13 junio 2011

Nota de Duelo

Por Julio Urízar

El día de hoy, dejó de existir, quien en vida fuera el señor Ricardo Peña S, hombre inalcanzable que se dedicó diligentemente a agonizar. Echaba espumarajos invisibles, cuya aridez, surcándole la garganta, eran intentos de palabras cuyo objetivo era hacerlo ver más lastimoso de lo que estaba, con esa figura retorciéndose entre las sábanas, con esos ojos que desconocían el tiempo y el espacio,con esos labios que clamaban más agua, últimos tragos, tragos de polvo, manantial que ha perdido su frescura en tantálica lengua negra. Agonizante ejemplar don Ricardo Peña. Nadie debiera morir tanto como él.
-Papaíto, ¿quiere más agua? –no contestaba.
Cómo está su papá, seño. Está muy mal, fijese. Ya se va a morir.
-Papaíto, ¿Qué le doy, agua? –no se morirá. Aunque ya se haya ido.
Eran ellos los que esperaban su muerte, no él. Ricardo Peña cabalgaba cerca de Río Grande, en el monte, con las bestias, entre los cañaverales y sus flores peludas.
Los únicos, pues nadie quería esperarle la muerte. Decían que espantaba. Las rezadoras se iban a las diez, no se quedaban ni un minuto más. Ingratas. Como que uno no trabajara todo el día. ¿Quién puede espantar? La muerte es silenciosa, no hace bulla. Cuando por fin venga por papaíto ni vamos a darnos cuenta. Dará un suspiro, o dos, estirará los pies por última vez, como ha estado haciéndolo toda la semana, y se volverá hacia la pared. No nos daremos cuenta hasta que vayan bien lejos, donde todos nos volvemos inalcanzables. Ella no espanta.
-Papaíto… agua…
-Ya no le preguntés, Vira. Ya no sabe.
Mentira. Yo sé que los que se están muriendo saben. Porque es cuando tienen los sentidos más despiertos. Así le pasó a mamá, a la abuelita, a nuestros hermanitos cuando vino la epidemia. Miran sin ver para ver quien les acompaña, escuchan los murmureos que se compadecen de su miserable condición, sienten las caricias de quienes vienen a visitarles, las dunas del jergón y la luz de los candiles. Somos crueles al verlos como piedras. Saben, saben más que nosotros.
Lo acompañan en su dolor sus hijos Rafael Enrique y Elvira Raquel, quienes estaban seguros de que ellos eran los que presenciarían el deceso de su padre. Martín el palafrenero aguardaba debajo de los arcos del corredor, al lado de los geranios, escuchando las hojas mordisqueándose de bichos y las gotitas del chorro en la pila y las cigarras. Fumándose a uno de sus esposos. Cigarra-cigarro.
Chiste del patrón. Ay, patrón, ya se nos va a ir…
Espantar, ¡qué nos va a espantar! Es un hecho que papaíto se va a morir antes del amanecer. Hoy sí se tiene que morir. Aunque ella se presentara montada en su carruaje, con el rebozo negro y su sonrisa de calavera, como toda calavera, obligada a sonreír, no nos asustaría. Que papaíto se levantara y se ponga las botas y diga al Martín que le ensille al Jacinto, que tiene que ir a trabajar, eso sí sería para salir corriendo. Cuando uno se va a morir se tiene que morir en serio.
-¿Qué es eso? –un ruido lejano, jamelgo derramándose por la calle. Tan tarde. Debía ser una emergencia-, vos, Tín, asómate a ver quién es.
El humo del tabaco se llevó al hombre de la barba rambutanesca en la oscuridad. Desde la puerta, oteó en ambas direcciones. No había nada.
-Solo su abuelita Soledad, don Chapa…
Y diciendo esto, otra vez el trote de los caballos se hizo presente. Más cerca. Vibraron las paredes.
El agua del vaso, sobre la mesa, se llenó de mareas fogosas. Era toda una caballería. El de adelante chasqueó un látigo sobre las gualdrapas. Apretó los estribos. Un relincho. Llevaban prisa.
-¡Apurate, Martín, ahora sí, andá a ver quién es.
Y el hombre fue y volvió.
-No hay nada, don Chapa.
El viejo jadeó, quiso decir algo.
-¿Agüita, papaíto?
Vira acercó el vaso a los labios que se abrieron como cueva. Agua de polvo. Sólo la de Río Grande es agua de verdad, esa que se resbala entre esas piedras que huelen a miel y a popó de buey, a caña pudriéndose entre los surcos. Sabrosa esta agua. Ah…
-Sí serás, de plano ya no mirás bies. Escuchá… ¡Allí vienen otra vez, vamos a ver!
El cuerpo será velado en su casa de habitación, segundaavenidaprimeracalletresquincezonauno, donde Elvira Raquel se quedó de última sola ante el rostro pavimentado en la almohada. Un rostro, ya no más. Tufo de catacumbas, que hacía a las arañas aguardar en sus hoyitos la gélida brisa que había de mover las cortinas antes del segundo final. Bostezaba su espejo el ropero de caoba. Esperaba que a ella le quedara, siempre le había gustado, y lo conservaría así de lleno, lleno de sombreros y botas y cuentas y sacos de botones dorados. ¿Qué tacuche le pondrían? Tal vez el que usó para la feria, el que Chapa le compró en la capital. Esta vez tuvieron que haber visto a las bestias, se nota que pasaron en frente de la puerta. Dios quiera que no sea nada malo. Se alejan. Suspira. Suspiros de chiquillo asombrado, de pies descalzos entre el barro ante la frondosidad de un guayabal más viejo que sus abuelos. Otro suspiro. Ha corrido desde el pozo, necesita aire, mucho calor, travesura superada, cara abochornada, sudor, tierra en el cuello y las manos, entre las uñas, sed.
-Estoy muy cansado…
-¡Papaíto!
-Estoy muy cansado, pero todavía me falta, m’ija…
Y los caballos volvieron a pasar allá afuera. Más cerca. Retumbaba la ventana. Sus cascos pisoteaban el adobe de las paredes. A Vira le pareció que toda la casa iba a derrumbarse con aquel ruido montaraz. Sostuvo el vaso antes de que se callera de la mesa. Escuchó:
-Allí está Río Grande… allí está Monte Escondido… y la casa de Don Felipe Cebollaniz, pozo
viejo… allí está el trapiche… y la aldea… y mamaíta…
Se fueron alejando.
-Estoy muy cansado…
Se alejaron para siempre.
Aspira. Expira… Ah… Última vez. Hora de encender las velas.
El humo entre las cigarras trajo de vuelta a los dos hombres.
-No hay nada –pero Rafael olía a caballo.
-Nada –y Martín a amanecer.
Ella, con el vaso todavía en la mano, la cama inmóvil, la atmósfera inmóvil, con ojos estatua rezumando ríos grandes. No espanta. Si se cuenta ya no espanta. Un cuento de espantos es un cuento sin ellos…
El cortejo fúnebre saldrá a las dieciséis horas con destino al cementerio de esta localidad. Por su presencia…
-No –contestó Vira-, no hay nada.
…muy agradecidos.




2 comentarios:

Paula Girón dijo...

Facultad de ciencias económicas y empresariales

Me encanta el poder identificar a un guatemalteco cuando escribe y el sentir que comprendo las frases que utiliza me enorgullece de lo que soy: GUATEMALTECA. Con frases como papaito o "estirar la pata". Pero más allá de esto quiero comentar que me impacto la manera en que hablo de la muerte, se refirió a la misma como algo poco importante y normal (cosa que es así pues la vida es lo que importa) pero cuando vivimos una experiencia de muerte no es así, ojala lo fuera. Igual tarde o temprano todos vamos a estirar la pata! jajaja!

Pablo dijo...

Julio: digno de estudio es este tu cuento, puesto que se sumerge, como dice Paula, en la realidad guatemalteca pero, además tiene un excelso toque literario. Este cuento es un digno ejemplar de la literatura latinoamericana, pero de la literatura que representa el diario vivir del latinoamericano, desde dicha perspectiva, bañada de la esencia literaria que los grandes "Nuestros" pudieron trabajar: Borges, Rulfo, Eustacio Rivera, Esteban Echeverría, etcétera. Me gustá mucho el excelso manejo de imágenes y juegos de palabras ("cigarro-cigarra"). Este es un texto que me recuerda mucho a Tolstoi, por su paupérrimo Ilich. Sin duda logras el caracter psicológico de la angustia, pero lo interesante en este cuento es particular es que trocas el personaje angustiado. Pues en él no es el muerto, quien es su delirio poco puede demostrar ese sentimiento, en cambio, son las personas que alrededor se encuentran las que sienten esa fervorosa curiosidad por a la muerte: una angustia "Sí serás, de plano ya no mirás bies. Escuchá… ¡Allí vienen otra vez, vamos a ver!" Así, podemos decir que tu texto es una expocisión del sentimiento humano más agobiante, la curiosidad por la muerte. Fantástico!