07 marzo 2011

Clarissa en la sexta avenida

Por Julio Urízar Mazariegos


¡Hubo un momento en que no supe si eran burbujas con plumas o palomas de cristal! ¡No lo supe! Junto a los feligreses que salían en desbandada, el hombre se posó en el tercer escalón de la catedral, y desde allí sopló. La vi de lejos, desde el Portal, entre este enjambre de colores que los dedos de los niños luchaban por reventar, su figura quebrada en jabón, y entre el aleteo que desde arriba del templo cayó como si aquel día el cielo decidiera imponer una muralla de arrullos ante mí, mi figura de plumas, ella comenzó a desvanecerse. O es que acaso la iglesia se derrumbaba en palomas y entre las espirales del aire V. no fuera algo más que un espejismo. En cualquier caso, di un paso, pero el intento fue truncado por esas bestias con plumas. Querían atacarme y en sus voces distinguí un afán por no dejarme pasar. Ella las controlaba. De algún modo me decían que no la siguiera, que de nada iba a servir, pues después de todo ella no era una escritora de verdad. Sólo era una lámpara apagada, con la pantalla rota. Su mirada melancólica debajo de la fuente, distante y extraviada en sus tormentos, me hizo dudar de sí en realidad era a mí a quien se dirigía con su loca palidez o tan solo estaba allí, había aparecido allí, en una de sus ciegas andanzas por la calle y por los campos. Sea como sea, su silencio y su ira andaban aquel día en el parque central de la ciudad de Guatemala, y yo, buscándome, no pensé que fuera a encontrarla allí. Quise correr para alcanzarla pero el hombre volvió a soplar, las burbujas se amurallaron ante mí, las palomas continuaron desmoronándose desde las cúpulas azules, un autobús se detuvo a media calle. Era como si cada movimiento mío fuera el aliciente para que el mundo se pusiera en guardia. Ella llevaba un abrigo, pero aún con él, su cuello de cisne atormentado dejaba traspasar su debilidad. Esa debilidad material, que en nada se parecía a su mirada, que aunque frágil, me aterrorizaba tanto como para querer llegar hasta ella y sostenerme de los broches de su abrigo. Casi parecía una paloma más, gris pero con colores que sólo se dejan ver cuando ella optaba por ponerse debajo del sol. Más era cauta y tímida, prefería las sombras, aunque en algún extraño rincón de su mente le agradara ser vista, imaginándose como un pavo real. Sigue allí. Si no quisiera verme ya hubiese escapado. Escucha algo. Sus ojos saltones dicen que escucha voces. Un rey la espía, quizás desde alguna ventaba del Palacio. Ese rey no soy yo. Yo no soy ningún rey. Está a punto de echarse a correr. Se lanza detrás de la fuente, casi cae al agua, apestosa a orines. El Palacio como fondo de su figura le husmea las piernas delgadas. Está desnuda. Debajo del abrigo no hay más que piel, piel delgada por los días en cama y la ira, la ira y la tristeza. La persigo. No puedo perderla. Las palomas nos siguen. Dicen algo pero yo no les entiendo. Todavía no les entiendo. 

Sus huellas son papeles. Los defeca mientras corre. Trato de recogerlos y leo las primeras líneas. Son cartas. Dice en ellas a un tal Leonard que no puede, que está cansada, que no sabe qué le pasa. En otra anuncia a Vita que está exultante, que ayer se vendieron muchos libros. Una está en perfecto griego. No sé griego.

No leo más. Casi la pierdo al otro lado de la Biblioteca Nacional. Se escurre como un gorrión que quisiera huir de una pradera donde le acechan toda clase de alimañas, buitres tal vez. O guacamayas engañadoras. El pelo se le escapa de su rostro perfecto. Ella es el ave, su nariz es la de un pájaro que quisiera no cansarse nunca para no dejar de volar. No obstante, cae al pozo, en caída libre, y las voces regresan, el rey la espía. Pero yo no soy ese rey, solo la veo, sólo quiero alcanzarla. Tal vez esté asustada, no sabe cómo ha aparecido aquí.

Cruza por la esquina. ¡Espérame! Hemos llegado a la Calle Real. La veo irse lejos, entre las tiendas y los árboles. Las palomas nos han dejado en paz. Ahora son las personas. ¡Son ellos los que no nos dejan correr! ¡Volar! Choca con un carruaje, el niño llora. Luego con una madre que va apresurada con el canasto de compras, preocupada porque es tarde y su marido llegará con hambre. Una mujer con un ramo de flores le grita “loca” al pasar empujándola por accidente. Ella es la normal, la que se dirige a su casa porque esa noche hará una gran fiesta. V. no entiende por qué le llama loca. Yo tampoco. ¡Es V. la que vuela, la que intenta volar! Yo también trato de aletear detrás de sus pasos. Tropiezo también. Choco con un hombre apuesto. Lleva de la mano a su pareja. Me grita que soy estúpido. Él es normal. Se dirige a su casa porque esa noche irá a una gran fiesta, beberá cerveza con sus amigos, comentarán sobre automóviles, sobre fut bol, pasará horas ante el espejo eligiendo la camisa que resalte sus hermosos pectorales, caminará erguido haciéndolos brincar y cuando todo termine, se llevará a aquella copa vacía a la cama. Y no entiendo porqué me llama estúpido. V. tampoco. ¡Soy yo quien trata de volar!

Corro tras ella. Sigo mirándole tan sólo la mitad del rostro. Pocas veces se lo he visto entero. Es casi como si tan sólo existiera la mitad de V. Parece más segura, ha remontado el vuelo. Yo la veo elevarse. Ya no podré alcanzarla. 

Entonces escucho voces. Al lado del gorrión pasa un zeppelín, casi choca con él pero V. sabe volar. ¡Ya sabe volar! Sin embargo, abajo, de súbito, todos gritan que va a caer la bomba. ¡Y lo hacen en inglés!

Una explosión. Luego del humo, veo que la sexta ha dejado de ser. Sin saber cómo, corro por una calle larga y secreta a mi conocimiento. Las tiendas siguen allí. Un tranvía pasa a mi lado. Aquello es Bond Street. Estoy en Londres.

No sé a dónde me dirijo, pero sigo detrás el pájaro que aun es un punto en el cielo, una marca en mi pared de pensamientos. Luego aparecen los jardines, repletos de claveles, de claveles rojos, y también hayas y fresnos, pero sobre todo los claveles. Un muchacho se me acerca en un enorme caballo. La bestia es gris pero hay algunos atisbos de arcoíris en su pelaje, similar a las plumas de una paloma, como los remolinos de una burbuja. El hombre, en el escalón de la catedral, sigue soplando para que los niños se diviertan.

Se apea para darme una carta. No le conozco. Es apuesto y varonil, no como yo, insignificante, al que cualquier espejo tiene consideración en odiar. Se apea del caballo para darme la mano, la estrujo con temor a ensuciarla con mi despreciable sudor. Me dice que viene a despedirse, que no va regresar pues se va a la India. Me entrega unos papales. Anuncia que son las ideas que he recolectado desde que éramos niños, desde que el sol naciera entre las aguas del mar, entre las olas. Espera leerlas algún día, transformadas en totalidad, aunque no vaya a volver pues me dice con algarabía que se moriría en un accidente, se caerá del caballo. Me llama Bernard; pero antes de decirle que ese no es mi nombre, su compañero se pasa por debajo de sus piernas y ya en su grupa, aquel extraño se aleja entre los árboles como un caballero medieval que fuera a luchar luego de haber entrenado los últimos meses para la gran conquista, jugando al criquet y enamorando jovencitas en los crepúsculos. Trato de seguirle para preguntarle a dónde ir, para saber cómo voy a regresar a Guatemala. Pero entonces sale V. de su escondite entre las ramas. Sale desnuda. Ya no necesita del abrigo. Es demasiado pesada por sí misma. Su vida es inaguantable, de plomo, como para seguir cargando con ella. Ya no brilla. Había resplandecido tanto, aunque odiara y amara brillar a la vez. ¡Pero ya no brilla! Las cartas siguen cayendo detrás de ella. Las últimas con trazos ininteligibles. Salimos de los jardines. Hay un río allá enfrente. No, no es un río. Es un barranco. Barreras de metal impiden el paso a los suicidas. Las laderas repletas de casas pobres. He regresado. ¿Pero qué hace? Ya no puede volar, ya no. Cree que tiene sus alas puestas, pero las ha dejado tiradas con el caballero que me llamó Bernard. Un perro se acerca a ser testigo de la tragedia. Tal vez él sea el único que la narre después. V. se sostiene de los inútiles alambres. Me mira de nuevo, su nariz perfecta, sus cabellos exhaustos, un único ojo esmeralda, la mitad de su rostro que no existe del otro lado, toda ella encierra una locura incapaz de seguir soportándose. Se lanza. No puedo hacer nada. Desde el puente el Incienso veo como una figura femenina cae dejando atrás una nube de papeles, escribiéndose solos en el aire que se traga sus últimos pensamientos. Esos pensamientos que en demasiada cantidad la tenían destinada a volar alto y caer cada vez más duro. Aquella era su última caída. Tal vez todo hubiese sido diferente si hubiese sido una mujer normal, si remendara la camisa rota de su marido, si supiera tocar el piano, cabalgar con las piernas juntas, bordar angelitos, si supiera francés y no griego, si hubiese ido desde el principio a comprar las flores.

La veo caer. El gorrión desaparece en la profundidad sin que pueda volar otra vez. A mis espaldas las montañas se abren para dejar a la vista las costas británicas. Es un mar melancólico, de un color que nunca antes he visto. Llora. Ante él un faro me ofrece posada. Dice que vaya hacia él. Pero todavía no puedo volar. He de buscar, mejor, la manera de regresar a mi casa. Todo ha terminado. 

O quizás no. Aturdido, pienso que quizás mañana, al despertar, descubra con horror que una reina me espía desde las sombras, o que los zanates, desde la ventana, susurran en un idioma que no es el mío. En kiche´ o peor aún, en griego. Y tenga que salir, huyendo de la normalidad, deseando y odiando la normalidad, con mi abrigo puesto y en los bolcillos, mi propia sepultura, un cargamento de piedras para hundirme más rápido en las aguas del inmanente río Ouse.

2 comentarios:

Pablo dijo...

Julio! Vaya cuento! Te ha quedado muy bien! Qué imaginación la tuya! Primero que nada mantienes mucho el misterio, ¿quién será la muchacha? Eso mantiene la trama en el cuento y el interés por parte del lector. Eso lo manejas muy bien! Por otro lado, las metáforas que utilzas ("burbujas con plumas o palomas de cristal", "las huellas son papeles", "la muralla de palomas cayendo") WoW! Hoy si te luciste, me ha encantado! Además, has escondido muy bien el personaje, he indagado por todos lados, por todas las palabras posibles. Bernard, Bond Street, Londres, Clarisa!?! Quién es? Me parece que es George Bernard Shaw, pero, estoy dudoso... Te felicito por lo que has logrado, esto sí es Literatura!

JuLio Urízar dijo...

No imaginé que fuera a estar tan escondida. Si, es una escritora.Es Virginia Woolf. Es una de mis escritores favoritos. Traté de imitar su estilo, pero no me salió como esperaba.
Virginia Woolf pasaba por crisis mentales muy fuertes, terminó su vida arrojándose al río Ouse con un abrigo lleno de piedras.
Era una gran andarina. Clarissa se llama la protagonista de su novela La Señora Dalloway.
Fui a la Sexta Avenida e imaginé que era Bond Street, aunque nunca haya estado allí. Imaginé que Clarissa caminaba por allí, y puesto que había que escribir sobre uno de nuestros escritores favoritos, pues así salió el cuento. Me identifico en muchos aspectos con la literatura y la vida de Woolf, claro que no en todos, Dios me libre, pero me encanta leerla, aunque sea un poco difícil.