gran cinismo, como esa mujer, ocultaban detrás de su aún pulcra labor la verdadera tristeza de los solitarios ancianos que atendían. Aún así, se atrevió a preguntar:
-¿De dónde saca usted esta historia?
-Ella misma lo ha contado. Ella dice que es una bruja y que por haber pactado con el diablo no se podrá morir nunca. Tuvimos que creerle. Como a todos, pensó José Isabel. Creerles para no destrozar sus ilusiones y matarlos antes de tiempo. Lo cual hubiese sido mejor. Aquel trabajo, más que ser un enfermero de compañía, era ser el hijo perdido, la brigada que lucha en contra de los subversivos, el enamorado que había muerto y quizás ahora, el tataranieto que nunca nació. No se dijo más. Doña Flora abrió la puerta y José Isabel entró a la recamara de Graciela Santibáñez. Los efluvios de escaramujo lo calaron rápidamente en un aire pesado y empalagoso. Las cortinas, cerradas, sumergían el espacio en el calor y la humedad, como si se
escondieran bajo las alas de una gallina enferma. Lámparas tenues situadas en los costados del baldaquín intentaban darle forma a las cosas. Al menos con esa luz José Isabel fue capaz de observar sus pasos y situarse ante el dosel, donde tenía intención de presentarse ante doña Graciela, quien debía estar esperándolo. Aguardó en silencio pero al parecer su presencia no era percibida. Era de suponer que una persona tan mayor tendría privados algunos sentidos, por lo que tendría que hablar recio para hacerse escuchar. Tras aclararse la garganta, José Isabel contó hasta diez para darle una última oportunidad. Continuó sin escuchar voz o respiración ajena y sin percibir movimiento que no fuera el de sus propios dedos danzantes detrás de su espalda. No entendía por qué de pronto estaba tan nervioso. Pensó que quizá la mujer estaría dormida. Lentamente fue acercándose para comprobarlo, pero detrás de los velos descubrió que no descansaba ni el alma del diablo, que según el cuento de la enfermera, andaba muy cerca de allí. Volvió a reír entre dientes. El diablo… ¡Qué cosas!
-Buenos días –susurró.
Espero. De pronto un rozar de piel y tela se escuchó en la monotonía del cuarto, casi como si el aroma a rosas le hubiese susurrado algo al oído. José Isabel supo de inmediato de dónde provenía: estaba sentada en el sillón situado junto a la chimenea, apagada por entonces. Se dirigió hacia ese lugar.
-Buenos días, doña Graciela.
Pero continuó recibiendo como respuesta el silencio.
-Mi nombre es José Isabel –prosiguió-, a partir de mañana yo seré su compañero.
Mucho gusto.
De repente la señal de una mano oscura le pidió que se acercara. Recuperado, José Isabel acudió con rapidez. En algún momento llegó a imaginar cómo serían las cosas allí adentro si lo que había dicho Flora era verdad. No negaba que aquella historia había causado en él una fuerte impresión, por alocada que fuera. La emoción incluso había transformado el lugar, lo había hecho más oscuro de lo que verdaderamente era. Ahora que comprobaba que no había nada anormal en el lugar, el olor a rosas le pareció delicioso y
en sí, comprobó que la habitación era como cualquier otra, quizás más lujosa dado que en algún momento la mujer allí sentada fue la ama y señora de aquella mansión, todo muy limpio y ordenado, confortable por lo demás. Tal vez con un poco del sol… la convencería de abrir las cortinas.
Pero a medida que se acercaba algo a los pies del sillón captó su atención. A la luz de las lámparas se asemejaba un charco oscuro, quizás café. Había también un chuchillo. Pensó que en un movimiento mal dado, propio de los ancianos, a doña Graciela se le habría caído el azafate donde le llevaban la merienda. “Pobrecilla” pensó, “Iré de inmediato por otra ración.”
Más cuando José Isabel se inclinó a recoger el cuchillo, su piel se impregnó de algo que no era café. Aún cálida, entre las rosas, José Isabel percibió un aroma metálico. Poco a poco elevó la vista y la mano que lo había llamado, cubierta del mismo color, guió su mirada, con la misma paciencia, con la misma ternura, hacia algo acariciado ubicado en el regazo de la mujer.
Allí, encima del plato enrojecido, una especie de pelota blanca clavaba en él dos ojos que parecieran haberse quedado sin párpados. José Isabel sintió cómo volvía a quedar sin sus prendas y el agua fría, desde algún vacío en el espacio, le pasaba una lengua eléctrica por la espalda. Unos labios se despegaron espumosos por debajo de una nariz cercenada, más cuando una liga de baba rosada los unía todavía, antes de que José Isabel asumiera de que aquella cosa era una cabeza, de algún lugar surgió un susurro que se amplió en la voz más áspera que el joven pudo haber escuchado jamás. El tronco sin cabeza se elevó del asiento y como si el cuello a la mitad quisiera todavía producir los sonidos que ya no le pertenecían, el espectro gritó jalándose las canas a sí mismo, elevando la cabeza para decir en estridencias:
-¡Nunca podrán morirse, mis amados! ¡Nunca vamos a morir!
Esta ciudad cada vez es más grande y al mismo tiempo, cada vez más pequeña. Hay espacio sólo para los que funcionan. Costales sin hogar duermen en sus calles. Uno en especial, un viejo cuya mirada pareciera estar viendo todo el tiempo una imagen terrible, murió de hipotermia una madrugada de enero. Amador lo conocía, se hacía llamar Chabelo, le llevaba algo de comer después de regresar del instituto, le daba lástima. Al enterarse de su muerte supo que había encontrad su vocación: estaba decidido a no seguir permitiendo que la sociedad se olvidara de quienes, a pesar de ser indefensos e inútiles, habían contribuido a su construcción. No podía permitir tanta injusticia. Y después de arduos esfuerzos por estudiar enfermería, fue en busca de empleo a una casa de retiro cercana que lo aceptó inmediatamente. Las últimas noticias han anunciado su desaparición.

1 comentario:

Evelyn Revolorio dijo...

Me impresiona la forma en que escribes... es increíble la gran cantidad de detalles, la forma en que se describen los personajes y como la historia puede tener un final tan tétrico, cuando en todo su desarrollo se pinta como un cálido y hermoso lugar para que los ancianitos pasen sus últimos días allí, con comodidad y atención. Me parece que tiene un mensaje muy claro de como se pueden llegar a olvidar de las personas, con el tiempo y como pueden los seguir esos ancianos con la esperanza de volver a ver a aquellos que los han olvidado.
Al igual me impresiono la extensión del cuento... bastante largo, pero muy bonito.