15 noviembre 2011

Carta

Por Julio Urízar

Nota encontrada en la gruta Cortázar de un tal J.U.M


Quien seas:

Casi puedo sentir que el sol chirría sobre mi piel. Al no más salir por la abertura, después de
meses de andar en la obscuridad, pensé que podría sentirme satisfecho. Después de todo había
sobrevivido.

Me observo las manos cubiertas de esta sustancia azabache, curtida, inyectada en mi sangre
por los ojos y la boca. Ese fluido ha sido, en todo el recorrido, mi único alimento. Estas uñas,
ennegrecidas y alargadas, con las que trato de tomar torpemente un fragmento de grafito para
escribir estas palabras, han escarbado kilómetros de profundidad y en ellas, en mis dedos, yacen
los rezagos de cientos de años de formación. El trabajo ha sido duro, aunque inconstante, confieso
que ocasión hubo de no poder más, rendido, muchas veces me sometí al peso de las montañas
que se erguían sobre mí, estas que desde aquí se expanden en esa cordillera inabarcable que se
pierde en la distancia y que me hace preguntar ¿Cómo han podido tantos recorrer su interior,
de dónde han obtenido las fuerzas? Ha habido galerías por las que he caminado a mis anchas,
descubriendo vetas y manantiales donde se escuchaban cantos remotos que intenté atrapar en la
memoria. Otros pasajes me parecieron retorcidos, en algunos debí arrastrarme sin obtener mayor
fruto que el de mi bitácora desgarrada por filosas aristas o la pérdida de mi casco y la linterna.
Desde entonces he vagado palpando las paredes y jugándome la vida para no caer en grietas
siniestras, de donde provienen los murmullos de aquellos que quisieron llegar a final pero no
pudieron, que se quedaron con la garganta llena de tierra. Gélido el temor que me provocaban,
lloré y recé para que no se me permitiera resbalar. Mi voz no podía quedarse en susurros, debía
traspasar las montañas, llegar al otro lado, donde los hombres encuentran su alma. Largos
periodos de inmovilidad debieron traspasarme para poder dar unos cuantos pasos y así, poco a
poco, reptar en un mundo de inefables contornos pero lleno, en cada cruce, en cada cenote y en
cada nueva sala, de tesoros espantosos y seductores.

La luz apareció como toda luz cuando se ha dejado de ver por mucho tiempo: envuelta en
mentiras, vestida con la seda del delirio. Allí estaba, en lo alto de un pasadizo tremolante de
murciélagos. Sus chillidos me hicieron contar con que estaba salvado y pronto estaría en los
hombros del triunfo. Imaginé, ingenuamente, que había llegado al final, que había cumplido con
mis anhelos, había errado y sufrido pero no importaba, pues pronto conseguiría una suerte de
gloria que comienzo a sospechar, ni siquiera existe. El ascenso no ha sido fácil. Las últimas rocas,
donde la humedad y el cabello del sol forman una capa de limo, se burlaron de mí más de una vez
y con el rostro pegado a sus superficies, escuche las risas y reclamos de espíritus que niegan con
bailecitos y contorciones la posibilidad de ser inmortal.

Hundí los brazos en el exterior y escarbé con avaricia. Arranqué las raíces, casi las mastiqué.

Debí verme como una especie de engendro emergiendo de vapores subterráneos. El aire, seco,
provocó sobre mi espalda a la intemperie escalofríos arácnidos. Quizás la brisa fuese una vocecilla
diciéndome que no había comprendido nada, que qué insolente, que allá abajo, después de todo,
entre la tinta, me encontraba de alguna forma acompañado y aquí afuera no hay más que el
silencio de un mundo incompresible. Pertenecía a la obscuridad.

Quizás tenga razón. Estoy aquí, bajo el cielo enventolado, y me encuentro, con espasmos, tan solo.
Los carroñeros tejen lo alto y allá a los lejos, bañado en dorado, puedo ver el valle y el pueblo,
donde nadie, por más que lo intente, va a creerme. Siquiera a reconocerme. Estoy tan lejos de ser
aquel que osó entrar a la caverna un día. Pero aquel lugar sigue estando cerca. Tan lejanamente
cerca. Después de meses, después de desesperados y confusos días de noche por el vaho de la
piedra, el barro y esta trementina obscura, la tinta del mundo, no he traspasado ni la montaña que
desde mi ventana yo veía soñando un día con seguir las huellas de los antiguos exploradores.

Cada vez que lo pienso acaricio la sospecha de que esta salida fue una trampa. Tal vez habría sido
mejor quedarme allí adentro, donde, después de todo, había algo o alguien que me guiaba en
cada gruta. Aunque al final, he de confesarlo, nunca pude conocer otra piel que no fuera la mía. En
el camino iba encontrando las huellas de otros que como yo vagan allá abajo. Puede que sigan allí,
desgarrándose la planta de los pies. O tal vez hayan muerto ya. Fui descubriendo sus mensajes,
algunos los guardo con aprecio, están tatuados en mi piel. Tal vez los que vayan detrás de mí
descubran los míos. A lo mejor se topen con esta carta que escribo y que arrojaré por la abertura
prometiendo mi retorno el día en que verdaderamente me sepa listo para esto. La dejaré caer y si
la encuentras, explorador, si la leyeras tu misma, caverna, o alguno de tus tantos espíritus, quiero
que sepas que me tendrás de nuevo en tus entrañas, porque aunque temo arrastrarme y llenarme
las venas con tu sangre olorosa a libro viejo, no hallo ni hallaré aquí afuera razones para borrarte
de mi mente y así dedicarme a contar dinero en un banco, o en la oficina ver cómo los días se van
sin haber podido el color de su cielo entrar en mis ojos.

Allá abajo, en la penumbra, soy capaz de ver los firmamentos que quiera.

Volveré al comienzo y me verán, aunque se asusten, entrar en tu boca otra vez. Creerán que
un demonio ha escapado. Quizás tengan razón. ¿Acaso no es ese el tipo de cosas que hacen?
Atormentan, no importa a quién. Y yo nací para atormentarme a mí mismo.

J.U.M

No hay comentarios: