10 abril 2011

Julio Urízar - Francisco Méndez

Por Julio Urízar


…“-¿Y de qué tamaño era el Terremoto? –queríamos saber los patojos.

-Se oscurecía el sol cuando salía, con eso te lo digo todo. ¡Pero cómo sería el animalazo de grande, que para quitarle el dedo chipe del pie, Tata Sinforoso le tuvo que dar una puñalada que duró una hora de parte a parte! ¿Y cuando le cortó la cabeza, y no le dio una cuchillada que duró tres días con sus noches?

Teresón daba un pujido sordo, bajo el peso de su fantasía, y continuaba:

-Al fin el Terremoto quedó en un charco de sangre y entonces Tata Sinforoso, que las olió en el aire, se metió en la cueva para acabar con toda la familia y librar así al pueblo de una vez de los temblores. Allá abajo encontró a la Terremota, a la cual no quería matar porque le daba vergüenza matar a una mujer, pero la maldecida en cuanto vio a mi agüelito empezó a menear unas pitas que colgaban de la pared, y cada pita que jalaba temblaba la tierra y reventaba un volcán. Siguió buscando y en un nido encontró a los Terremotillos.

-Los Terremotillos, Teresón –nos enloquecíamos los chicos. ¿Y cómo eran?

-A ver qué día los llevo a conocerlos. Me tienen que guardar el secreto, porque sólo yo lo sé: están en el mero asiento de la cueva del Cicimite y son cinco. Cuesta que crezcan. Todavía´stán criaturitas. Son como ratones tiernos, coloraditos y sin pelo. Ya me conocen. Se ponen a dar chillidos de gusto cada vez que les llevo su maicito…” 

Llegar a considerar un libro y un autor predilecto es un poco difícil para mí. Quizás no he encontrado todavía aquel libro del que pueda afirmar “¡Este es mi favorito!”, o tal vez hay algo en mí que se resiste a catalogar a los libros que leo en una especie de top ten, pues cada pedazo de cartón y papel que llega a mis manos me deja algo nuevo y extraño que mis ojos, muy ingenuos todavía, tratan de absorber al máximo, sorprendiéndose siempre con su particularidad. Desearía tener un criterio más elevado, de tal modo que podría ser un lector más crítico. Pero siempre gana en mí el lector apasionado y joven, al que cada libro, por simple, enredado, oscuro o claro que sea, es un nuevo descubrimiento.

Claro que hay algunos que se quedan mejor grabados en mi mente, tal vez aquellos que razoné más, que fueron objeto de algún tipo de análisis. Como Monterroso, Balzac, Woolf, Zolá, Poe y una lista medio larga (pero no tanto, lo será cuando tenga mínimos unos cincuenta años). Otros que se fueron directo al corazón, pues los disfruté tanto que, en realidad, no quisiera destruirlos por medio de un examen intelectual, deleitándome al releerlos más que de las formas y las estructuras, de las imágenes y viajes que me hicieron experimentar, tales como Ende, LeGuin, Barrie, Lewis, Wyne Jones o la misma Rowling. (Lo acepto, el estudiar literatura no me quita de encima, como muchos podrán pensar, que recuerde con gusto que alguna vez estuve –y regrese de vez en cuando- en Fantasía, viajé a bordo de Miralejos por toda Terramar, me consideré un niño perdido tanto en los jardines de Kensington como en la misma Narnia, anduve por toda Ingari en un castillo que se movía y recibí un tallercito de defensa contra las artes oscuras en Hogwarts).
Supongo que es el primer estado de un lector, el lector inocente, al que los más académicos quisieran retornar de vez en cuando, quitándose de encima su bagaje intelectual, el cual, ahora que me lo he ido formando de a poquito, no dejo de considerar muy importante para todo aquel que se considere Lector, con mayúscula. (Eso sí, aquí no hay cabida para vampiros y vampiras y ángeles y zombies y licántropos excesivamente sensuales con fuertes hábitos consumistas). 

O puede que tal vez la forma en que te acercas a un libro dependa del libro mismo. Independientemente de todo lo anterior, haré mención de un libro que se me quedó grabado en el corazón, no es que me guste más, no es que sea mi favorito, no es que ande de chovinista, es que no lo puedo olvidar:

Lo leí hace varios años. Lo releí hace poco pues posiblemente lo vaya a utilizar en mi tesis, aunque aún no estoy muy seguro. El texto que les compartí al principio es un fragmento de “El vencedor de los temblores” un chile (cuento) del primo Teresón, un muchacho que comparte todos los colores de su fantasía a los niños inocentes que le escuchan, parte del libro de los Cuentos de Joyabaj de Francisco Mendez. ¿Francisco Méndez, el profesor? No, no es el profesor de literatura, y también escritor, que alguno de nosotros conocemos en la URL. Más bien es su abuelo.

Toda la obra de Francisco Méndez (1907-1962) se concentra en Cuentos de Joyabaj y algunas poesías. Murió relativamente joven, pero podría decirse que es uno de los más destacables escritores de su generación (la de los años 30 o “los Tepeus”) dentro de la literatura guatemalteca. Su obra la clasifican algunos dentro del criollismo, con una buena carga de crítica social y por supuesto, una intensidad de realismo mágico que en lo personal, es lo que me encanta. Más que realismo mágico, siendo (o hubo sido) para nosotros como guatemaltecos la “magia” algo cotidiano, Méndez sabe elevarla al rango de una fantasía-real, transportándonos a esa Guatemala “de antes”, en la que todo, cualquier cosa, incluso catedrales bajo el agua, podía ser posible. (Puede que para a algunos esa “posibilidad” estuviera fundada en la ignorancia que dicen,
hace surgir al mito), lo resaltable, para mí, es que un pueblo entero, Joyabaj, es construido ante nosotros, con su pluma llena de metáforas de humildad de campo, con olor a montaña, sonidos de pueblo, trapiches, muertos, fantasmas y cabalgata, palabra a palabra, mito a mito, leyenda a leyenda, habitante en habitante, no un cuadro de costumbres o una postal folclórica, sino una época con todas sus obsesiones, creencias, riquezas, desgracias y sentimientos. El herrero, el zapatero, el perro preferido del pueblo, la solterona que amaba a su hija muerta, la misma muerte (la Pascuala), el primo cuenta cuentos, el Cicimite, los nahuales, toda la cosmovisión del pueblo indígena (y la magia verdadera que hay en ella) en las palabras de Xuan Ralios Tebalán, o los militares que se llevaban a los hombres del pueblo para ir a “defender” la patria en la frontera ante la turbia revolución mexicana en el naturalista relato llamado “Cristo se llama Sebastian”, etc.
Casi podemos decir que si un pueblo ha sido inmortalizado a través de la literatura en Guatemala, ese ha sido Joyabaj, ese Joyabaj, y esa Guatemala, que existía antes de la guerra. La guerra nos dejó literatura de la guerra, luego literatura del desencanto de los hijos de la guerra, hoy por hoy literatura del desaliento ante una sociedad que apenas se sostiene. La literatura se ha ido apagando, en el sentido de la ficción y la fantasía, poco a poco, con algunos pocos brillos de magia aquí y allá, con Méndez, quizás Asturias, (que hoy muchos quieren olvidar), y tal vez Ak´abal. No podemos pedirle al país que escriba sobre mundos inventados si el suyo apenas es soportable (aunque eso bien podría ser un aliciente). Pero sin duda, aquellos que dejaron un poco de fantasía en nuestras letras como Méndez nos pueden seguir haciendo brillar los ojos. Desde luego es un libro que da mucho más de qué hablar; noten cómo el terremoto, antes considerado una serpiente que se arrastra por debajo de la tierra en muchas otras culturas, tiene incluso una familia, y con qué ternura y lirismo de campo nos lo narra el primo Teresón, transformándonos en esos niños que le escuchan con gran admiración. Simplemente mueve algo, allí atrás, en la espalda. Al menos a mí.

Repito que estos cuentos dan para mucho y con más exhaustividad. Pero dejo aquí nada más que mis primeras impresiones. Al fin y al cabo este era el ejercicio. 

2 comentarios:

sara dijo...

Me parece un texto verdaderamente conmovedor, me hace analizar el tipo de lectora que soy o puedo llegar a ser. Quizá sea algo tonto lo que te pido pero, podrías darme una explicación del realismo mágico, a pesar de que conozco la corriente literaria y he leido tramas (unicamente) de libros con dicha corriente como 100 años de soledad, aún no termino de entender si es simplemente una fisura entre la realidad y la fantasía, o una adaptación de la realidad a la fantasía o visceversa, o si tengo un concepto completamente erroneo de lo que realmente es.
¡Grandioso texto!

JuLio Urízar dijo...

A ver, siento mucho contestarte tan tarde... se le llamó realismo mágico a un tipo de literatura que surgió en Latinoamérica. El realismo mágico es realismo Latinoamericano. Nuestra cultura está llena de elementos mágicos que para nosotros, como latinoamericanos, son cotidianos, son reales, no son fantásticos. Por ejemplo, cuando surgieron las obras de Miguel Angel Asturias o de Alejo Carpentier (quien acuñó otro término llamado "lo real maravilloso" que es algo que también está sujeto a discusión pues es muy similar, pero también es diferente), los europeos se maravillaron en lo que para ellos parecía fantástico (ej: nahuales, budú, etc) que para un latinoamericano es (o era) perfectamente posible, real, cotidiano. Esto es el realismo mágico: la cotidianidad "mágica" del latinoamericano. Ejemplo clásico: una lluvia de flores amarillas cuando Arcadio Buendía-fundador se muere, o que Remedios la Bella se vaya al cielo entre sábanas, por supuesto que es mágico, pero el efecto que un libro como Cien Años de Soledad te provoca es que esto es lo cotidiano, es real y perfectamente posible: real-mágico. En ningún momento te sorprende la fantasía, te sorprende el suceso, pero no por el hecho de que sea fantástico. Lo que en Macondo te soprende como lector son las cosas que antes no eran parte de esa mágica cotidianidad: el hielo, el ferrocarril, los helados, la fotografía. En el realismo mágico, lo cotidiano-occidental es lo verdaderamente fantástico, la mágico es parte de nosotros. Somos como un gran Macondo. Realidad llena de magia.