27 agosto 2011

Duende

Por Julio Urízar Mazariegos


La locomotora se alejaba en las colinas, condensando el silencio con que Diego entreveía el por Dios lo hice otra vez, reflejado, como escombro, en el laboratorio derribado por la última carrera. Seco el belcro del propio sudor, se levantó del cuerpo de Delicia con las piernitas aún temblorosas. Era la quinta vez que la mataba. Y como si coronaran el crimen, los mineros de arriba, borrachos ya, cantaban déjame delirio dralará.
Luego de trenzarle los cabellos con primor -era ya parte del ritual-, escondió el despojo debajo de las tablas del piso, junto a su propio cadáver. Vestido, lo siguiente que hizo fue llenarse el estómago con los panecillos, fríos ya, remojados en la sopa terrosa que ella le había llevado. Para cuando terminó, la primera locomotora de la tarde se acercaba. Cuando pasa retiembla la casa. El paso de otras cuatro acumularía la energía suficiente para hacer funcionar la máquina del tiempo. Mientras tanto, con toda naturalidad, conectó el theremín y sus manitas de no crecido bailaron en el aire, acunándose a sí mismo con su cadencia flébil. Al despertar, había anochecido. Observó el reloj: ya casi era hora de que preguntaran por ella. Los rieles chispearon con el movimiento del último tren de la jornada. El CCMT (Camino Cuántico Mecánico en el Tiempo) estaba listo. Se aseguró de llevar la pistola -muy importante- antes de entrar a la sonaja, una cápsula tan pequeña como él, la cual, una vez accionado el mecanismo, cascabelea con precisión matemática para que su ocupante, materia transformada en sonido, viaje a través de todos los sonajeros que se autocontienen, al origen primigenio del sonido, en las profundidades de una turbulencia de partículas y energía que existen y se aniquilan en delirio, un océano donde lo efímero es pilar de lo perpetuo. Basta un filamento, una arruga que vibre y se expanda para que el hombre, hecho música, atraviese el universo en lo más indivisible de sus fragmentos.
Todo para encontrarse a sí mismo de nuevo en el mismo lugar, doce horas atrás, una y otra vez. Diego viajero dispara, Diego presente desciende. Matar a su propio pasado no conlleva ningún riesgo siempre y cuando estuviera allí para reemplazarse. Perdonarlo sería lo paradójico. Ningún mundo soportaría a dos como él. A partir de allí sus movimientos eran costumbre: esconder el propio cadáver debajo de las tablas, limpiar la sangre del ¿suicidio?, dejar un espacio para el cuerpo de Delicia. Y esperar, pronto darían las doce del día, ella llegaría con el almuerzo y… alma mía, esos ojos negros que esquivan. Pero hasta un genio olvida que una moneda nunca cae en el mismo lugar. Tocan la puerta. Es ella, y tras ella viene también, desde las colinas, la locomotora con los mineros del último turno. Temblará la casa, el mundo. ¡Delicia, qué temprano llegas! Señor, la comida, mi madre hizo pan esta mañana, aún están calientes. Pasa, dulzura, aquí te tengo el dinero. Tiene los ojos grandes y pelo negro, suelto, como le gusta, catarata yo-viendo en sus contornos. Cada encuentro parece el primero.
Los mineros del piso superior, cargados de cerveza, también han escuchado el tren. Bajan a su encuentro. Tras el chirrido de los frenos, con voces y palmadas, suben los de la mañana, tremendo barullo, sus botas llenas de hulla se ven pasar por el agujero del rincón. ¿Qué dice? ¡Aquí, muchacha, déjalo aquí, sobre la mesa! ¡No escucho! ¡Déjalo aquí! ¡Ah, muy bien, ya le oí! Entra. Es morena, de senos frutales. No la mataría ¿por qué lo haría? Diego aprieta los puñitos. Esa batahola sólo puede ser propia de unos animales, hombres buenos sólo para bañarse de negro en las minas, no la mataría, donde dicen, no hay razones para hacerlo, les conceden toda clase de favores. Un burdel subterráneo donde el grisú es afrodisiaco. ¿Por qué él no? Diego cierra la puerta, ¿Por ser enano? Se sabe de memoria el guión. Ella se asusta cuando se le acerca, ella grita cuando se le acerca un poco más. Nadie puede escucharla, demasiado ruido. Juguemos tenta. No, por favor, dice ella. Sí, dice él. Su excitación aumenta con la persecución. Los pechos le danzan como si la casa toda fuese un theremín produciendo los sonidos más deliciosos. Tenga su dinero, no me haga nada. Yo no quiero las monedas, alma mía, y las lanza por los aires, más melodramático que en la presentación anterior. Cuando la alcanza ella se resiste y él, tan pequeño, no puede. ¡No puede! Sólo hay un modo: Disparar y dejar que ella caiga para él tragarse con gran deleite sus últimos suspiros. Luego trenza sus cabellos y la esconde, la esconde y lee o juega ajedrez y duerme y espera a que el CCMT se recargue una vez más.
Como todo, aquella obsesión se hacía más grande que él en cada viaje. En el octavo la pasión desaforada fue incontenible. Ella llegó tan hermosa como siempre. Aún están calientes, señor. ¡Qué Delicia! Y correr de nuevo tras sus piernas entre el bosque de artefactos, sátiro y ninfa. ¡Qué divertido! Tenga su dinero, señor, no me haga nada. ¡Yo no quiero las monedas, alma mía! Y volverlas a tirar por los aires, las monedas, que nunca caen en el mismo lugar. Rebotando, una dorada de veinte centavos se escaparía hasta el agujero del rincón, donde las botas de carbón retumbaban los escalones.
-¡Miren, hoy la suerte es para mí!
Y se agacha a recogerla mientras que sus ojos atraviesan la ranura para observar a la bella hija de la fondera siendo ultrajada por el enano loco que alquila el piso de abajo.
La indignación se yergue, omnipresente, en el océano tempestuoso de lo diminutamente efímero. Las cuerdas vibran con las voces que alrededor del taller condenan al viajero del tiempo. Este las escucha asustado recordando que la máquina aún no estaba lista para poder escapar. Derribarán la puerta, le darán una paliza y lo sacarán desnudo a la plaza. No, no, no. Sus deditos esconden al verdadero criminal, suben la cremallera, buscan la gabardina en las gavetas y el sombrero, el gran sombrero negro que le oculta el rostro para siempre.
Mientras el laboratorio era destruido su cadáver fue hallado escondido debajo del piso, se cree que se suicidó al ser descubierto. Lo extraño es que las últimas noches se ha escuchado, según algunos testigos, la melancolía de un theremín como el suyo cerca de las colinas. Los cadáveres de las jovencitas enamoradas que salieron a escuchar fueron encontrados con el cabello trenzado a modo de riendas alrededor de su cuello. No permita, don Salomé, que sus niñas salgan… Ese es el duende, ¡el mismísimo demonio!

1 comentario:

Ale dijo...

buena historia, en realidad me encanto, sentí que estaba dentro de ella te felicito.