Por Francisco Juárez
I
Aquella noche trágica avanzaba
entre la oscuridad, ciega de la locura, dentro de un mar de tormentos que se
arremolinaban en su mente
-¿Un lejano recuerdo o una
pesadilla?- se pregunta mientras camina lentamente por esa calle solitaria,
lejana, distante en el tiempo. –No logro comprender por qué tengo este tipo de
recuerdos- piensa inútilmente. Caminar es lo único que la lleva a la salvación,
al momentáneo perdón, un inútil esfuerzo por desterrarse de aquellas marcas que
le impiden seguir viviendo. Marcas que aparecieron como estigmas. Así el tiempo
fugaz, intangible, áspero como una lija, le fue desgastando, dejándole liviana,
ligera, lívida ante su meteórica desaparición en el horizonte de su corta vida.
Estos pensamientos inundaban su mente mientras llegaba a aquel parque de altos
cipreses, viejos y grisáceos. Un camino de adoquines descompuestos llevaba a la
plaza central, las bancas roídas por el tiempo hacían guardia celosamente. Aquel
lugar solitario cargado de nostalgia, de encuentros y desencuentros, de amores
fugaces y rencores, de risas y llantos, de crujir de madera añeja y solitaria
fue un escenario más de su desdicha.
-Parece que todo va llegando a su
final- se decía sin importarle mucho sus propias palabras. Se detuvo bajo la
sombra de uno de los cipreses y se sentó sobre sus raíces gruesas y agrietadas.
La tierra estaba húmeda, un camino de hormigas se abría paso por la maleza y se
internaba entre los arrabales de su mundo, entre las llanuras extensas que se
abrían de una banca a otra. –que insignificantes,
que maravillosas, ignoran la existencia del universo, ¿por qué los seres tan
pequeños deben sufrir tanto como nosotros? ¿Es que nosotros sufrimos tanto como
Dios?- se preguntaba; un ave grita desde la copa de un ciprés, invisible,
oculta tras el follaje espeso del antiguo árbol. Un ave que sin duda la ha
visto sentada al pie de ese árbol. Un ave que ahora conoce su existencia como
conoce la existencia de una piedra en su camino. –soy la nada en la vida de un
ave, mientras esa ave quedará grabada en mi memoria, para siempre. Su alto grito,
su grito verde-gris, aquel grito desesperado en los últimos momentos del mundo-
sollozó.
Se detuvo a pensar mientras
observaba los árboles, necesitaba demorar el fin, aún con tanto dolor dentro de
sí le aterraba la idea de que todo llegara a su fin, la incertidumbre de la
nada, la incertidumbre del dolor y el sufrimiento, y entendió que muchas cosas
que ahora sentía la habían sentido otros hombres desde los inicios de la raza
humana.
Sus fuerzas empezaron a desvanecerse
y una nausea insoportable hizo necesario que aspirara aire profundamente, sus
ojos se fueron nublando lentamente hasta quedar profundamente dormida.
Años antes a aquellos
acontecimientos Elena vivía una vida normal, con sueños y aspiraciones. Sus
familiares y amigos admiraban profundamente su dedicación a la lectura, a la filosofía y la psicología.
Con el transcurso de los años
Elena se fue volviendo cada vez mas abstraída en un mundo hermético en el que
sus amigos y familiares no tenían cabida. Nunca se conoció algún pretendiente,
nunca expreso algún signo de rebeldía durante su adolescencia, siempre aceptó
los consejos y las ordenes de sus padres. Su vida estaba resuelta desde muy
temprano y tendría muy pocas cosas por
las que preocuparse.
Sus ojos se fueron apagando con
el tiempo, su mirada cambió del cielo al pavimento. Poco a poco se fue
advirtiendo en ella signos de depresión, de estrés, de un agotamiento indefinido,
-cómo si el mundo depositara todo su peso sobre sus hombros-diría
enigmáticamente uno de los pocos amigos que se mantuvieron a su lado hasta el
fin. Aquel fin inesperado, incomprensible.
Sí, la carga de éste mundo se
hizo muy pesada, indefensa en la soledad de la imperfección que percibía de
éste mundo, la asfixiaban las ataduras de la perfección que exigía su alma a un
mundo que negaba entregársela.
En el lejano Japón una geisha trató de huir de sus deberes, su mente
divagó por el mundo, por el tiempo, por los años. En el oriente una mujer
afgana vio a través del manto que cubría su rostro el atardecer lejano,
incomprensible. En América una niña encarcelada en el cuarto de un burdel
escribe una carta a algún amor lejano, viajando en ella, buscando su libertad.
En el pasado mas antiguo la primer mujer no encuentra consuelo en un
mundo donde a alguien se le ocurrió crearla a partir de otro ser. Que
imposibilidad siendo la mujer la portadora de la vida, el inicio de todo, el
alfa, el amanecer cargado de estrellas, el trueno intempestivo que destroza al
silencio, la mujer que inicia su camino. La mujer prisionera.
–¡Cuantos gritos por Dios!- gritó
Elena que despertó ignorando donde se encontraba. Al abrir los ojos recordó que
había caminado por el parque y un sueño muy pesado había caído sobre sus ojos
obligándola a recostar su cabeza sobre aquel alto árbol.
-Dentro de poco todo terminará-
pensó, y vio como pasaron las horas, y el sol fue apareciendo en el horizonte.
II
Nadie entendía que le había sucedido
a Elena, -ella era como nosotras- decían sus hermanas, iba al cine, a los
centros comerciales, se interesaba por la moda, por los programas de televisión,
iba a la iglesia todos los domingos, nunca se metía en problemas.
-Quisiera que mi cuerpo se
hiciera polvo en un río, que las aves destrozaran mi cuerpo, que mis cenizas se
vuelvan una flor en el campo, que mi rostro alcance el cielo y vea las estrellas
y el firmamento tan cerca hasta quedarme ciega, hasta que la razón que me ha
llevado a este extremo se convierta en puñal y atraviese mi vientre, que toda
esta mentira se desvanezca en la realidad- gritaba en su interior mientras el
alto grito de su alma se lanzaba al mundo en gotas saldas que se arrastraban
por sus mejillas.
-Conmigo muere el
sinrazón, todo aquello que una vez me hizo normal ante la sociedad, muero en la
locura en este mundo donde el cuerdo es loco y la normalidad se mide por el
grado de estupidez e inconsecuencia que se tenga. Soy extremista, soy
anarquista, soy existencialista, soy la unión del despojo material y la reivindicación
de todo el dolor que sufren tantas en este mundo.
Soy la nueva actitud frente al
colonialismo, frente al dogmatismo intransigente, soy la revolución de los
valores, el fin de las aspiraciones de otros, son tan materialistas que
extrañarán mi cuerpo y no mi pensamiento. Conmigo mueren costumbres, rutinas.
Me perderé entre el polvo y el viento, son tan hipócritas que añorarán mi
sonrisa y no mi llanto, extrañarán mi normalidad y no mi locura- pensaba en un
arrebato de ira mientras las lágrimas continuaban cayendo por su rostro.
Cuántas veces éste tipo de
pensamientos rondaron por su mente. Poco a poco estos episodios se hicieron más
frecuentes. Los psicólogos diagnosticaban estrés, delirio de persecución,
esquizofrenia.
III
Al despertar se encontraba
viajando en un bus que la conducía exactamente a su casa.
Al bajar del bus una copiosa
llovizna cubría el ambiente, el cielo gris y el viento frio hacía que los
transeúntes corrieran en búsqueda de refugio. Las lejanas luces de los autos,
los lejanos pasos de la gente que corría en aquella madrugada la hacía sentir
como una extraña en un lugar al que no pertenecía. La llovizna empaña las
ventanas y poco a poco las calles van quedando vacías, un perro corre sin saber
a donde ir. Ahora los altos arboles se han transformado en postes de alambrado
eléctrico que gotean desde su imponente altura, contra el cielo se dibujan los senderos
de los miles de cables que surcan el aire de un lugar a otro.
Camina sin pensar, como una
autómata. Se detiene frete a una casa con jardín, a través de las ventanas
apenas logra distinguir una extraña silueta que la ve y una habitación
alumbrada parcamente.
Los rasgos del invierno se hacen
presentes y la necesidad de refugiarse es instintiva. Corre sin pensar el rumbo
que toma, sus pies se mojan sin que se de cuenta.
Recuerda aquellos días de su niñez,
aquel invierno, la vista desde su ventana donde las gotas de lluvia golpeaban copiosamente.
Su pequeña mano deslizándose por el frio y húmedo cristal, -no, no volverán aquellos
lejanos días- solloza. El imposible pasado se disuelve como aire entre las
manos. La voz de su abuelo que le llama, el cálido aroma de la comida, la
contemplación de la vida desde una ventana. Allí donde sus sueños fueron
construidos, bajo el signo del cielo gris y la tormenta. Su signo, ahora lo
comprende, es la añoranza.
Al llegar frente a su casa ve a
través de las ventanas la silueta de su padre. Un horror desenfrenado recorre
su cuerpo. Todo su cuerpo sucumbe ante el delirio, la llovizna empapa su ropa y
hela sus manos. Deja caer nuevamente su cuerpo ante el miedo de recorre frente
a sus ojos. -¿Qué era lo que temía? ¿Qué era lo que la perseguía?- se preguntará
su único amigo, el ultimo, el que vio el fin, muchos años después.