20 febrero 2011

La caverna de Silvanus Tar

Por Julio Urízar
I

El día que Silvanus Tar terminó de construir su caverna ya tenía preparadas las maletas para largarse de la ciudad. Sobre la entrada de su creación había puesto un letrerito que anunciaba su nombre, al cual dirigía incesantes miradas de ternura y orgullo, como diciéndose «mira, Silvanus, contempla la obra más grande de todos los tiempos, pues la has hecho tú» Le resultaba difícil creerlo «¿No lo crees?» se decía entonces «Extiende tus manos y compruébalo». Y Silvanus lo hacía y las veía estropeadas, ásperas por el pegamento seco y con la tinta en las uñas y hasta en el interior del más minúsculo poro, parte de él, casi su sangre, sinónimo de aquellos grandes esfuerzos que habían consumido la vida de sus dos últimos años, en los cuales había olvidado a qué olía el sol en los campos o la fragancia de una mujer. Sólo entonces volvía a su cabeza la certeza de que, en efecto, él había construido aquella cueva a mitad del oscuro sótano de su casa, iluminado apenas por una vela y cuando amanecía, por la ventanilla del fondo, donde sólo se veían los pies de la gente que pasaba por la calle Fim.

Pero nada de lo que había afuera le importaba a Silvanus. Al menos hasta ese día, pues volvería a reencontrarse con el mundo. Pero antes, no quería marcharse sin inspeccionar la compuerta de metal que había instalado en la entrada de su caverna. Poseía una cerradura jamás antes vista, con forma de estrella, cuya clave sólo podrían adivinar los más astutos, pues las pistas estaban allí mismo, soldadas al hierro. Silvanus se cuidaba una y otra vez de que no había error alguno en el mecanismo para no impedir el ingreso a los jóvenes soñadores. Pensaba en que aquella desmesurada seguridad sería suficiente para incitarles el pensamiento de que algo valioso se ocultaba allí adentro. Con este aliciente, serían pocos los que, pudiendo resistirse a la curiosidad, no dirigirían todos sus esfuerzos para poder explorar los caminos de la más reciente maravilla del ingenio humano.

Por otro lado, Silvanus sabía también que esa puerta debía ser lo suficientemente impenetrable para que almas no aptas en el asunto osaran entrar. Peligros mayores a los previstos podrían desencadenarse si se diera el caso.

Pero volvamos a estos escogidos por su luz. O quizás por su obscuridad: A ellos no les sería difícil acceder a la aventura que les aguardaba adentro, ya que una vez allí se perderían para siempre y jamás podrían volver a recorrer las calles y avenidas de su vida anterior. Serían tragados como en una mina de hulla, serían los mineros ennegrecidos de un universo finito pero colmado. Mientras que él, con su nombre allí puesto sobre la entrada, sería aclamado y maldecido por los angustiados ciudadanos, cuyos hijos habían sido engullidos por el monstruo dormido en el sótano de la casa cinco de la calle Fim. Sin duda Silvanus sería condenado, sería el centro de las imprecaciones más violentas. Otros quizá alabarían su admirable capacidad e ingenio. De cualquier modo estaría lejos, demasiado lejos como para escucharlos, tal vez ocupado en otra caverna, más grande y profunda, con la única certeza de que en aquella ciudad, y quizás más allá, sería inmortalizado por el recuerdo. Lo reducirían a escoria, incontables veces le desearían las torturas del infierno, pero el nombre de Silvanus Tar, tan seguro estaba, aparecería en las nuevas ediciones de la enciclopedia. Quizás con el epíteto de “El constructor de cavernas” o mejor aún, “El perdedor de los poetas”.

Todo estaba listo. Alejándose dos pasos, Silvanus contempló una vez más su creación. Sobresalía entre la pared con la ingeniería de un panal. El papel, endurecido por la cola, parecía en efecto roca neolítica viva, o como si fuesen los miembros de una creatura que estuviera saliendo del cascarón de ladrillos ennegrecidos por la humedad; la puerta, brillante y pulida como un espejo, le tapaba la boca y encima, como sí él hubiese podido domarla antes de su nacimiento, resplandecía su nombre, su nombre que no podía dejar de ver, escrito con exquisita caligrafía sobre la placa de madera, «para siempre recordado» pensaba excitado mientras la barnizaba un día antes con amor maternal, casi como si acariciara su propio ego «¡Tantos que van a perderse, tantos cadáveres que van a seguirme!»

Eran las nueve menos cuarto. El tren salía en quince minutos. Silvanus tomó su sombrero. Se aseguró de que no dejaba nada importante en la habitación. La mesa había quedado desordenada. La cama revuelta, pero ya no importaba puesto que jamás regresaría a ese lugar. Su aspecto debía ser terrible pero ya eran bastantes los meses en que no se preocupaba mucho de eso. Eso sí, llevaba puesto su mejor traje. Este, junto a la barba hirsuta y los ojos hundidos por la falta de sueño le darían el perfil de artista abrumado que tanto le gustaba. Era hora de formarse allá afuera una nueva reputación.

Subiendo las escaleras, Silvanus observó cómo su caverna se quedaba en medio de la oscuridad como un hijo triste que viera alejarse a su padre entre los estertores de una guerra. Casi sintió un retorcijón en el pecho. Aquella única compañía le suplicaba quedarse, que no la dejara luego de haberla creado. No quería existir sin su progenitor. Cualquier podría pensar con facilidad que Silvanus había enloquecido escuchando sollozos como estos por parte de su obra, lo cual le hizo volver y colocar sobre la puerta una mano cariñosa, diciendo:
-Tengo que irme, querida. Pero muchos vendrán a ti, no estarás sola –y con una sonrisa de malicia añadió-: y nunca tendrás hambre.

Pero la caverna siguió gimoteando en su mente. En realidad Silvanus no quería marcharse todavía. Algo en su interior deseaba seguir contemplando su obra, pues aún le era difícil asumir qué él había hecho algo tan sorprendente. Dudar le era un extraño placer, pues cada respuesta que afirmaba su autoría venía a llenarlo de regocijo. Pero tenía que irse. Había otra caverna en otro lado que si bien aún no existía, ya le llamaba para que acudiera a construirla lo antes posible.
-Solo echaré un vistazo en tu interior, una vez más –dijo-, quiero irme con una última imagen tuya. Pues no volveremos a vernos.

Silvanus manipuló la cerradura con facilidad. Giros a la derecha y giros hacia la izquierda. La caverna misma parecía ayudarle a abrir sus propios dientes. Separó luego, con delicadeza, los ganchos y cadenas, y cuando pudo abrir la compuerta, Silvanus recibió con gran emoción el hálito de aquella garganta. Observó extasiado cómo la cavidad se hundía en la tierra, con esas paredes rocosas plagadas de letras, como si fuesen pinturas rupestres, y las lamparillas que se alejaban como estrellas en los distintos caminos que desde allí comenzaban a ramificarse. ¿Cómo no iba a dudar de que él fuera el constructor de esa maravilla? Y Silvanus escuchó en su mente aquellas dulces palabras: sólo tú, sólo tú has hecho todo esto. Y volvió a dudar para volver a escucharlo: «¿Yo? », «¡Si, tú, Silvanus!» Quería irse de allí con ese sentimiento. Porque de ese modo al dejar la casa cinco de la calle Fim, sus pies no tocarían el asfalto, flotarían por encima de las nubes recordando qué él, sólo él, había construido la caverna más increíble de toda la historia humana y natural.

-Adios, querida, adiós, mi amada –susurró.
En otras circunstancias se hubiese sentido estúpido pronunciando aquellos términos tan dulces. Pero algo sucedió. Estaba dispuesto a darse la vuelta y cerrar la puerta cuando un objeto brillante, en el fondo de uno de los tantos caminos, captó su atención.
-Yo no puse eso allí –se dijo.
Silvanus aguzó la vista. Aleteaba como un pájaro. Distinguiendo un poco más notó que en efecto tenía la forma de un pájaro. ¡Era un pájaro de luz!

Se restregó las pupilas y volvió a columbrar lo que parecía imposible. La avecilla continuaba allí. Pero Silvanus conocía perfectamente todos aquellos caminos y todo lo que había en ellos; al ser su constructor no necesitaba de un mapa. Sabía explicar por qué razón cada cosa estaba en el lugar que le correspondía, sabía qué significaba cada frase, cada palabra escrita sobre las paredes. No ignoraba a qué lugar conducía cada conducto, cada escalera y cada fraccionamiento del camino. No podía haber nada en la cueva que él desconociera. Pero aquel pájaro dorado, aquel pájaro no era algo que él hubiese colocado allí antes. En su mente los pensamientos más diversos se hicieron presentes ¿y si alguien más había entrado antes de tiempo? No, no podía ser
puesto que ese era el único acceso y él había estado allí todo el tiempo. ¿Y si aquel pájaro era un elemento que había colocado sin mucha atención? No, llevaba un largo inventario de todo lo que había añadido y en ningún lugar tenía apuntado que un ave dorada revolotearía libremente en los tantos corredores de su obra magna.

-¿Qué es esto, querida? –preguntó. Pero esta vez no escuchó en sus fantasías que la caverna respondiera algo que le hiciera sentir mejor.

Observó su reloj. No perdería mucho tiempo yendo a inspeccionar aquel fenómeno extraño. Silvanus depositó las maletas en la entrada, se quitó el sombrero, lo colgó en la cerradura y lentamente, con temor de asustarlo, se acercó al pajarillo. Se trataba de una pelotita con plumas doradas, con un pico largo y de movimientos tan veloces que sus alas, más que alas, asemejaban una aureola de luz. Más cuando hizo esto, el pequeño colibrí voló sin darle la espalda un poco más allá, específicamente en el conducto de la derecha en cuya entrada, sobre la roca superior, podía leerse el número uno. Silvanus no se detuvo y cuando llegó, el pájaro continuó alejándose un poco más.

Encantado por su brillo, y su propio ingenio, como un niño, el constructor de la caverna había centrado todos sus pensamientos en querer alcanzar a la creatura, olvidando sus antiguos propósitos. Los minutos que mientras corría y corría detrás del fantasmita fueron suficientes como para que en algún lugar de la superficie el tren partiera sin su más orgulloso pasajero. Entre sus propios dédalos de papel y cola, Silvanus lo había olvidado todo, incluso el cansancio que una carrera como esa causaría en un físico aletargado y frágil como el suyo.

No se detuvo sino hasta que el sonido metálico de la puerta resonó a sus espaldas, despojándole de súbito la embriaguez del pájaro infernal, que desapareció como quien ha cumplido la misión de no separar jamás al creador y a su obra de arte. Había sido una especie de carcajada y el apenas oírla, de la impresión, fue Silvanus transformándose en una roca más de su caverna. De súbito sentía el aire comprimido, tan pesado para respirar que su cerebro se rezagó en asumir el descubrimiento de que, sin caber en sí de cómo era posible, era incapaz de precisar en qué lugar se encontraba. «¡Yo soy tu hacedor!» se decía, pensando en que hasta el sabueso más astuto descubriría la desesperación entre las bifurcaciones del lugar, pero no él. En su mente la caverna también existía, en su mente estaba la verdadera y única idea de todo lo que había a su alrededor. No podía estar desorientado, tan sólo eran los efectos de haber corrido, mucho tiempo había pasado desde que no lo hacía.

Sin preocuparse demasiado -aunque en la raíz de sus cabellos, Silvanus no sabía por qué, se inflaba una burbuja de temores inexplicables-, el creador decidió buscar la respuesta en su creación: en las palabras que llenaban las paredes, después de todo él las había escrito. Una simple frase sería suficiente para saber en qué episodio se encontraba entonces, de este modo podría dirigirse, siguiendo a las mismas, por el camino correcto hasta hallar al inicio y salir de allí. Por un lado, no lo negaba, el orgullo crecía en su corazón: si él mismo se había extraviado por unos momentos ¡A cuantos jóvenes ilusos les pasaría lo mismo!

No obstante, luego de indagar un poco entre las rocas, Silvanus descubrió que todas las letras le decían algo que no comprendía, como si les encontrara un sentido completamente distinto al que les había otorgado en el momento de su nacimiento, cuando sus dedos se mancharon de tinta. Aquellos eran sus trazos, no había duda, pero su ajenidad lo enajenó de modo que un ligero temblor que mantenía en las rodillas se extendió a todo su cuerpo en forma de desprendimientos de sensatez. La burbuja del miedo había explotado…

-Me tragaste… –susurró sin creerlo todavía. El temblor llegó a su cara, la coloreó de nube y los enrojecidos ojos amenazaron con sacar sus lenguas de fuego. Ellos también gritaban, aunque en silencio, el aullido, entre horrorizado y campante, que emergió desde el fondo de su posesor-: ¡Me tragaste, hija mía!

Era muy posible que sólo la voz de Silvanus Tar encontrara la salida. Pero afuera nadie podría escucharla para acudir en su auxilio.

II

El cansancio suprimió sus sentidos. Días y noches, allí no había diferencia, debieron de haber aplanado la tierra con sus molinillos de luz y oscuridad. Cien mil trenes partieron sin él mientras cien mil pasillos recorrió el creador sin poder retornar a la salida.

En un principio Silvanus trató de volver por donde había llegado, pero no hizo otra cosa que perderse más. Los pasadizos se bifurcaban tanto hacia adelante como hacia atrás. Por todos lados surgían historias que él no había escrito, todos los episodios posibles e imposibles que hubieran podido suceder en aquel cosmos de su autoría. No había modo de que la caverna le dejara salir. La caverna y no “su” caverna, porque era obvio que ella sola se manejaba mejor de lo que él había imaginado.

Algunos conductos no se diferenciaban mucho de lo que él recordaba haber escrito sobre las rocas. Pero a pesar de ser suyas las palabras, éstas seguían presentándose de maneras misteriosas, con sentidos diferentes. Ahora era él su lector, era el joven iluso que la caverna esperaba, tal y como había dispuesto. Ya no existía la misma conexión que había entre los dos al momento de la concepción. Era ella como una hija rebelada. ¡Una necia que lo había traicionado en la primera oportunidad, en el momento en que le daba más amor y cuidados!

Ahora Silvanus Tar era digerido por la caverna. Hambriento y deseoso de mojar sus labios, no hacía otra cosa que avanzar entre las rocas con lentitud. Se apoyaba más que antes en las paredes, su cuerpo ya no daba más de sí, tanto que al pasar las manos por la tinta fresca se las manchaba todas, y luego, con el hábito de quitarse el sudor de la frente, terminó embadurnándose toda la cara de hulla. Era ya el minero de ese monstruo que se traga a los hombres, extrayendo con las uñas palabras que no le daban para comer. A medida que avanzaba por las distintas grutas el calor fue aumentando, la ropa hecha jirones representaba más una molestia que una protección, de modo que fue deshaciéndose de ella, conservando nada más que los zapatos, hasta que estos también perdieron su funcionalidad. Con el paso de los días llegó a convertirse en un salvaje. Cubierto de negro, el hombre de tinta hubiese sido capaz de lanzarse ciegamente contra cualquier ser viviente que de pronto le saliera al encuentro, incluso con la intención de venir a salvarlo, para arrancarle la carne a mordiscos.

Tan sólo conservaba la capacidad de leer. Y leía en las paredes historias que no recordaba haber escrito. De los ciento noventa y cuatro episodios, la única información que consideraba verdaderamente suya, a veces se hallaba en el capítulo trece, y luego en el ciento veintisiete que por un pequeño descenso lo llevaba hasta el cuarenta y ocho. Incluso una vez se halló en el conducto número ciento noventa y tres, pero al salir, esperanzado porque encontraría el final, de él no consiguió llegar más que al sesenta y nueve. Ya para entonces era este hombre de tinta, que en su desesperación, algunas veces lloró lágrimas negras o vomitó amarga negrura. Las costillas se le asomaban ya debajo de una transparente capa de piel. Era tanta la extenuación, que hubo momentos en que sucumbía ante la propia debilidad. Derrumbándose sobre las rocas, al reaccionar el salvaje era incapaz de saber cuánto tiempo había estado inconsciente. A veces caía sobre las aristas y al despertar descubría el dolor de negras costras tatuándole los brazos y el pecho. Hasta su sangre se había oscurecido, tanto que casi podría escribir con ella una salida. Más nunca se atrevió a hacer una operación tan delicada. Plasmaría sobre lo ya escrito todo un capítulo en el que se contara como el hombre de las cavernas pudo salvarse de la muerte, pero antes de intentar dar un paso, descubriría que ahora sólo era una cascara vacía, con las venas áridas y el corazón sediento.

Mas el hambre o la sed, si no lo condujeran a fenecer, podrían haber sido algo soportable. Lo que el hombre de tinta aborrecía más que otra cosa era el silencio. Con él su alma había cavado su propia tumba, esperando tan sólo a que su cuerpo cayera y no despertara más. Por dentro ya había sido enterrado, por dentro tenía una sepultura de cien años de antigüedad. O al menos eso era lo que a veces cavilaba, entre lo poco que pensaba, hasta que la sinfonía hizo tremolar el aire adormecido de la cueva, depositando en sus oídos una semilla de esperanza.

Sus ojos se abrieron de par en par. En un principio el salvaje creyó que había encontrado la muerte y aquellos sonidos eran las voces de la redención. Más cuando se halló todavía sobre el mismo suelo de piedra, intentó distinguir con asombro si la música provenía de un delirio mental o bien, del fondo del conducto en que se había desmayado. Cualquier cosa era posible. Lo había perdido todo, así que si no era más que llana locura, al menos podría decirse, antes de morir, que ésta lo había hecho feliz.

Se levantó aunque su apresurado caminar siguió siendo un arrastrarse, impelido apenas con la fuerza ínfima de unos talones llenos de gritos infectados, pero indoloros, después de haber llorado bastante sangre. Avanzó tanto como le fue posible, en las últimas jornadas esto no era más que unos cuantos metros hacia adelante, a veces no era nada. Se hubiese rendido si la música, en vez de desvanecerse como en un sueño, no hubiese aumentado de intensidad. Aquellos acordes retorcían deliciosamente una soga en la boca de su estómago.

Cuando los violines alcanzaron las notas más altas, como una luz salvadora, el colibrí regresó a su vista posándose sobre una estalagmita, de la cual volvió a danzar con el aire para alejarse más allá, incitándole a seguirle de nuevo. Acercándose con ahínco, el salvaje descubrió cómo el conducto se iba ensanchando hasta formar una galería de fondos inhóspitos. Allí la música lo era todo. No había orquesta por ningún lado pero el hombre de tinta sabía que estaba allí, en el centro de la gruta. Quizás son ángeles, pensó, seres celestiales dándole la bienvenida. Quizás había muerto e ingresaba ahora a alguno de los cielos. Había sido perdonado esta vez.

En el centro de la galería había una torre, una formación rocosa plagada de letras que estaba seguro, él no había sido capaz de crear. Y en su cúspide brillaba lejano el colibrí.

Descendió el salvaje con cuidado hasta el gran plato de la galería. A su alrededor escuchaba los suspiros y sentía los movimientos de los intérpretes de la orquesta como ligeras ráfagas de viento que en distintas direcciones acariciaban sus heridas: aquella era de un violinista, por aquí ejecutaba un solo el chelo, los clarinetes eran como fugaces besos en la cara y los platillos le hicieron vibrar entero.

Con esos impulsos el hombre salvaje recuperaba los sentidos, aunque con ellos también regresara el dolor que laceraba cada herida en su cuerpo: volvía a percibirlo; y revivía su alma; recolectaba las sílabas de su nombre, aunque no del todo bien. Sivianus, Silvinus, Silverus…

Llegó a los pies de la torre. En lo alto brillaba su amigo de plumas solares. Prometía silenciosamente de que de allí ya no se movería, de algún modo ya no había sitios en donde esconderse. Habían llegado al final.

En el dintel que antecedía a las escaleras, con barrocas florituras, se leía precisamente la inscripción que decía “Epílogo”, cosa que el hombre de tinta ignoró enjaezado por la sinfonía y el deseo de llegar cuanto antes allá arriba, donde los sonidos debían escucharse con grandiosidad, como Dios en medio de toda su creación.

Finalmente llegó a la cima. Quizás transcurrieron días enteros para que su patética figura alcanzara el aquel pináculo, sin embargo, con la música el hombre de tinta se olvidó de sus tormentos, de modo que no fue un ascenso desesperado como podría suponerse. Allí quedó inmóvil concibiendo los sonidos y las imágenes que luchaban contra la capa de tinta que había sellado sus sentidos. Una vez que lograron limpiarlos, la criatura de tinta recordó su nombre.

Se hallaba en medio de un nido en cuyo centro había un huevo del mismo color de su manchada piel. Allí lo custodiaba el colibrí dorado, apenas un punto dorado entre la paja, acompañado de un buitre descarnado, una guacamaya coloreada de crepúsculo y un búho alto y majestuoso que juntos extendieron las alas para recibirle, especialmente este último, con esos ojos profundos, llenos de noche, cuyo peso Silvanus Tar no supo resistir.

Le pareció que le invitaban a unirse a aquella especie de concilio. Se acercó lentamente y comprobó con gran gusto que ninguno temía de él. Lo esperaban, no había otra explicación. El colibrí dorado se quedó en su sitio, le hubiese gustado tocarlo, al fin de cuentas ese había sido su propósito desde un principio, pero temió quemarse con sus plumas encendidas. Ahora todo lo que captaba su atención era el negro huevo que protegían en medio de aquella fortaleza de piedra, música y laberinto. Le abrían el paso pero al mismo tiempo tuvo la impresión de que no todos estaban gustosos con su presencia. Especialmente el buitre y el gran búho, a pesar de haberlo recibido con gran ceremonia. Cuando Silvanus estuvo cerca del huevo, ambas aves comenzaron a aletear con tal energía que sus intenciones de tocarlo desaparecieron, no fuera a dar razones para que lo acometieran a picotazos. No obstante, el colibrí y la guacamaya le incitaron a continuar. Y la curiosidad de Silvanus era tan grande que agradeció con una inclinación su gentileza. Le parecían aquellas cuatro las reinas de las aves.

Lentamente se inclinó sobre el tesoro, lo alzó con cuidado y lo apreció en todo su esplendor. Parecía estar hecho de mármol, o de jade. Pero no tardó mucho en dudar si había hecho lo correcto al perturbar su inmovilidad.

El huevo empezó a vibrar y cuando Silvanus notó que comenzaba a rajarse en la parte superior, lo devolvió apresuradamente al nido. Sin embargo el daño estaba hecho. Con los enloquecidos graznidos que las cuatro aves dieron inicio al mover sus alas para despegar, no tuvo dudas de que había despertado a un monstruo. El huevo se resquebrajaba y de sus ranuras emitió rayos de luz que hirieron las paredes más lejanas de la galería. Cuando uno de ellos se proyectó en su cuerpo, Silvanus se creyó partido por la mitad. Alzó la vista en la búsqueda de sus extraños compañeros, pero todos habían desaparecido hacia uno de los cuatro puntos cardinales. Por allá una lucecilla dorada se perdía en las estalactitas del Norte, a su derecha la fogosa guacamaya se hundía en el Este. El buitre y el búho también fueron invisibles en la oscuridad y con su huída, la sinfonía encontró igualmente un final. Había sido escindida por las centellas. Pero el silencio no duró demasiado, de pronto tañían las campanas de la destrucción.

De Silvanus Tar no se supo más. El huevo explotó como una estrella anciana y todo lo que había a su alcance quedó reducido a luces y fuego. La incandescencia recorrió todas las grutas, derrumbó todas las piedras y borró todas las letras. Finalmente llegó a una puerta de metal, la ígnea energía la hubo de fundir y se propagó por el sótano de la casa cinco de la calle Fim. Algunos viandantes observaron el fulgor antes del incendio, los vidrios de la ventanilla estallaron hasta el extremo opuesto de la calle, hiriendo a una muchacha que salía de la panadería del señor Bernaj, quien fue el responsable de llamar a los bomberos.

Pocas cosas se salvaron.
Horas pasaron para que las llamas fueran aplacadas con la ayuda de los vecinos que lucharon arduamente por encontrar al dueño de la casa vivo, un extraño hombre que según el registro de la propiedad se llamaba Silvanus Tar y que nadie conocía puesto que desde su llegada a la ciudad, había permanecido en el encierro. Al no hallar ni su cadáver, días después, se olvidaron del asunto.

Mas los bandidos se apropiaron de las ruinas. Algunas cosas se habían escapado de las llamas. Consiguieron en los armarios distintas máquinas de escribir que podían venderse a buen precio, algunos libros de temática extraña en el ático que los buhoneros pagarían gustosos, y un par de sillas medio chamuscadas, nada que no se pudiera arreglar. Inclusive algunos encontraron un hogar mientras los agentes no llegaran a desalojarlos.

Huyendo precisamente de ellos, un joven soñador al que llamaban Tristan Bellaco, encontró refugio en el sótano al que ninguno, ni siquiera estos tunantes, osaba entrar, pues se decía que estaba embrujado. Él no creía en esas cosas. Parecía aquel lugar una caverna de carbón, y al parecer allí se había originado el siniestro. Todo estaba negro, excepto una mesa situada junto a lo que había sido un camastro apestoso. Sobre ella descansaban, inamovibles, un cúmulo de papeles con exquisita caligrafía, con manchas de ceniza y las orillas abrazadas, pero posibles de leer.

Si la policía estaría buscándolo el día entero, Tristán Bellaco pensó que tenía tiempo suficiente para leer un rato. Tomó con cuidado la primera hoja, la que tenía un hermoso y elaborado número uno, y nunca volvió a salir de allí.

20 de febrero, 2011

3 comentarios:

LAG-Cossio dijo...

¡Lo hiciste otra vez Julio! Me encantó la metáfora utilizada a lo largo de todo el texto referente a cómo una obra puede consumir a su creador, cómo la obra parece cobrar vida propia y rebelarse. Seguí así.

sara dijo...

Creo que después de un buen rato, sigo pensando en tu creación. Es verdaderamente extraordinaria. Hace poco pensaba en ello, la literatura y el arte es la forma en que el hombre se mantiene vivo sin una necesidad física de ser alabado por los demás, sin sensaciones carnales sino del alma, y sin duda me gusta la atracción de Silvanus hacia algo que nunca podrá dejar. En síntesis¡Me gusta tu obra!

JuLio Urízar dijo...

Gracias por los comentarios. En sí creo que cualquier obra terminada es independiente de su autor. El escritor no solo es esclavo de su obra mientras la construye, también será esclavo al leerla, si se atreve, cuando esté terminada, pues se transformara en lector y como lector podrá encontrar otros caminos que él no conocía.
Gracias por haberse tomado el tiempo de leer algo tan largo. Ojalá hayan mas comentarios.