Por José Andrés Ochoa
A Diego Juárez...
-¿Qué onda, vos? -dijo con una humilde sonrisa en su rostro-. No recuerdo la fecha, pero sí el lugar. Esas reuniones propias de las jóvenes. Nada especial. Evento sencillo pero hogareño. El patojo se me acercó y saludo con la cortesía y amabilidad que pocos conservan. Complementó el gesto con un fuerte apretón de manos, y una mirada que producía una sonrisa en quien la viera.
Los invitados vestían de forma casual. Nada innovador o fuera de lo normal. Música se escuchaba con el fin de sobreponerse sobre la calma de la noche. El patojo hablaba. Los sonidos se enlazaban para crear una sinfonía fiestera. En ocasiones, una carcajada destacaba.
La reunión transcurrió sin novedades o rarezas. Los jóvenes se encontraban en un tertulia conformada por temas banales. Una bebida servía para acrecentar las risas. La oscuridad intrínseca de la noche hacía que la atención se enfocara en la mesa. El patojo trataba con atención al resto de los presentes. Más allá de los detalles del evento, o de la inmobiliaria del lugar, mi mente no olvida ese saludo.
Existen personas que pasan la vida desapercibidas. Que podrías verlas por meses y aun así no saber más que su nombre. Sin embargo, el patojo, con un simple saludo fue capaz de perdurar en mi mente y alma. Lo vi un par de ocasiones más. No intercambiamos palabras más que ese saludo.
Casualidad o predeterminado, vuelvo a ver al patojo mucho tiempo después. Más de un año de no saber de él. Otra reunión. Esta vez, la vestimenta es formal. La gente se saluda con extendidos abrazos y un suspiro. Veo al patojo. Se encuentra en medio del salón. Le voy a saludar, y en esta ocasión sólo asiente son su cabeza y sonríe. A un lado de él, se observan unas flores. Encima de él, la estatua de un Señor se alza. El Señor levanta sus brazos sobre el patojo. Algunos ríen, pero la mayoría llora. Los pocos que sonríen, seguro recuerdan los saludos del patojo. Gesto que siempre era dulce a quien lo recibía. El patojo yacía acostado, con un semblante de serenidad.
Cómo pensaba, al momento de llegar a esta reunión había mucha gente. Lo que no me esperaba, es que luego de recibir la noticia de su cáncer, tres semanas después perdería la batalla. Con sus 19 años, igual que yo, se le veía acostado. Su saludo aguardaría para otra ocasión. Poco conocía de él, mas nunca olvidaré ese gesto. Personas así merecen trascender en el tiempo. En mi alma, con un apretón de manos; en su mente, con un corto relato...
-¿Qué onda, vos? -dijo con una humilde sonrisa en su rostro-. No recuerdo la fecha, pero sí el lugar. Esas reuniones propias de las jóvenes. Nada especial. Evento sencillo pero hogareño. El patojo se me acercó y saludo con la cortesía y amabilidad que pocos conservan. Complementó el gesto con un fuerte apretón de manos, y una mirada que producía una sonrisa en quien la viera.
Los invitados vestían de forma casual. Nada innovador o fuera de lo normal. Música se escuchaba con el fin de sobreponerse sobre la calma de la noche. El patojo hablaba. Los sonidos se enlazaban para crear una sinfonía fiestera. En ocasiones, una carcajada destacaba.
La reunión transcurrió sin novedades o rarezas. Los jóvenes se encontraban en un tertulia conformada por temas banales. Una bebida servía para acrecentar las risas. La oscuridad intrínseca de la noche hacía que la atención se enfocara en la mesa. El patojo trataba con atención al resto de los presentes. Más allá de los detalles del evento, o de la inmobiliaria del lugar, mi mente no olvida ese saludo.
Existen personas que pasan la vida desapercibidas. Que podrías verlas por meses y aun así no saber más que su nombre. Sin embargo, el patojo, con un simple saludo fue capaz de perdurar en mi mente y alma. Lo vi un par de ocasiones más. No intercambiamos palabras más que ese saludo.
Casualidad o predeterminado, vuelvo a ver al patojo mucho tiempo después. Más de un año de no saber de él. Otra reunión. Esta vez, la vestimenta es formal. La gente se saluda con extendidos abrazos y un suspiro. Veo al patojo. Se encuentra en medio del salón. Le voy a saludar, y en esta ocasión sólo asiente son su cabeza y sonríe. A un lado de él, se observan unas flores. Encima de él, la estatua de un Señor se alza. El Señor levanta sus brazos sobre el patojo. Algunos ríen, pero la mayoría llora. Los pocos que sonríen, seguro recuerdan los saludos del patojo. Gesto que siempre era dulce a quien lo recibía. El patojo yacía acostado, con un semblante de serenidad.
Cómo pensaba, al momento de llegar a esta reunión había mucha gente. Lo que no me esperaba, es que luego de recibir la noticia de su cáncer, tres semanas después perdería la batalla. Con sus 19 años, igual que yo, se le veía acostado. Su saludo aguardaría para otra ocasión. Poco conocía de él, mas nunca olvidaré ese gesto. Personas así merecen trascender en el tiempo. En mi alma, con un apretón de manos; en su mente, con un corto relato...