25 febrero 2011

Abstracciones

Por Sara Fernández


Abstraer cada objeto cuando se va caminando por la calle es únicamente apto para aquellas mentes que pueden escuchar uno a uno lo delirios que la multitud aclama. Hoy al pasar por la calle no sentí el placer de ver a cada quien en su delirio, no sentí dolor ni pena ni augurios armoniosos meciéndose en una devastadora realidad, yo sólo escuchaba el ruido de una ciudad comprometida, de un momento de una cualitativa cantidad de personas exclamando juntas que su vida era fatal. Me detuve entonces un momento en el cual el tiempo siguió caminando, pero en la vertiginosa maraña que conforma mi mente en ese escalofriante sitio de constantes debates, el tiempo se paró, y todos los ruidos se hicieron más altos hasta parecer silencio.
Si pudiese alguna vez acusar al hombre de su osadía, yo lo haría sin pensar, si pudiera más aún, decirle al mundo que no lo necesito lo haría, claro, si incluso pudiera elevarme a la montaña más alta de algún  cerro, levantar mi voz al infinito y sacudirme el alma del cuerpo, qué me impediría hacerlo, qué resguardaría ese escape milagroso de la ruidosa y sudada multitud que enaltece el orgullo de los bien amados hombres y marchita la esperanza de los recién llegados. Quisiera darme cuenta derrepente que los objetos se pueden abstraer, ser únicos, quedar exentos de  toda materia, pero es que la tierra es pura materia, es movimiento colectivo, es una pequeña parte de las partes de las partes del inmenso universo, y nosotros, en nuestro pequeño punto azul, en nuestra pequeñísima abstracción no somos más que un sistema descoordinado de materia humana moviéndose al compás de una cíclica canción que dice más o menos…Hay duérmete mi niño, duerme por favor, porque ya no tengo más que una canción, duérmete mi niño duerme por favor, porque en mi regazo ya no queda si no mi amor, duérmete mi niño duerme corazón, ruego que mañana amanezcas sin dolor.
Pero no importa que tanto gire el mundo, el hombre sigue igual, estático y retraído, enajenado y excluyente. La lluvia era este día el principio de todas las cosas, algunos jugaban en su armoniosa cantinela y otros se ahogaban en cada gota que veían pasar.   

Dos poemas


Por Josue David Pereira

Momentos

Momentos felices que me regalas,
tan solo con una mirada,
un pequeño beso, una caricia indiscreta,
o una frase por tu bella voz suave.

Momentos felices cada mañana
o al atardecer,
cuando de tu mano
estar enamorado es lo mejor que me ha pasado.

¿Cómo agradecer esos momentos felices?
si los has grabado en mí como tatuajes,
están en mi memoria,
son parte de nuestra historia,

¿Cómo te podría agradecer?
por cada detalle, por cada muestra de tu afecto,
por cada virtud que opaca cualquier defecto,
por esa única forma tuya de ver.

Momentos felices que me regalas,
momentos felices que te quiero regalar,
recordándote que cada día te voy a amar,
y te lo haré saber con esta voz
de tu enamorado.



Mí Contra Parte

Mi perdedor esta siempre "muy ocupado" para hacer lo que es necesario
Mi ganador enfrenta y supera el problema
Mi ganador se compromete; un perdedor hace promesas.

Mi ganador dice, "Yo soy bueno, pero no tan bueno como a mi me gustaría ser"
Mi perdedor dice, "Yo no soy tan malo como lo es mucha otra gente"

Mi ganador escucha, comprende y responde.
Mi perdedor solo espera hasta que le toque su turno para hablar

Mi ganador respeta a aquellos que son superiores a el y trata de aprender algo de ellos.
Mi perdedor se resiente con aquellos que son superiores a el y trata de encontrarle los defectos.
Mi ganador se siente responsable por algo más que su trabajo solamente;
Mi perdedor no colabora y siempre dice, "Yo solo hago mi trabajo"

Mi ganador dice, "Debe haber una mejor forma de hacerlo..."
Mi perdedor dice, "Esta es la manera en que siempre lo hemos hecho"

Mi ganador como tu, comparte este mensaje con sus amigos...
Mi perdedor como los otros es egoísta y se lo guarda para si mismo...
Mi ganador trabaja más fuerte que el perdedor y tiene más tiempo;
Mi perdedor esta siempre "muy ocupado" para hacer lo que es necesario

Cuando mi ganador comete un error, dice: "Yo me equivoque"
Cuando mi perdedor comete un error, dice: "No fue mi culpa"

20 febrero 2011

La caverna de Silvanus Tar

Por Julio Urízar
I

El día que Silvanus Tar terminó de construir su caverna ya tenía preparadas las maletas para largarse de la ciudad. Sobre la entrada de su creación había puesto un letrerito que anunciaba su nombre, al cual dirigía incesantes miradas de ternura y orgullo, como diciéndose «mira, Silvanus, contempla la obra más grande de todos los tiempos, pues la has hecho tú» Le resultaba difícil creerlo «¿No lo crees?» se decía entonces «Extiende tus manos y compruébalo». Y Silvanus lo hacía y las veía estropeadas, ásperas por el pegamento seco y con la tinta en las uñas y hasta en el interior del más minúsculo poro, parte de él, casi su sangre, sinónimo de aquellos grandes esfuerzos que habían consumido la vida de sus dos últimos años, en los cuales había olvidado a qué olía el sol en los campos o la fragancia de una mujer. Sólo entonces volvía a su cabeza la certeza de que, en efecto, él había construido aquella cueva a mitad del oscuro sótano de su casa, iluminado apenas por una vela y cuando amanecía, por la ventanilla del fondo, donde sólo se veían los pies de la gente que pasaba por la calle Fim.

Pero nada de lo que había afuera le importaba a Silvanus. Al menos hasta ese día, pues volvería a reencontrarse con el mundo. Pero antes, no quería marcharse sin inspeccionar la compuerta de metal que había instalado en la entrada de su caverna. Poseía una cerradura jamás antes vista, con forma de estrella, cuya clave sólo podrían adivinar los más astutos, pues las pistas estaban allí mismo, soldadas al hierro. Silvanus se cuidaba una y otra vez de que no había error alguno en el mecanismo para no impedir el ingreso a los jóvenes soñadores. Pensaba en que aquella desmesurada seguridad sería suficiente para incitarles el pensamiento de que algo valioso se ocultaba allí adentro. Con este aliciente, serían pocos los que, pudiendo resistirse a la curiosidad, no dirigirían todos sus esfuerzos para poder explorar los caminos de la más reciente maravilla del ingenio humano.

Por otro lado, Silvanus sabía también que esa puerta debía ser lo suficientemente impenetrable para que almas no aptas en el asunto osaran entrar. Peligros mayores a los previstos podrían desencadenarse si se diera el caso.

Pero volvamos a estos escogidos por su luz. O quizás por su obscuridad: A ellos no les sería difícil acceder a la aventura que les aguardaba adentro, ya que una vez allí se perderían para siempre y jamás podrían volver a recorrer las calles y avenidas de su vida anterior. Serían tragados como en una mina de hulla, serían los mineros ennegrecidos de un universo finito pero colmado. Mientras que él, con su nombre allí puesto sobre la entrada, sería aclamado y maldecido por los angustiados ciudadanos, cuyos hijos habían sido engullidos por el monstruo dormido en el sótano de la casa cinco de la calle Fim. Sin duda Silvanus sería condenado, sería el centro de las imprecaciones más violentas. Otros quizá alabarían su admirable capacidad e ingenio. De cualquier modo estaría lejos, demasiado lejos como para escucharlos, tal vez ocupado en otra caverna, más grande y profunda, con la única certeza de que en aquella ciudad, y quizás más allá, sería inmortalizado por el recuerdo. Lo reducirían a escoria, incontables veces le desearían las torturas del infierno, pero el nombre de Silvanus Tar, tan seguro estaba, aparecería en las nuevas ediciones de la enciclopedia. Quizás con el epíteto de “El constructor de cavernas” o mejor aún, “El perdedor de los poetas”.

Todo estaba listo. Alejándose dos pasos, Silvanus contempló una vez más su creación. Sobresalía entre la pared con la ingeniería de un panal. El papel, endurecido por la cola, parecía en efecto roca neolítica viva, o como si fuesen los miembros de una creatura que estuviera saliendo del cascarón de ladrillos ennegrecidos por la humedad; la puerta, brillante y pulida como un espejo, le tapaba la boca y encima, como sí él hubiese podido domarla antes de su nacimiento, resplandecía su nombre, su nombre que no podía dejar de ver, escrito con exquisita caligrafía sobre la placa de madera, «para siempre recordado» pensaba excitado mientras la barnizaba un día antes con amor maternal, casi como si acariciara su propio ego «¡Tantos que van a perderse, tantos cadáveres que van a seguirme!»

Eran las nueve menos cuarto. El tren salía en quince minutos. Silvanus tomó su sombrero. Se aseguró de que no dejaba nada importante en la habitación. La mesa había quedado desordenada. La cama revuelta, pero ya no importaba puesto que jamás regresaría a ese lugar. Su aspecto debía ser terrible pero ya eran bastantes los meses en que no se preocupaba mucho de eso. Eso sí, llevaba puesto su mejor traje. Este, junto a la barba hirsuta y los ojos hundidos por la falta de sueño le darían el perfil de artista abrumado que tanto le gustaba. Era hora de formarse allá afuera una nueva reputación.

Subiendo las escaleras, Silvanus observó cómo su caverna se quedaba en medio de la oscuridad como un hijo triste que viera alejarse a su padre entre los estertores de una guerra. Casi sintió un retorcijón en el pecho. Aquella única compañía le suplicaba quedarse, que no la dejara luego de haberla creado. No quería existir sin su progenitor. Cualquier podría pensar con facilidad que Silvanus había enloquecido escuchando sollozos como estos por parte de su obra, lo cual le hizo volver y colocar sobre la puerta una mano cariñosa, diciendo:
-Tengo que irme, querida. Pero muchos vendrán a ti, no estarás sola –y con una sonrisa de malicia añadió-: y nunca tendrás hambre.

Pero la caverna siguió gimoteando en su mente. En realidad Silvanus no quería marcharse todavía. Algo en su interior deseaba seguir contemplando su obra, pues aún le era difícil asumir qué él había hecho algo tan sorprendente. Dudar le era un extraño placer, pues cada respuesta que afirmaba su autoría venía a llenarlo de regocijo. Pero tenía que irse. Había otra caverna en otro lado que si bien aún no existía, ya le llamaba para que acudiera a construirla lo antes posible.
-Solo echaré un vistazo en tu interior, una vez más –dijo-, quiero irme con una última imagen tuya. Pues no volveremos a vernos.

Silvanus manipuló la cerradura con facilidad. Giros a la derecha y giros hacia la izquierda. La caverna misma parecía ayudarle a abrir sus propios dientes. Separó luego, con delicadeza, los ganchos y cadenas, y cuando pudo abrir la compuerta, Silvanus recibió con gran emoción el hálito de aquella garganta. Observó extasiado cómo la cavidad se hundía en la tierra, con esas paredes rocosas plagadas de letras, como si fuesen pinturas rupestres, y las lamparillas que se alejaban como estrellas en los distintos caminos que desde allí comenzaban a ramificarse. ¿Cómo no iba a dudar de que él fuera el constructor de esa maravilla? Y Silvanus escuchó en su mente aquellas dulces palabras: sólo tú, sólo tú has hecho todo esto. Y volvió a dudar para volver a escucharlo: «¿Yo? », «¡Si, tú, Silvanus!» Quería irse de allí con ese sentimiento. Porque de ese modo al dejar la casa cinco de la calle Fim, sus pies no tocarían el asfalto, flotarían por encima de las nubes recordando qué él, sólo él, había construido la caverna más increíble de toda la historia humana y natural.

-Adios, querida, adiós, mi amada –susurró.
En otras circunstancias se hubiese sentido estúpido pronunciando aquellos términos tan dulces. Pero algo sucedió. Estaba dispuesto a darse la vuelta y cerrar la puerta cuando un objeto brillante, en el fondo de uno de los tantos caminos, captó su atención.
-Yo no puse eso allí –se dijo.
Silvanus aguzó la vista. Aleteaba como un pájaro. Distinguiendo un poco más notó que en efecto tenía la forma de un pájaro. ¡Era un pájaro de luz!

Se restregó las pupilas y volvió a columbrar lo que parecía imposible. La avecilla continuaba allí. Pero Silvanus conocía perfectamente todos aquellos caminos y todo lo que había en ellos; al ser su constructor no necesitaba de un mapa. Sabía explicar por qué razón cada cosa estaba en el lugar que le correspondía, sabía qué significaba cada frase, cada palabra escrita sobre las paredes. No ignoraba a qué lugar conducía cada conducto, cada escalera y cada fraccionamiento del camino. No podía haber nada en la cueva que él desconociera. Pero aquel pájaro dorado, aquel pájaro no era algo que él hubiese colocado allí antes. En su mente los pensamientos más diversos se hicieron presentes ¿y si alguien más había entrado antes de tiempo? No, no podía ser
puesto que ese era el único acceso y él había estado allí todo el tiempo. ¿Y si aquel pájaro era un elemento que había colocado sin mucha atención? No, llevaba un largo inventario de todo lo que había añadido y en ningún lugar tenía apuntado que un ave dorada revolotearía libremente en los tantos corredores de su obra magna.

-¿Qué es esto, querida? –preguntó. Pero esta vez no escuchó en sus fantasías que la caverna respondiera algo que le hiciera sentir mejor.

Observó su reloj. No perdería mucho tiempo yendo a inspeccionar aquel fenómeno extraño. Silvanus depositó las maletas en la entrada, se quitó el sombrero, lo colgó en la cerradura y lentamente, con temor de asustarlo, se acercó al pajarillo. Se trataba de una pelotita con plumas doradas, con un pico largo y de movimientos tan veloces que sus alas, más que alas, asemejaban una aureola de luz. Más cuando hizo esto, el pequeño colibrí voló sin darle la espalda un poco más allá, específicamente en el conducto de la derecha en cuya entrada, sobre la roca superior, podía leerse el número uno. Silvanus no se detuvo y cuando llegó, el pájaro continuó alejándose un poco más.

Encantado por su brillo, y su propio ingenio, como un niño, el constructor de la caverna había centrado todos sus pensamientos en querer alcanzar a la creatura, olvidando sus antiguos propósitos. Los minutos que mientras corría y corría detrás del fantasmita fueron suficientes como para que en algún lugar de la superficie el tren partiera sin su más orgulloso pasajero. Entre sus propios dédalos de papel y cola, Silvanus lo había olvidado todo, incluso el cansancio que una carrera como esa causaría en un físico aletargado y frágil como el suyo.

No se detuvo sino hasta que el sonido metálico de la puerta resonó a sus espaldas, despojándole de súbito la embriaguez del pájaro infernal, que desapareció como quien ha cumplido la misión de no separar jamás al creador y a su obra de arte. Había sido una especie de carcajada y el apenas oírla, de la impresión, fue Silvanus transformándose en una roca más de su caverna. De súbito sentía el aire comprimido, tan pesado para respirar que su cerebro se rezagó en asumir el descubrimiento de que, sin caber en sí de cómo era posible, era incapaz de precisar en qué lugar se encontraba. «¡Yo soy tu hacedor!» se decía, pensando en que hasta el sabueso más astuto descubriría la desesperación entre las bifurcaciones del lugar, pero no él. En su mente la caverna también existía, en su mente estaba la verdadera y única idea de todo lo que había a su alrededor. No podía estar desorientado, tan sólo eran los efectos de haber corrido, mucho tiempo había pasado desde que no lo hacía.

Sin preocuparse demasiado -aunque en la raíz de sus cabellos, Silvanus no sabía por qué, se inflaba una burbuja de temores inexplicables-, el creador decidió buscar la respuesta en su creación: en las palabras que llenaban las paredes, después de todo él las había escrito. Una simple frase sería suficiente para saber en qué episodio se encontraba entonces, de este modo podría dirigirse, siguiendo a las mismas, por el camino correcto hasta hallar al inicio y salir de allí. Por un lado, no lo negaba, el orgullo crecía en su corazón: si él mismo se había extraviado por unos momentos ¡A cuantos jóvenes ilusos les pasaría lo mismo!

No obstante, luego de indagar un poco entre las rocas, Silvanus descubrió que todas las letras le decían algo que no comprendía, como si les encontrara un sentido completamente distinto al que les había otorgado en el momento de su nacimiento, cuando sus dedos se mancharon de tinta. Aquellos eran sus trazos, no había duda, pero su ajenidad lo enajenó de modo que un ligero temblor que mantenía en las rodillas se extendió a todo su cuerpo en forma de desprendimientos de sensatez. La burbuja del miedo había explotado…

-Me tragaste… –susurró sin creerlo todavía. El temblor llegó a su cara, la coloreó de nube y los enrojecidos ojos amenazaron con sacar sus lenguas de fuego. Ellos también gritaban, aunque en silencio, el aullido, entre horrorizado y campante, que emergió desde el fondo de su posesor-: ¡Me tragaste, hija mía!

Era muy posible que sólo la voz de Silvanus Tar encontrara la salida. Pero afuera nadie podría escucharla para acudir en su auxilio.

II

El cansancio suprimió sus sentidos. Días y noches, allí no había diferencia, debieron de haber aplanado la tierra con sus molinillos de luz y oscuridad. Cien mil trenes partieron sin él mientras cien mil pasillos recorrió el creador sin poder retornar a la salida.

En un principio Silvanus trató de volver por donde había llegado, pero no hizo otra cosa que perderse más. Los pasadizos se bifurcaban tanto hacia adelante como hacia atrás. Por todos lados surgían historias que él no había escrito, todos los episodios posibles e imposibles que hubieran podido suceder en aquel cosmos de su autoría. No había modo de que la caverna le dejara salir. La caverna y no “su” caverna, porque era obvio que ella sola se manejaba mejor de lo que él había imaginado.

Algunos conductos no se diferenciaban mucho de lo que él recordaba haber escrito sobre las rocas. Pero a pesar de ser suyas las palabras, éstas seguían presentándose de maneras misteriosas, con sentidos diferentes. Ahora era él su lector, era el joven iluso que la caverna esperaba, tal y como había dispuesto. Ya no existía la misma conexión que había entre los dos al momento de la concepción. Era ella como una hija rebelada. ¡Una necia que lo había traicionado en la primera oportunidad, en el momento en que le daba más amor y cuidados!

Ahora Silvanus Tar era digerido por la caverna. Hambriento y deseoso de mojar sus labios, no hacía otra cosa que avanzar entre las rocas con lentitud. Se apoyaba más que antes en las paredes, su cuerpo ya no daba más de sí, tanto que al pasar las manos por la tinta fresca se las manchaba todas, y luego, con el hábito de quitarse el sudor de la frente, terminó embadurnándose toda la cara de hulla. Era ya el minero de ese monstruo que se traga a los hombres, extrayendo con las uñas palabras que no le daban para comer. A medida que avanzaba por las distintas grutas el calor fue aumentando, la ropa hecha jirones representaba más una molestia que una protección, de modo que fue deshaciéndose de ella, conservando nada más que los zapatos, hasta que estos también perdieron su funcionalidad. Con el paso de los días llegó a convertirse en un salvaje. Cubierto de negro, el hombre de tinta hubiese sido capaz de lanzarse ciegamente contra cualquier ser viviente que de pronto le saliera al encuentro, incluso con la intención de venir a salvarlo, para arrancarle la carne a mordiscos.

Tan sólo conservaba la capacidad de leer. Y leía en las paredes historias que no recordaba haber escrito. De los ciento noventa y cuatro episodios, la única información que consideraba verdaderamente suya, a veces se hallaba en el capítulo trece, y luego en el ciento veintisiete que por un pequeño descenso lo llevaba hasta el cuarenta y ocho. Incluso una vez se halló en el conducto número ciento noventa y tres, pero al salir, esperanzado porque encontraría el final, de él no consiguió llegar más que al sesenta y nueve. Ya para entonces era este hombre de tinta, que en su desesperación, algunas veces lloró lágrimas negras o vomitó amarga negrura. Las costillas se le asomaban ya debajo de una transparente capa de piel. Era tanta la extenuación, que hubo momentos en que sucumbía ante la propia debilidad. Derrumbándose sobre las rocas, al reaccionar el salvaje era incapaz de saber cuánto tiempo había estado inconsciente. A veces caía sobre las aristas y al despertar descubría el dolor de negras costras tatuándole los brazos y el pecho. Hasta su sangre se había oscurecido, tanto que casi podría escribir con ella una salida. Más nunca se atrevió a hacer una operación tan delicada. Plasmaría sobre lo ya escrito todo un capítulo en el que se contara como el hombre de las cavernas pudo salvarse de la muerte, pero antes de intentar dar un paso, descubriría que ahora sólo era una cascara vacía, con las venas áridas y el corazón sediento.

Mas el hambre o la sed, si no lo condujeran a fenecer, podrían haber sido algo soportable. Lo que el hombre de tinta aborrecía más que otra cosa era el silencio. Con él su alma había cavado su propia tumba, esperando tan sólo a que su cuerpo cayera y no despertara más. Por dentro ya había sido enterrado, por dentro tenía una sepultura de cien años de antigüedad. O al menos eso era lo que a veces cavilaba, entre lo poco que pensaba, hasta que la sinfonía hizo tremolar el aire adormecido de la cueva, depositando en sus oídos una semilla de esperanza.

Sus ojos se abrieron de par en par. En un principio el salvaje creyó que había encontrado la muerte y aquellos sonidos eran las voces de la redención. Más cuando se halló todavía sobre el mismo suelo de piedra, intentó distinguir con asombro si la música provenía de un delirio mental o bien, del fondo del conducto en que se había desmayado. Cualquier cosa era posible. Lo había perdido todo, así que si no era más que llana locura, al menos podría decirse, antes de morir, que ésta lo había hecho feliz.

Se levantó aunque su apresurado caminar siguió siendo un arrastrarse, impelido apenas con la fuerza ínfima de unos talones llenos de gritos infectados, pero indoloros, después de haber llorado bastante sangre. Avanzó tanto como le fue posible, en las últimas jornadas esto no era más que unos cuantos metros hacia adelante, a veces no era nada. Se hubiese rendido si la música, en vez de desvanecerse como en un sueño, no hubiese aumentado de intensidad. Aquellos acordes retorcían deliciosamente una soga en la boca de su estómago.

Cuando los violines alcanzaron las notas más altas, como una luz salvadora, el colibrí regresó a su vista posándose sobre una estalagmita, de la cual volvió a danzar con el aire para alejarse más allá, incitándole a seguirle de nuevo. Acercándose con ahínco, el salvaje descubrió cómo el conducto se iba ensanchando hasta formar una galería de fondos inhóspitos. Allí la música lo era todo. No había orquesta por ningún lado pero el hombre de tinta sabía que estaba allí, en el centro de la gruta. Quizás son ángeles, pensó, seres celestiales dándole la bienvenida. Quizás había muerto e ingresaba ahora a alguno de los cielos. Había sido perdonado esta vez.

En el centro de la galería había una torre, una formación rocosa plagada de letras que estaba seguro, él no había sido capaz de crear. Y en su cúspide brillaba lejano el colibrí.

Descendió el salvaje con cuidado hasta el gran plato de la galería. A su alrededor escuchaba los suspiros y sentía los movimientos de los intérpretes de la orquesta como ligeras ráfagas de viento que en distintas direcciones acariciaban sus heridas: aquella era de un violinista, por aquí ejecutaba un solo el chelo, los clarinetes eran como fugaces besos en la cara y los platillos le hicieron vibrar entero.

Con esos impulsos el hombre salvaje recuperaba los sentidos, aunque con ellos también regresara el dolor que laceraba cada herida en su cuerpo: volvía a percibirlo; y revivía su alma; recolectaba las sílabas de su nombre, aunque no del todo bien. Sivianus, Silvinus, Silverus…

Llegó a los pies de la torre. En lo alto brillaba su amigo de plumas solares. Prometía silenciosamente de que de allí ya no se movería, de algún modo ya no había sitios en donde esconderse. Habían llegado al final.

En el dintel que antecedía a las escaleras, con barrocas florituras, se leía precisamente la inscripción que decía “Epílogo”, cosa que el hombre de tinta ignoró enjaezado por la sinfonía y el deseo de llegar cuanto antes allá arriba, donde los sonidos debían escucharse con grandiosidad, como Dios en medio de toda su creación.

Finalmente llegó a la cima. Quizás transcurrieron días enteros para que su patética figura alcanzara el aquel pináculo, sin embargo, con la música el hombre de tinta se olvidó de sus tormentos, de modo que no fue un ascenso desesperado como podría suponerse. Allí quedó inmóvil concibiendo los sonidos y las imágenes que luchaban contra la capa de tinta que había sellado sus sentidos. Una vez que lograron limpiarlos, la criatura de tinta recordó su nombre.

Se hallaba en medio de un nido en cuyo centro había un huevo del mismo color de su manchada piel. Allí lo custodiaba el colibrí dorado, apenas un punto dorado entre la paja, acompañado de un buitre descarnado, una guacamaya coloreada de crepúsculo y un búho alto y majestuoso que juntos extendieron las alas para recibirle, especialmente este último, con esos ojos profundos, llenos de noche, cuyo peso Silvanus Tar no supo resistir.

Le pareció que le invitaban a unirse a aquella especie de concilio. Se acercó lentamente y comprobó con gran gusto que ninguno temía de él. Lo esperaban, no había otra explicación. El colibrí dorado se quedó en su sitio, le hubiese gustado tocarlo, al fin de cuentas ese había sido su propósito desde un principio, pero temió quemarse con sus plumas encendidas. Ahora todo lo que captaba su atención era el negro huevo que protegían en medio de aquella fortaleza de piedra, música y laberinto. Le abrían el paso pero al mismo tiempo tuvo la impresión de que no todos estaban gustosos con su presencia. Especialmente el buitre y el gran búho, a pesar de haberlo recibido con gran ceremonia. Cuando Silvanus estuvo cerca del huevo, ambas aves comenzaron a aletear con tal energía que sus intenciones de tocarlo desaparecieron, no fuera a dar razones para que lo acometieran a picotazos. No obstante, el colibrí y la guacamaya le incitaron a continuar. Y la curiosidad de Silvanus era tan grande que agradeció con una inclinación su gentileza. Le parecían aquellas cuatro las reinas de las aves.

Lentamente se inclinó sobre el tesoro, lo alzó con cuidado y lo apreció en todo su esplendor. Parecía estar hecho de mármol, o de jade. Pero no tardó mucho en dudar si había hecho lo correcto al perturbar su inmovilidad.

El huevo empezó a vibrar y cuando Silvanus notó que comenzaba a rajarse en la parte superior, lo devolvió apresuradamente al nido. Sin embargo el daño estaba hecho. Con los enloquecidos graznidos que las cuatro aves dieron inicio al mover sus alas para despegar, no tuvo dudas de que había despertado a un monstruo. El huevo se resquebrajaba y de sus ranuras emitió rayos de luz que hirieron las paredes más lejanas de la galería. Cuando uno de ellos se proyectó en su cuerpo, Silvanus se creyó partido por la mitad. Alzó la vista en la búsqueda de sus extraños compañeros, pero todos habían desaparecido hacia uno de los cuatro puntos cardinales. Por allá una lucecilla dorada se perdía en las estalactitas del Norte, a su derecha la fogosa guacamaya se hundía en el Este. El buitre y el búho también fueron invisibles en la oscuridad y con su huída, la sinfonía encontró igualmente un final. Había sido escindida por las centellas. Pero el silencio no duró demasiado, de pronto tañían las campanas de la destrucción.

De Silvanus Tar no se supo más. El huevo explotó como una estrella anciana y todo lo que había a su alcance quedó reducido a luces y fuego. La incandescencia recorrió todas las grutas, derrumbó todas las piedras y borró todas las letras. Finalmente llegó a una puerta de metal, la ígnea energía la hubo de fundir y se propagó por el sótano de la casa cinco de la calle Fim. Algunos viandantes observaron el fulgor antes del incendio, los vidrios de la ventanilla estallaron hasta el extremo opuesto de la calle, hiriendo a una muchacha que salía de la panadería del señor Bernaj, quien fue el responsable de llamar a los bomberos.

Pocas cosas se salvaron.
Horas pasaron para que las llamas fueran aplacadas con la ayuda de los vecinos que lucharon arduamente por encontrar al dueño de la casa vivo, un extraño hombre que según el registro de la propiedad se llamaba Silvanus Tar y que nadie conocía puesto que desde su llegada a la ciudad, había permanecido en el encierro. Al no hallar ni su cadáver, días después, se olvidaron del asunto.

Mas los bandidos se apropiaron de las ruinas. Algunas cosas se habían escapado de las llamas. Consiguieron en los armarios distintas máquinas de escribir que podían venderse a buen precio, algunos libros de temática extraña en el ático que los buhoneros pagarían gustosos, y un par de sillas medio chamuscadas, nada que no se pudiera arreglar. Inclusive algunos encontraron un hogar mientras los agentes no llegaran a desalojarlos.

Huyendo precisamente de ellos, un joven soñador al que llamaban Tristan Bellaco, encontró refugio en el sótano al que ninguno, ni siquiera estos tunantes, osaba entrar, pues se decía que estaba embrujado. Él no creía en esas cosas. Parecía aquel lugar una caverna de carbón, y al parecer allí se había originado el siniestro. Todo estaba negro, excepto una mesa situada junto a lo que había sido un camastro apestoso. Sobre ella descansaban, inamovibles, un cúmulo de papeles con exquisita caligrafía, con manchas de ceniza y las orillas abrazadas, pero posibles de leer.

Si la policía estaría buscándolo el día entero, Tristán Bellaco pensó que tenía tiempo suficiente para leer un rato. Tomó con cuidado la primera hoja, la que tenía un hermoso y elaborado número uno, y nunca volvió a salir de allí.

20 de febrero, 2011

18 febrero 2011

De Cavernas y Melodías

*Por Pablo De la Vega            

El fuego tocaba su rostro, lo encendía, le daba el bochorno carmesí que lo transfiguraba en aquella entidad divina, por más humano que fuese. Sin embargo su cuerpo seguía congelado. Las manos tiritaban al ritmo del viento, que resonaba cual piano desarrollando un waltz. Llevaban horas perdidos en aquel gélido lugar, que de calígine se llenaba por sus espacios boscosos. El cuerpo tiene dentro de sí el sistema circulatorio; el bosque tiene para sí el sistema vendaval: ambos muévense en infinito correteo, cual si niños fueran, andando por los pasillos del hogar. Él se arrimó a su hermana, la cual mostraba aquel imperterrimiento en sus ojos, inamovible del pequeño tronco en el que estaba, y le susurró al oído —Voy por algo de comer.― Ella no le respondió, al menos con los labios, pues sus ojos le frasearon —Está bien pero, niño, ten cuidado, no te vayas a perder—. Levantose entonces, sublevándose contra el músico imperativo, emisario de verbosidad en 3/4 y se dirigió a través de su pentagrama metafísico. Avanzando por la música nubosa, los sostenidos le obligaban a mantener el ritmo: un, dos, tres; un, dos, tres; un, dos, tres. Cada tiempo era particular: el uno un escalofrío, el dos un cuchicheo repentino y el tres un súbito temblor. La única forma de lograr pasar sin dificultad era bailándolo, y él, hijo de un “hada de azúcar”, sabía armonizarse en dichos movimientos. Así iba danzando por el bosque, buscando comida, cuando de pronto se encontró con un frondoso ramaje. Aquí la música cesó de golpe. ¿Qué sucedía? Empezaba a templarse su organismo, agarrando el color propio de los cuerpos calientes. Pero, ¿qué pasaba? En ese momento parecía que el arbusto era el sidéreo círculo que tanto añoraba, emanador de lucíferos calores. Él se acercó, admirado del cambio que producía en su cuerpo tan singular fenómeno. De pronto, una inhalación proveniente de la vegetación lo inspiró hacia la oscuridad, donde yacían miríadas de fogosas esporas diamantinas, las cuales le quemaban la piel, lacerandola. Sumido en un desenfreno pasional, cerró sus ojos. La angustia carcomía sus órganos, el dolor sus gritos y la oscuridad su alma. Súbito, todo volvió a la calma. Abrió sus ojos lo más célere que pudo y vislumbró sus heridas. Pero nada. No tenía el más ínfimo esbozo de laceración alguna. — ¿Qué sucedía? — se preguntaba. Entonces, enfocó la vista hacia su entorno y diose cuenta que se hallaba en una Caverna. Empero, ésta, a diferencia de lo que se conoce comúnmente como Caverna, lúgubre y misteriosa, era, en contraste, alba y apacible. Imagínense que la noche fuera una extensa cuartilla blanca en la que se divisaran las estrellas negras cual basurilla del carbón, y la luna, en vez de ser el resplandor nocturno de la fémina, el espejo de los ojos de la amada, lo femenino, lo que a lo masculino más le recuerda lo femenino, fuera, nada más, una circunferencia vestida de negro, cual regordete gorila dibujado en el papel. Así mostrábase a sus ojos esta Caverna, la cual descendía en un luengo pasillo. Dándose cuenta que no había forma de salir de ella, él, dudoso, decidió bajar por sus rocosos suelos para ver si podría encontrar algo en sus profundidades. Caminando parsimoniosamente, por temor a ser inspirado de nuevo, lograba otear todos los fenómenos que presentaba la Caverna. De un lado moraban millones de diminutos murciélagos albinos de argenteado pelaje y zarcos ojos, los cuales volaban en formas naturales, emulando cataratas, ora rocas, ora árboles, ora humanos. En otro extremo se erguían medianos troncos con extremidades, los cuales cargaban florecillas marchitas y las llevaban a unos manantiales purificadores, en donde éstas, antes fenecidas, renacían en matices más luminosos y obtenían una vitalidad angelical. Cual si mucha sorpresa fuera esto, no había visto aún nada. En el borde de un charco hallábanse lustrosas rocas con bocas humanas, las cuales dábanse tan apasionados besos como en juvenil primavera el ruiseñor, con su pico enamorado, acaricia a su pareja; y en los mismo charcos los peces que ahí nadaban, de distintos matices, estallaban en multiplicación cristiana para crear nuevos pececillos, y así, infinitamente en un charco que borboteaba en arco iris. Pasando cerca, pero siempre con temor de los fenomenales seres que allí acaecían, él acercose al centro de la Caverna, donde había una pequeña pluma. Enclenque esta parecía de lejos, empero, al momento de tocarla, uno dábase cuenta de su vigorosidad. Puesto que la palabra escrita brota de la pluma y, aquella, es la más dañina de las armas, necesita del más fuerte portador para poder yacer templada antes de plasmarse en el papel en manifestación discursiva de las ideas más eximias e ingenuas. De pronto, esta pluma, púsose enhiesta y vociferó — ¡Intruso en la Caverna! ¡Aquí sólo pueden estar los escritores! — En eso, todas las criaturas voltearon hacia el joven los más torvos ojos jamás vistos por hombre y empezaron a dirigirse contra él, acometiéndolo furibundos, principiando la retahíla desastrosa. Él, en su debilidad, cerró los ojos y empezó a gritar. — ¡Ya cállate y déjame descansar! — dijo la hermana. En eso, él desarrebozó su rostro de la manta que lo cubría y despertó. Había sido todo un sueño. —  ¡Sofía! ¿Cuánto llevamos aquí?, dijo, sudando miedo y confusión. —Lo suficiente para que ya estés alucinando — dijo ella. —Duérmete, niño, ya pronto nos encontrarán—.   

*Pablo De la Vega regresa, desde la facultad de humanidades, con un cuento cavernícola en el cual nos muestra su lado fantástico. Qué piensan de esta visión de la Caverna clara y blanca? Será así nuestra Caverna?

La Caverna

*Por José Andrés Ochoa

Caí. Me dolió. No me lastimé (creo). Escribo frases tan breves porque era así como pensaba en ese momento. Intenté recordar cómo había llegado a un lugar tan oscuro y en el que mi respiración se escuchaba con gran ferocidad. “Espero sólo sea el eco”, pensé. Luego de varios suspiros empecé a trazar la cronología de mi día. “Sí, me levanté. Sí, decidí entrar a la estructura. Sí, me caí.”

Y es que me encontraba en aquel caluroso departamento de Petén. Al norte de Guatemala, donde el sol calienta a través de los espesos bosques. Siempre me gustó conocer mi país, y más un lugar donde se distingue por tener tanto valor histórica. Además que la belleza natural es algo que aún se mantiene en un mundo tan deteriorado por la contaminación.

Pero hoy, me caí. Repito tal palabra porque me sentí en cierto punto, traicionado. ¿Cómo aquel bello lugar trató de hacerme desaparecer? ¿Seré tan bizarro en la sociedad que fue aquí que la madre naturaleza decidió aislarme? Tanto se vino a mi mente, que pasé sentado varios minutos. Ese momento me ayudó para completar mi línea de tiempo.

Era sábado. El pequeño grupo de turistas, conformado más por extranjeros que por paisanos, tenía planeada la visita a un sitio arqueológico. (Sacudí la tierra de mi cuerpo). Temprano partimos. Hora y media de camino, no dormí nada. Ansiaba la “expedición” como un niño. (Tanteé mis extremidades en busca de alguna lesión). Llegamos a aquel inhóspito sitio, y yo empecé a corretear como can en un jardín. (Me puse de pie lentamente). Entré a una pequeña habitación. Hedionda a humedad, algo que no me impidió investigar haciendo uso de mi linterna. (“¡Mi linterna, mi linterna! ... ¡Sirve!”). Daba pequeños pasos mientras observaba unas extrañas manchas en el techo. Mi distracción me impidió ver el agujero en el piso.

Dirigí mi mirada hacia arriba y vi una pequeña entrada de luz. Prendí mi linterna, con la cual tracé un círculo girando sobre mi eje. Luego de intuir ingenuamente una traición, descubrí que me encontraba en algo que podría llamarse bendición. Y es que para mí, alguien de gran afición a la vieja cultura maya, fue de grata fortuna toparme con algo tan impactante y maravilloso.

Pensé que estaba en una caverna, pero más parecía un pasillo. Las paredes se colocaban paralelamente una de la otra. No de gran altura, pero sí de gran macicez. La linterna no me
permitía distinguir con mayor claridad. Sí pude ver un brillante y puro color verde. Me acerqué a tocar, y caminé cruzando mis piernas para desplazarme de lado, mientras mis dedos y ojos se perdían con admiración en el muro.

No conté mis pasos, pero varios después se terminó la preciosa muralla de lo que parecía ser jade. Llegué a otro pasillo, esta vez más pequeño y no tan bonito. Tuve que encorvarme por un pequeño trecho, que condujo a unas escalones. Esta vez, mi linterna comenzaba a opacarse por un destello que tentaba con cegarme. Un rayo de luz caía en picada y se reflejaba a, de nuevo, una escalera hecha de jade. Más por instinto que por voluntad, subí los escalones con gran expectación.

Expectativa que no podía ser mayor. Al terminar el trayecto llegué a lo que parecía un templo. Podría escribir párrafos sobre lo que significaba para mí ver semejante edificación. Seré egoísta en las palabras diciendo que era majestuoso, maravilloso y hermoso. Un rayo de luz caía desde la parte más alta. Se interceptaba con el fin de las escaleras que conectaba con un camino de piedra. Bien tallado. Guiaba a un altar al centro.

Ahí, se encontraba un libro. Cerrado. Me acerqué, lo tomé. Antes de abrirlo hice una minuciosa inspección. Se encontraba íntegro. Parecía nuevo. Lo abrí con la mayor precaución posible. Para mi sorpresa, tenía un pequeño texto en español. En su primera página se leía: Procede con las páginas del libro, que es tuyo.”

Volteé la hoja. El resto se encontraba vacío. No comprendía. Un libro, en blanco, pero que era mío. Volví mis pasos hacia la entrada, donde ya me esperaba el grupo. Afligidos me buscaban. Les grité para calmarlos que allí me encontraba, más no estaba feliz. Estaba sorprendido.

En la hora y media de camino de regreso, reflexioné. Recordé aquel bello pasaje que me llevó a un cuaderno de hermosa fachada. Lo entendí. Me topé con un tesoro en aquella “caverna”. Subestimado por muchos, más no por aquellas personas que lo dejaron allí. En un libro dejas tu legado, historia y enseñanzas. Tal tesoro no podía estar más que en tal bello templo. El valor de leer y escribir, fue dejado a este aficionado explorador. Quién diría que, con esta vaga experiencia, escribí en las primeras dos páginas en aquel libro que encontré en “la caverna”. Y apenas comienza.


*José Andrés, desde la carrera de Ciencias de la Comunicación, nos sorprende con un texto de las selvas Peteneras y las cavenas que ahí encontramos!

15 febrero 2011

Visita a Mi Conciencia


*Por Regina Asturias
El camino avanza rápidamente, kilómetro a kilómetro dejo atrás un paisaje de recuerdo, una vida ya olvidada que muere lentamente sin dar tregua a protestar.

Tortura mi conciencia el sonido de la tierra al ser aplastada por una metálica caravana.

Una piedra en el camino zarandea mi ser, y al levantar la vista, se posa ante mí el aquí y Aprieto fuertemente el rifle que me dará a respetar. Que esperanza hay si aquello por lo que lucho no es libertad. Un títere sin voluntad, un muñeco de trapo que enfrenta un tirano llamado política y de apellido militar.

Una curva en el camino, y a lo lejos puedo ver, la blanca fachada, recubierta de cal y algo más. El campanario, que en su mutismo, viste de luto. Un río de lágrimas, tejas y escombros sirve de portal. Me recibe una calle desierta y un nublado atardecer.

Un escalofrío me recorre la espalda, y oigo al viento susurrar. Es el silencio de quienes ya no pueden cantar.

Son los fantasmas del dolor, inocentes pidiendo una explicación.

*Con este relato le damos la rebienvenida a Regina Asturias, de la Facultad de Psicología, quién, atraída por la belleza de la Caverna, nos alcanza en nuestro andar hacia la profundidad mas asombrosa. 

Una Luz en la Profundidad

*Por Sara Fernández

Hace unas horas, descendí a un sitio extraño, no es húmedo pero tampoco es frío. Con extrañeza veo que no hace calor tampoco. Cada vez que entro siento náusea y luego de adentrarme un poco salgo inmediatamente. Alguna vez un filósofo famoso me dijo que adaptarse a la superficie era más complicado que adaptarse a la oscuridad de la caverna, pues dentro de ella se encuentran los demonios de los siglos pasados, cuando entro a la caverna siento que un hálito con un marcado olor a sangre me consume, siento que me contamino por completo y que mi cuerpo se convierte en lúgubre y gélida ceniza. No sé cómo pero la negrura de la oscuridad hace que mi cuerpo se convierta en nada, en ausencia de luz, en una fresca putrefacción que hace que yo misma me cause temor y entonces es cuando camino hacia afuera.

Hace poco, cuando me encontraba en la superficie, una vieja mujer se dejó mostrar en mi camino, sus ojos eran de brillante plata y si Dios me permitiera hablar de sus pupilas hubiera hecho lo mismo que permitirme mentir, su voraz hálito me susurró suavemente al oído que mi futuro estaba dentro de la cueva, que mi mundo de luz se haría pedazos, que la superficie se hundiría y decaería hasta que nada se pudiera distinguir.

La anciana hizo caer entonces una lágrima de sus brillantes y esplendorosos ojos sobre el río de la superficie y me observé, dentro de la caverna me encontraba, estaba hundida con los más gélidos demonios y me encontraba en un estado animal y poco racional, me alimentaba de odio y de confusión, porque a pesar de que conocía perfectamente la superficie, la sociedad de la caverna me arrastraba la irracionalidad. Dentro de la caverna yo era nada más que un demonio miserable entre el resto.

Luego de estrepitosos días de odio y arrogancia en los que todos éramos el centro de un universo paralelo y en donde todos los habitantes de la caverna obedecíamos a los más bajos instintos, una pequeña y sutil luz se vio brillar en la parte más profunda, una luz fosforescente y dulce que junto a su benignidad traía una canción muy suave. Poco a poco, los demonios nos acercábamos a ella, y la vimos clara brillar con paz y armonía aún en la impureza de su ambiente, era una pequeña luciérnaga. La razón regresó a mí después de que la vi la paz que emanaba su alma hacía que mi corazón se estremeciera y creaba una capa de razón en la que comprendía que el mal y el error del hombre no era una imperfección creada por Dios, No, no existía error , El gran creador no había puesto error sobre el universo, al contrario, había puesto sobre las profundidades de los avernos de la tierra la luz que contrariaba la oscuridad, el entendimiento de que la oscuridad era el medio más puro por el cual se llegaba a la luz y entonces entendí, que en el transcurso de esta vida aún en el agujero más oscuro podía encontrar luz.

Después de aquella esclarecedora visión, la anciana me dijo, tienes dos opciones, vivir en el fondo en donde el aprendizaje es un don de Dios o vivir en la superficie, donde todo lo conoces.

Hoy en día después de ver mi futuro y observar con detalle mi pasado, vivo en la superficie de la caverna, y día con día voy hasta el fondo de la misma para lograr observar a las luciérnagas, cuya esencia misma sigue siendo la luz, aun aunque permanezcan en las profundidades de la oscuridad.

Adentrándonos en la Caverna

Esta semana ¿cómo es tu caverna? ¿Que encuentras allí, que hay adentro? Los exploradores nos enseñarán su primer descubrimiento en esta oscuridad.

11 febrero 2011

¡Larga vida a la Reina Lúcida!

Por Julio Urízar*

Lo que estoy a punto de contar espero que no sea motivo de risas en toda la corte, su majestad. Aunque yo sea su bufón, me sentiría muy honrado que por una única vez usted no utilice mis torpezas para desternillarse ante tanta ingenuidad. Sé que usted no sólo es la reina de tan soberbia patria, sino también la señora de la lógica y la lucidez, y que suele decretar risa nacional cuando algo choca con ella. Y si en tal caso, osa romperla, la guillotina está a sus órdenes cuando la gracia del pícaro se hace desgracia. Aguardo, no sin temor de que mi cabeza ruede por las escaleras de la plaza, le soy sincero, que usted comprenda mis palabras antes de que eleve ese dedo y señale la suavidad de mi garganta.
Y es que ayer, cuando desconocidos misteriosos intentaron atentar contra su persona, usted ha dado la orden de que todo su recurso humano venga y se identifique personalmente, para ver si no hay feérico infiltrado entre nosotros. Pues aquí estoy. Usted pide una pequeña biografía y yo se la comparto. Pero eso sí, pido respeto con todo el respeto, su señoría. Seré bufón de profesión pero su alteza comprenderá que cuando uno se ve obligado a hablar de sí mismo lo menos que espera es que se rían de las cosas que uno dice. 
Soy humano al cien por ciento. De eso no dude. Y nací en la comarca del Oeste ya cuando usted se sentaba en este trono. Así que sabrá que yo no conozco a las hadas que mandó a expulsar para la Limpieza de feéricos organizada bajo su sabia comandancia en la BCIJCNH, Batallones Contra Ilusionistas, Juglares y Creaturas No Humanas, en los años de la Magna Limpia Nacional. Así que puedo decir que me he criado fielmente bajo el decreto RS (Raciocinio y sensatez) número 36 de la quinta constitución de la madura corte de su majestad, reina nuestra de Corduranía. Mi infancia no es importante, un día llegué a su presencia y al enterarme de que su persona se aburría con la grisura de este palacio tan monótono, con todo respeto a su hermano el arquitecto, ensayé mis dotes actorales y conformé varias estupideces de las que usted tanto aborrece, dándoles forma de chiste para que su majestad riera con la parodia de lo que nunca tendrá un espacio en su corazón. ¿Pero sabe de dónde obtengo tanta originalidad? Pues bien, déjeme decirle, antes de que explote en cólera, que de niño estuve al cuidado de un feérico verdadero, aunque no lo supe hasta que murió, y déjeme decirle, no me condene todavía, que él me enseñó todo lo que usted nos ha negado. Gracias a él mis sueños se vieron plagados desde ese momento con el día de encontrarme en medio de ese mundo perdido, mundo que desapareció con la llegada de su excelentísima al poder de estas tierras. Pero eso no impidió que para entonces yo me escapara al bosque, esperando encontrar la legendaria danza de la luna y unirme a ella para luego dormirme en la hierba y despertar en el interior de una casita de madera. Pero nunca pude vivir aquello pues para entonces usted ya los había exterminado. Pero aún era inocente, y creo que por eso también tenía esperanza. Seguí buscando y esperando cada noche el momento preciso para verlos, a los feéricos quiero decir, muy ingenuo como es necesario. Incluso, en el domingo antecesor al día de San Juan, bajo la luna llena, me sumergí en el arrollo, me unté los ojos con barro y observé a través del aro de piedra. Pero ya no estaban. También busqué en los libros prohibidos, los que han sido escritos por poetas, me los regaló el feérico del que le he hablado, (mi padre me castigó por eso durante un mes y los echó al fuego) y esperé que alguno fuese todavía mágico, que me transportara a donde ya le de dicho. ¡Pero no se ría así, por favor! Escuchar le pido, nada más, me hará llorar de la humillación. Esa no es una carcajada, es una burla. Es usted malvadamente adulta. Está bien, está bien, continúo: Seguí yendo al bosque cada vez que pude. Y ya para entonces sabía que ellos ya no estaban allí, por lo que, lógicamente -usted sabe de estas cosas-, estarían en otro lugar. Un objeto que sabemos que existe, porque no porque usted niegue las cosas éstas desaparecerán, como aquel baldaquín que cubre su rostro, ocupa un espacio, y si no está en este entonces andará en cualquier otro ¿o me equivoco? La materia es indestructible. Como decía, mis ilusio… perdón, mi voluntad, radicaba en poder llegar a ese otro lugar, dado que en este ya no estaban. Buscaba bajo las piedras, entre las raíces de los árboles, en el interior de las cabañas abandonadas luego de la Limpieza, debajo de los sombreros de esos hongos rojos y sabrosos que aparecen para el invierno, en las ramas de los arces estrellados, pero ni siquiera en el interior de los círculos de zetas que para estas fechas colman el valle. Se habían esfumado, ni la más estremecedora melodía los haría regresar, y con ellos se fue todo camino en el que pudiera seguirlas; ni los libros, ni un agujero por el cual caer, ni armarios o puertas falsas. Su majestad había logrado erradicarlos por completo. De pequeño siempre quise ir con ellos, vivir entre las fragancias de sus flores, cubrirme de su polvillo brillante y probar un bocado de esos festines que, los poetas cuentan, o contaban, se llevan a cabo bajo las lágrimas de los sauces… Por lo que veo ya no le causa tanta risa, verdad. No, no me vea con esos ojos, su majestad, de todos modos yo ya visto sus cadenas. Nunca lo conseguí si usted piensa eso, nunca estuve infectado… de estarlo, no sería su bufón. Utilice la lógica que para eso usted es la reina. De haberlos conocidos me encontraría con ellos, en el otro lado, sea donde sea, armándome para venir a luchar contra el reino, si es que los rumores de guerra son ciertos; sí… creo que intentaría atentar contra usted como ayer lo hizo la flecha que no llegó a su frente…
¡Pero no se enfade, digo más que la verdad! ¡No, por favor, mi cabeza no! ¡Aguarde! Usted, la soberana del Entendimiento, condesa de la Evidencia, poderosa y gran Lúcida, recuerde que si le hago falta, ya no habrá estupideces con las que yo le haga reír. Me necesita. Este aburrido palacio de la evidencia necesita un payaso que no le haga olvidar que su lógica y su sensatez son más fantásticas e ilusorias que los sueños del niño que una vez fui. Sobre algunos como yo se erige su vana metafísica. Pero con todo respeto, con todo respeto se lo digo, su majestad. Sé que odia esa palabra. Hoy usted sabe que ha triunfado, que después de todo, ya soy mayor como para seguir teniendo esperanza. Que hoy soy su bufón. Así que ríase con ganas. 

*Por segundo semestre consecutivo se encuentra entre nosotros Julio Urízar, de la Carrera de Letras y Filosofía, quién con sus cuentos hace brotar la imaginación en esta Caverna. 

Un Amanecer Distinto

Por Virginia González*


Cuando estás en la ciudad caminando por las calles o simplemente viendo a tu alrededor, muchas veces te olvidas que hay más cosas de los que tus ojos pueden ver.
Inmerso en todas las cosas que tienes que hacer, inmerso en pensamientos, deberes y obligaciones muchas veces nos olvidamos simplemente de VIVIR un poco.
Cuántas veces has pensado en lo privilegiado que eres por poder dormir en una cama, lo privilegiado de poder comer cuando tienes hambre, lo privilegiado de tener un sueter cuando tienes frío lo privilegiado de simplemente tener un hogar y tener tanto para agradecer, privilegiado de simplemente poder vivir.
Un día yo desperté de ese sueño y emprendí un largo viaje creyendo que "ayudaría a otros" tomé mis maletas y partí con un grupo de empedernidos soñadores que querían simplemente
cambiar todo lo que no les parecía de este mundo, y así me uní a un sueño que creía cumpliría para otros y regresaría satisfecha de lo que había logrado. Jamás imaginé que lo que lograría sería VIVIR UN POCO.
Desperté ese día, camino al lugar de salida dudé si debía o no emprender algo que yo creía era una lucha sin fin.
Jamás olvidaré como descubrí que esa lucha sin fin, para muchos era una oportunidad de vivir.
Y tome mis maletas ese día, emprendí camino a lo que era un viaje que yo creía era con retorno a una realidad, sin embargo nunca imagine que la que regresaría no sería la misma que se fue.
Llegar a un lugar mientras se adentra la noche y el sueño se apodera de ti no te permite ver las bellezas que te rodean.
La siguiente mañana abrí mis ojos y descubrí el mejor amanecer que pude haber presenciado, algo inigualable algo súbito y solemne, pero que sorpresa descubrir que muy lejano a los edificios y calles había algo que la naturaleza había formado. Las calles de ahi eran verdes, los edificios montañas, los carros caballos y los caminos pequeños senderos.
En el amanecer se respiraba un ambiente a cambio, se sentía un calor penetrante y un espíritu esperanzador.
Y pensar que caminás en la ciudad viendo miles de personas día a día, totalmente ajena a la vida de esas otras personas pero en este lugar majestuoso realmente caminas, no miras observas a las personas que te rodean  y sientes ese ambiente cálido, prestas especial atención a como cada persona que te ve te saluda con gusto en su mirada, como cada camino que tomas te lleva a algún lugar distinto, pero a la vez al mismo fin: crecer.
Era un amanecer distinto porque salí de mi misma para entrar a lo que creía era un universo paralelo, era un amanecer distinto porque algo en mí ya no era igual, era un amanecer distinto porque descubrí que el que más necesita es el que más puede dar, un amanecer distinto en el que un corazón egoísta pasó a ser un corazón lleno de amor.
Jamás entendí la frase "ama a tu prójimo aunque no lo conozcas" hasta ver en las miradas de esos ángeles ese agradecimiento y amor fraternal hacia alguien que no conocían: YO.
Salí un día armada de maletas creyendo con mucha esperanza cambiaría la vida de alguien más, pero oh sorpresa descubrí un amanecer distinto, saliendo de la ciudad y visitando a quienes nadie visita que los que más necesitan son los que más dan, porque dan a manos llenas, dan de lo que no tienen y dan sin esperar a cambio, Dan lo mejor de ellos a ese prójimo
que desconocen.
Para mí un amanecer distinto es amanecer de nuevo en tu corazón, es descubrir que hay algo más afuera de ti que puede hacerte crecer, es no solo un paisaje sino un cambio de corazón y de vida. Un amanecer distinto a salir de mi misma para darme a otros.

* Desde las profundidades de nuestra Caverna surgen preguntas trascendentales como: ¿Qué es la vida? Virginia González, desde la Facultad de Ingeniería, nueva aventurera en esta cueva nos da una visión simbólica de lo que para ella es la vida.

10 febrero 2011

Un Dolor escondido

Por Eddie Fernando Bonilla*


Muchas veces he llegado a sentir desvanecer ante muchos sucesos que he afrontado...


Sentir que el cielo cae ante mis pies, viendo desplomarse cada vez más de mis mayores ilusiones


Escuchando sabios consejos de personas que confían y creen de verdad en mi...


Sabiendo definitivamente que una lagrima brota de mi corazón al pensar en ti...


Y si puedo dejar de sentir esto... el problema es no querer dejar de sentirlo...


Sabias palabras dicen que en el corazón no se manda...


Pero quiero poder hacerlo... sacar de mi todo lo que siento por ti...


Demostrártelo... si lo tomas, perfecto...


Si no, pues lo guardaré celosamente... hasta que llegue quien lo ha de merecer...


Mientras tanto solo queda esperar y sanar


Un corazón que siente desquebrajar...


Esperando que tu por lo menos recuerdes... con el simple hecho de pensar en ti...


Aunque sea mi nombre... y pienses en mi...


*¡Otro poeta que nos describe el sentimiento profundo que siente! ¡Qué maravillas hace la Caverna en sus aventureros y ahora Eddie Bonilla se nos une desde Administración de Hoteles y Restaurantes para seguir ahondano en esta fantástica Caverna.

08 febrero 2011

La Dualidad dentro de Mí

Por Josue David Pereira*
Una mirada fija


Una sonrisa disimulada


Una caricia aspera


Con sentido a vacio….


Luna llena sin estrellas,


Cielo negro sin luz


Abro los ojos y no veo


Vivo en en la carcel de la monotomia,


El ser obsevado a cada momento es atenuante.


Y en mis sueños, solo en mis sueños existo, compartiendome observandome


En realidad soy particula de tierra,


La cual no parece sentir


No respira,


No possea algo mas alla de lo material.


Una mirada fija


Una sonrisa disimulada


Una caricia aspera


Con sentido a vacio….


Luna llena sin estrellas,


Cielo negro sin luz


Abro los ojos y no veo


Vivo en en la carcel de la monotomia,


El ser obsevado a cada momento es atenuante.


El solo obtener conocimiento alguno de mi yo


Es estar sin una valoracioon unica nisiquiera por mi


Dentro de mi las cualidades son vatiginosas tormentas


Fugaces dentro del entrono en el cual me encuantro.

*¡Otro degustador de la oscuridad! ¡Y poeta! Bienvenido nuevamente Josue David, desde la Facultad de Ciencias Económicas, a esta profundidad Cavernosa.

07 febrero 2011

La Estatua

Por Sara Fernández*


No añoro acordarme de aquel tiempo cuando el espacio no estaba delimitado de la forma en que hoy lo está, pero sí recuerdo una historia de aquel tiempo paralelo. Trata de un artista, escultor, si hay que especificar, que vivía en las afueras de una concurrida aldea de paso. Día con día el escultor recibía encargos de los más nobles benefactores que deseaban que sobre una simple piedra sin valor, el artista plasmara un pedazo de su alma, un conjunto de abstracciones convertidas en imágenes, que luego adornarían los jardines de sus casas.

-¡Venancio! – Exclamaban con petulancia – Es mi deseo que sobre un trozo insólito de mármol esculpas la imagen de un fantástico ángel para la fachada de mi hogar – o bien- Venancio, quiero encargar una escultura, una de un cisne que se encuentre en lo alto de la fuente que adorna mi jardín. Y Venancio el escultor sin vacilo y con formidable diligencia esculpía lo que le ordenaban, mas un día singular en el que la monotonía agobiaba al célebre creador tuvo la osadía de exclamar en pos de su propia vida – A lo largo de este tiempo he amasado una leve fortuna, oro, y nada más, pero tal materia ha consumido mi vida sin que haya podido realizar una obra sola que plazca mis sentidos, que convierta este gélido, estrepitoso y burdo mármol en un verdadero trozo de mi alma y de mis sueños, hoy es tiempo de parar. No deseo sino trabajar en lo que amo con un objetivo que me cause satisfacción. Que marque la euforia de mi alma mediante el más sutil de mis vástagos… Mi arte mismo. – Y así Venancio, el escultor paró de trabajar en obras por encargo y comenzó a esculpir para él mismo.

No se afanen en terminar, lectores, es pertinente destacar alguna etapa de la vida de este héroe que con su obra sin duda tiene conexión. Venancio había tenido la dicha en su austera juventud, de conocer a una joven mujer cuyos ojos brillaban cual estrellas iluminando la noche y cuya voz era tan dulce como el sonar de una amielada y brillante campanilla de bronce. Sus cabellos eran torrentes de aguas que caían sobre sus hombros como una catarata y su tez se asemejaba a la tierra más fértil y suave, en la que cualquier sembrador preferiría elaborar sus plantaciones. Amelia, era su nombre, la dulce dama que más tarde se convertiría en la esposa de aquel escultor. Sin embargo, muchas veces la vida se marchita rápido cuando los seres se presentan virtuosos, porque el ciclo de su existencia corre ligero y gracioso como el pétalo de una flor. Amelia murió de una severa enfermedad que marchitó su piel y acalló el brillo de sus ojos, dejándola decaer con lentitud, dejando en su vida el enérgico deseo de concebir a una niña, una pequeña que con el tiempo se convertiría en una dama.

Una mujer hecha realidad –Se dijo Venancio – En este mismo momento, si los deseos de Amelia se hubiesen cumplido, la niña tendría dieciséis años de morar sobre la tierra y yo tendría el gran placer de verla agraciada caminar por los verdes campos y reír con armonía sin par- Venancio permaneció cogitativo durante algún tiempo con la mirada perdida en el vacío imaginándose a la hija que nunca tuvo la oportunidad de concebir, pensando en la ausencia de un ser que jamás había tenido la dicha de respirar, ni palpar, ni exclamar la más leve palabra.

Sin más que dudar puso sus cartas sobre la mesa y un bloque de mármol sobre el suelo, él, esa misma noche iniciaría la más perfecta de sus creaciones, su obra maestra, Crearía a su hija. Pasó con el cincel sobre el mármol 365 días exactos. Sin un leve respiro que diera tregua a su diligencia y laboriosidad. Sin un segundo sólo que lo excusara de su pasión de artista. Con la sangre de su alma y el sudor de su pecho, pero más aún, con el fuerte pálpito y el amor de su corazón, creó una contorneada figura que suavemente deslizaba armonía de arriba para abajo, creó ojos perfectos e imponentes, que encerraban todo el furor de una vida de trabajo, manos delicadas y finas que se asemejaban a la más tersa y codiciada seda y unos labios tan perfectos que cualquier hombre sobre la faz de la tierra hubiesen podido besar asegurando perpetuamente que eran reales. La estatua era preciosa, nada en el extenso mundo humano se le asemejaba en belleza siquiera un poco. Era bella sin duda, pero… Inalcanzable.

Al terminar, Venancio sintió toda la euforia contenida en sus venas y con la voz entrecortada y emotiva dijo –Tu eres mi hija- La estatua, con toda su perfección, hizo caer una lágrima de sangre por su mejilla y con el despecho más voraz y desagradecido de su marmórea figura, lanzó un escupitajo sobre la faz de su creador y poco a poco se fue rajando, hasta que aquella piel de piedra ¡Tan semejante a la realidad! Se hizo pedazos, sin dejar más que polvo desparramado sobre el suelo. Venancio con el corazón repleto de sentimientos hizo pasar todo tipo de maldiciones por su cabeza, pensó en dejarlo todo, en convertirse en un pobre alcohólico desgarbado, en matar, en herir y en odiar a la humanidad, mas luego de aquella euforia contenida, respiró y se dijo a sí mismo, -No, No le haré a mi creador, lo mismo que mi creación me ha hecho pasar a mí. – Y así lo hizo Venancio, continuó esculpiendo hasta morir, mostrando siempre que la grandeza de su alma era apreciada más que por nosotros por él.

*Sara es la primera exploradora de estas cavernas. De primer año y en la Facultad de Ciencias Agrícolas y Ambientales nos trae un hermoso cuento. ¡Esperamos que tus textos sean la guía en este descenso!