02 septiembre 2011

Los tomates cayeron del cielo

Por Julio Urízar Maziegos


Los tomates cayeron del cielo. No estallaron como estaba escrito en los planes del dios hortelano que los mandó. Eran las plumas de un jardín en forma de pájaro que por la noche pasara volando, y como plumas, suavemente, al acicalarse y quitarse las peluditas, las que estorban, llovieron amaneciendo entre nosotros, entre los árboles y los postes del telégrafo, en los arriates y entre los canales de los tejados, en los caminos y el tazón de tu perro, que tampoco se dio cuenta, por que no dio ni un sólo ladrido en toda la noche. Por la mañana un resplandor rojizo se adhería a las paredes de la habitación y cuando se abrieron las puertas, los más osados rodaron hasta chocar con nuestros pies. De vez en cuando, todavía, las escobas encuentran uno debajo de los sillones, detrás de los muebles o en el cofre de los juguetes del nene. Se quedaron por aquí mucho tiempo. 

Al principio nadie se atrevió a tocarlos. Nos parecían una invasión de garrapatas, gordinflonas de chupar la sangre de un oso gigante, aquel que cruza el universo cada milenio y que un día antes, asegurabas, pasó por aquí, rozando al mundo. El cielo del día anterior lo habías pintado de marrón, era más bien cobrizo, pero asegurabas que era marrón, porque además las nubes se habían peinado como vellones interminables, sin dejar azul a los ojos. Es el oso, el gran oso que cada mil años se viene a morir aquí, comido por Sip, la garrapata. Fuiste el primero en buscarle patitas a una de las chibolas, pero de tan gordas no se veían, y dijiste que tal vez, de tan pesadas, por la noche se habían desprendido del pelaje de aquel ser celestial. Te creí. Sobre todo porque no quedaba nada de aquellas nubes licuadas en sepia, sólo el firmamento sin máscaras y la noche, la noche siguiente, empalagada de granitos de azúcar. Gritaste: ¡Ahora su risa quebró el silencio! Mientras metíamos el alma en el telescopio de tus dedos. ¿En dónde? No la escucho. Es que no se escucha, se ve, allá arriba. Los esqueletos siempre sonríen. Y nosotros lamíamos el zodiaco sin entender. ¿No han visto a las calaveras? Siempre se están riendo, igual les pasa a las calacas de los osos. ¿Pero en dónde? No la veo. Es que no se ve, se imagina, allá arriba te digo. Sólo son estrellas. Sí, pero juntas forman el esqueleto de la osa, lo único que dejaron las garrapatas. ¿Osa? ¿No era oso? Como quieras, no importa. En las calaveras eso ya no importa.

Estábamos sobre el tejado porque acabábamos de terminar de limpiar los canales. Cogiste uno de ellos: Si las destripas, me dejé engañar, vas a ver que es sangre lo que tienen dentro, es clarita porque es sangre de oso de cielo y están duras porque ya se cuajó, cuando se cuaja es que las garrapatas se murieron, se murieron de tanta sangre chupada. Mira al oso, se lo comieron enterito. Así pasa cada mil años. Así pasó la otra vez, lo recuerdo bien. ¡Lo viste la otra vez! ¿Hace mil años ya estabas aquí? Guardaste silencio escondiendo tu secreto con una sonrisa, como si me invitaras a no dudar de tu inmortalidad.

Tardamos varios meses en limpiar las calles y los caminos. Cuando dijiste que las garrapatas ya estaban muertas nos atrevimos a tocarlas. Las juntábamos en costales y canastas y carretas y luego íbamos al río a tirarlas. El mar sabrá qué hacer con ellas, fue tu idea, en sus profundidades puede ser que los peces dispongan guardarlas en los recovecos de la tierra. Porque así es como se forma la tierra, con garrapatas muertas, se petrifican con los siglos y así crecen los continentes y las islas. Cuando Dios creó la tierra no se tardó un día, se tardó añales y para eso dispuso antes que existiera el agua, y los peces, porque ante todo no hay agua sin peces, no es al revés, como ustedes piensan. Ese fue su plan, porque así, cuando pasara el oso y se lo comieran las garrapatas y estas cayeran al agua, los peces irían acumulándolas en montañas y más montañas. Gracias a los peces es que tenemos dónde vivir.

Y era cierto. ¿Cómo dudarlo? Nunca se pudrieron. Nunca olió mal. No se cubrieron de algodoncitos pestilentes. Sólo estaban duros, coagulados, y así, sólidos, el río se los llevó. Al menos eso pensé hasta que descubrí que no había verdad en tus palabras. Ahora ya estoy grande, la vida me ha flechado y me vino a enseñar que siempre fuiste un mentiroso. No existe tal oso. La ciencia lo demuestra. Aquellos nimbos marrones eran un sistema de baja presión con partículas ceodócicas que por fusión desarrollan cualidades en las que no me extenderé, otorgándoles ese color. Supe también que los peces necesitan del agua, no al revés. Dios nunca lo hubiese dispuesto así. Y quizás Dios ni exista. Un invento tuyo. Todo lo fue. Ahora sé que un asterismo no es nada más que lo que se le ocurre a unos cuantos cuando no hay nada qué hacer, cuando la mente no está situada en algo que verdaderamente valga la pena. Una mente como la tuya. El universo, por muy bello que sea, no es un artista, y si me equivoco, de todos modos los artistas no sirven para nada. Allá sólo hay infinitud, imposibilidad y no vale la pena soñar con ella. Mentiste. Todo el tiempo me viste la cara de estúpido, sobre todo porque guardé, en secreto, en el ropero, una de tus garrapatas. Era mi tesoro más grande. Siempre se mantuvo colorada, jamás perdió su color. En la universidad me enseñaron que es natural que lluevan cada cierto tiempo, si no tomates, papas o hasta cangrejos o guijarros, una vez cayeron manzanas. Les llaman arralanes, especie de tornados en enjambre, del arcano arranig (levanta) y a-nessif (las cosas), los cuales arrasan lo sembradíos o el mar o cualquier lugar descampado y luego, desde una altura menor a la de las nubes, bajo la temperatura correcta que de nada sirve explicarte, igual no entenderías, los arroja sobre nuestras cabezas como si fueran granizo o gotas de lluvia. Los tomates cayeron del cielo así. Siempre lo han hecho. Y cuando lo hagan otra vez no habrá nadie que vuelva a verme la cara de idiota.

Porque ahora soy yo el que les ve la cara a los pequeños. Ayer volvieron a caer, ellos, y también los tomates. Pasaron mil años desde aquella vez. Diez siglos, en verdad, desde que te fuiste. Resplandecen sus miradas, yo las reflejo en la mía y ellos piensan que es este viejo el que tiene los ojos brillantes. Les digo que son los huesos de la osa los que hacen que se me pongan así, porque les he contado lo de las garrapatas mientras vamos a tirarlas al río. Les enseño, como si fuese una joya, el milenario cadáver que guardé entre el armario para que pregunten y se queden con las ganas mientras me sumo en un mutismo de estrella, invitándoles a que lo acepten con o sin todas sus fuerzas, porque sólo así pueden llevarse a sí mismos a ver el mar, donde te ahogaste tratando de formar otra montaña. Les hago así como hiciste conmigo, cuando yo te entregaba lo que ya no poseías: les regalo una historia y ellos me conceden lo que yo también perdí cuando dejé de estar teniéndote a mi lado. Mi nieto duerme. Le expliqué, antes de que me abandonara entre sus sábanas, cómo se forman los continentes. Acércate. Míralo, abuelo. Shh... Está formando sus propias historias. Debe estar, a lo mejor, teniendo en sueños a un pez en el agua.

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